Homilía – Sábado III de Cuaresma

Nos presenta San Lucas en el Evangelio de hoy a dos hombres que subieron al Templo a orar: un fariseo y un publicano. Mientras que los fariseos eran tenidos por puros y perfectos cumplidores de la ley, la gente consideraba que los publicanos, que se ocupaban de la recaudación de los impuestos, daban mayor importancia a los negocios que al cumplimiento de sus obligaciones religiosas.

Pero este pasaje pone en evidencia que el fariseo va a orar sin tener humildad ni amor. Su oración gira alrededor de sí mismo. Él es el centro de sus propios pensamientos y el sujeto de sus elogios. En vez de alabar al Señor, empieza veladamente a alabarse a sí mismo. Sólo descubre en él, virtudes, olvidándose de que si tiene alguna, no es por mérito propio sino por la gracia del Señor. Su falta de humildad y de caridad le impiden ver sus defectos. Se compara con los demás y se considera superior; más justo, mejor cumplidor de la ley.

La soberbia humana es el mayor obstáculo que alguien puede poner a la gracia de Dios.

Y la situación se repite hoy como en tiempos de Jesús. Más o menos encubiertamente, vivimos creyéndonos superiores a quienes nos rodean, y sin reconocer que hemos recibido los talentos que tenemos de nuestro Padre Dios, sin mérito propio.

En la dedicatoria de un libro suyo, escribía un autor sin inhibiciones: “A mí mismo, con la admiración que me debo”. Y cuántas veces, sin hacerlo público, internamente nosotros pensamos en forma parecida. Y pretendemos hacer oración con esta disposición.

El contraste se presenta en el Evangelio con la oración del publicano, que se dirige a Dios con humildad. Él confía, no en sus propios méritos, sino en la misericordia de Dios. Por eso es que reconoce sus propios pecados.

Mientras el fariseo ora de pie, en actitud erguida, el publicano no se atreve a levantar los ojos al cielo.

El publicano reconoce su falta de dignidad y se arrepiente sinceramente. Y esta es la disposición necesaria para ser perdonado por Dios.

En esta parábola el Señor nos enseña la necesidad de humildad como fundamento de nuestra relación con Dios y con los que nos rodean.

Pidamos hoy a María que es modelo de humildad y maestra en enseñarnos a orar a nuestro Padre Dios, que la soberbia y el orgullo disminuyan cada día en nosotros.