1.- Estar abiertos a la luz de la verdad. Cristo es la luz del mundo. Se trata de la luz verdadera que iluminará el camino de nuestra vida para alcanzar la salvación eterna. Pero cuando los hombres nos empeñamos en ver la “luz” con gafas de madera, o simplemente no la aceptamos por soberbia, a Cristo no le queda otra más que respetar nuestra libertad. Los fariseos vieron al ciego de nacimiento muchas veces antes de que fuese curado, pues si era mendigo lo más seguro es que estuviese a la puerta del templo. Pero, ¿por qué ahora le echan en cara de que es un farsante? ¿Por qué ahora no ven el milagro venido de Dios por ser realizado en sábado? Por soberbia y orgullo…. A nosotros también nos puede dominar la soberbia si no estamos atentos. Podemos ver signos evidentes de la presencia de Dios, de su amor en nuestra vida y no aceptarlos porque somos más ciegos que el ciego de nacimiento. Por eso, hay que estar abiertos a la luz de la verdad que es Cristo y no cegarnos en nuestra soberbia. Aceptar a Cristo, aceptar su amistad y su amor, aceptar la verdad de sus palabras y creer en sus promesas; reconocer que su enseñanza nos conducirá a la felicidad y, finalmente, a la vida eterna.
2.- Ceguera colectiva. En este fragmento podemos apreciar la dimensión colectiva del pecado. En el mundo hay muchos ciegos que, viendo con los ojos, no ven con el corazón. Sean los padres, los fariseos, los vecinos… Ciegos que se niegan a la aceptación de una cosa tan sencilla como que Dios quiera que aquel ciego se cure y vea. Y esa resistencia que podemos llamar el pecado del mundo va más allá del pecado personal. Es esa especie de ceguera que hace que nadie entienda realmente nada en ciertas situaciones. Esa especie de ignorancia existencial que sistemáticamente borra a Dios de nuestro mundo, de nuestra sociedad. Es una especie de influjo colectivo, de maleficio. De estructura que hace que cualquier noticia que sea gozosa, que sea del evangelio, se oculte. Que cualquier noticia que sea macabra se enaltezca. Y vivimos en este ambiente. Y vivimos con ese ruido que hace el Jesús que pasa. Y nos encontramos con ese conjunto de voces: unos que dicen que has pecado, otros que eso no es posible, el otro que te dice: no lo confieses. Y ahí es donde nosotros hemos de confesar como hace el ciego: yo no sé, sólo sé que yo no veía, y que ahora veo. Es confesar nuestra fe. Y liberarnos de la participación del pecado del mundo que consiste en no querer ver la luz. Pidamos que ilumine nuestras tinieblas y las ocasiones en que nos cuesta confesar al Señor: por evitar un disgusto, o ser mejor tolerado, o tener una mayor prestigio. Por no quedar mal. Por miedo. Por necesidad afectiva (a nadie le gusta ser una especie de bicho raro).
3.- Jesús viene a curar nuestra ceguera espiritual. Para los judíos de esa época, e inclusive para mucha gente en la nuestra, la enfermedad nace del pecado. Aquí preguntan, los discípulos a Jesús, “Maestro, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego?” (v. 2). Para Jesús esto no es así. La enfermedad es una ocasión que Dios aprovecha para mostrar la obra de Dios entre los seres humanos. En base a esto, Jesús se muestra como la Luz del mundo, que viene a curar no sólo la ceguera física, sino también la espiritual (ver v.41). Jesús sanará a este hombre de su ceguera física de nacimiento, pero también lo sanará de su ceguera espiritual, porque de una manera progresiva él se irá convirtiendo en un excelente predicador de la Palabra de Dios a aquellos que persiguen a Jesús. Esto nos lleva a darnos cuenta y reflexionar sobre nuestra situación de vida. Nuestras enfermedades físicas y espirituales pueden ser sanadas por el Señor, si lo dejamos actuar. No debemos ver la enfermedad como un castigo, sino como una oportunidad que tenemos para ver la obra milagrosa de Dios. Y también debemos tener en cuenta que, muchas veces sólo se valoran las cosas materiales y espirituales cuando no las tenemos (este ciego de nacimiento, sin duda, valoró muchísimo más que cualquier otra persona la posibilidad de “ver” que Jesús le había entregado).
4.- Abrir los ojos para liberarnos de nuestros prejuicios. La razón por la cual los fariseos atacan a Jesús no es por el milagro en sí. Jesús, para ellos, podría hacer miles de milagros, todos los días, a cualquier hora… pero no el sábado. Estaban tan atados a sus tradiciones, a sus costumbres, sus normas, sus “razones”, que eran incapaces de ver más allá de sus propias narices. Hacen todo lo necesario para condenar a Jesús, no por haber sanado, sino por violar el sábado. Están tan convencidos de que sus costumbres son inamovibles, creen ver con tanta claridad la equivocación, el “pecado” de Jesús, que se niegan a escuchar otras palabras distintas a las de ellos. Están tan encerrados en sí mismos que no ven lo que ocurre afuera. Jesús “la Luz del mundo”, en el v. 41 les dirá: “Si vosotros fuerais ciegos, no tendríais pecado, pero como decís: vemos, vuestro pecado permanece”. Reconocer que uno se equivoca, escuchar la opinión ajena viendo en ella la verdad, dejar de mirar sólo “adentro”, para empezar a mirar también “afuera”, es el modo más valedero para aceptar la propia ceguera y empezar a ver. La tarea de todo buen cristiano será la de dejarle a Jesús sanar su ceguera espiritual, permitirle al Señor echar luz sobre nuestra vida. En la medida en que nos aferremos a nuestras convicciones humanas, a lo ya sabido, y no le dejemos a la “Luz del mundo” iluminarnos, en esa medida seguiremos siendo, como los fariseos, esclavos de nuestra infinitamente pequeña sabiduría, de nuestro yo envuelto en penumbras e infantilmente egocéntrico que no se cansa de mirarse a sí mismo. Este domingo cuarto de cuaresma nos invita a la conversión, a abrir los ojos para sanarnos de los prejuicios, a un cambio de actitud y mentalidad, a ver de verdad la vida tal cual es y no como la hemos opacado. Caminemos como hijos de la luz y demos frutos de bondad, justicia y verdad, como dice el Apóstol
José María Martín, OSA