¿Ceguera? ¿Cataratas? ¿Miopía? ¿Cómo miramos?

¿Tengo ceguera, cataratas, miopía o visión selectiva, cuando miro a mi alrededor? ¿A qué me invita hoy la Palabra?

Soy María, discípula de Jesús de Nazaret. Es de noche, ya he apagado la luz del candil y espero que llegue discretamente mi vecino Mateo. Si los fariseos nos sorprenden en mi casa, pueden apedrearnos, pero merece la pena el riesgo.

Mateo sabe que desde hace tiempo acompaño al Maestro, junto con un pequeño grupo de hombres y mujeres. Me ha pedido que hablemos, porque está desconcertado. Nació ciego, pero ayer su encuentro con Jesús de Nazaret le cambió la vida. Parece que llaman a la puerta.

– Gracias María, necesito que me ayudes. Desde ayer han ocurrido tantas cosas…

– Me alegra mucho que hayas venido Mateo. Dicen que te has vuelto loco, que todo es mentira, y que os van a impedir a toda la familia que entréis en la sinagoga. Pero yo creo que te ha pasado lo mismo que le pasó a Zaqueo, que al encontrarte con Jesús ha entrado la salvación en tu vida. ¿Cómo fue el encuentro?

– Me conoces desde niño, cuando pedía limosna a la salida del pueblo, en el cruce de caminos. Ayer estaba en ese mismo sitio, cuando oí un gran revuelo. Se notaba que había mucha gente. En el grupo venía Jesús de Nazaret. Me dolía no poder verle, pero no me atreví a decirle nada. Cuando pasaron a mi lado alguien le preguntó por qué yo había nacido ciego.
Sentí como si una espada me atravesara el corazón. Esa pregunta se la habían hecho mis padres muchas veces, y en cuento crecí, me lo preguntaba yo también, casi a diario. No podía jugar con los muchachos en la aldea, ni podía ir a trabajar con la cuadrilla de segadores, he vivido de la limosna. Algunos días volvía avergonzado a casa, porque solo podía entregar un mendrugo de pan a mis padres.

Jesús le dijo a la gente algo que no entendí muy bien. Y añadió: “Yo soy la luz del mundo”. Luego noté que me untaba los ojos con algo húmedo, como si fuera lodo. No podía abrirlos. No entendía nada de lo que estaba pasando. Me dijo:

Vete a lavarte a la piscina de Siloé.

Pero Jesús – le dije- dicen que esa piscina está al final de un túnel. No puedo ir yo solo. Además, allí va la gente a purificarse antes de entrar en el Templo a orar, y no es hora de oración. ¿Para qué me mandas a Siloé? Jesús no respondió. Alguien me tomó del brazo, atravesamos el túnel y llegamos a la piscina.

– ¿Y nada más entrar en el agua recuperaste la vista?

– Poco a poco, despacio. Primero noté un resplandor que desconocía, luego formas borrosas, y cuando vi el agua, el cielo y a la gente que nos rodeaba, rompí a llorar. Pero lo más importante no ha sido recuperar la vista, sino que Jesús me ha abierto otros ojos, me ha curado otra ceguera.

– No te entiendo.

– ¿Te acuerdas que hace tiempo el Maestro le dijo a Nicodemo que podía nacer de nuevo, y ni tú ni yo lo no entendimos? Pues creo que ahora sí lo entiendo. Yo tenía dos cegueras: la de la vista y la del corazón. Y Jesús me ha curado las dos. Vivía lamentándome, me sentía desgraciado porque me comparaba con los demás y echaba de menos lo que me faltaba. Pensaba cómo podíamos librarnos de los romanos con violencia. Y escurría el bulto ante las necesidades ajenas. Iba al Templo para intentar contentar al Altísimo, y recibir a cambio sus bendiciones, pero mi corazón estaba en otro sitio. Mis días se parecían a esas conchas que mueve el mar en la orilla, de un lado hacia otro, pero están vacías por dentro.

– ¡Cómo te entiendo Mateo! Algo semejante me ocurría a mí. Y ahora ¿en qué vas a trabajar? ¿Irás a segar al campo?

– No. Le he pedido a Jesús que me admita en su grupo y ha accedido, con mucha alegría. Quiero ir con vosotros, de aldea en aldea, dando testimonio, contando lo que el Señor ha hecho conmigo. El pueblo está sorprendido y se hace muchas preguntas. Le diré que el Señor es nuestro pastor y nada nos falta y que soy testigo de que su misericordia nos acompaña todos los días de nuestra vida. Animaré a la gente a que, por la noche, en lugar de decir una larga lista de oraciones con rutina, pidan desde lo más hondo: ¡Señor, que vea! Y que con esa mirada contemplen lo que hay a su alrededor y se pongan en camino.

Y en el silencio de la noche, María y Mateo dan gracias al buen Dios porque han salido de las tinieblas y quieren vivir como hij@s de la luz.

María, discípula amada.

Marifé Ramos González

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El ciego pasó de la absoluta obscuridad y miseria a ser hombre cabal

El relato es simbólico, como la Samaritana del domingo pasado y la resurrección de Lázaro del próximo. Se propone un proceso catecumenal que lleva al hombre de las tinieblas a la luz; de la opresión a la libertad; de no ser nada a ser plenamente hombre. Jesús acaba de decir: “Yo soy la luz del mundo”. Lo repite y lo va a demostrar dando la vista al ciego. Jesús no le consulta, pero no suprime su libertad, le da la oportunidad, pero la decisión queda en sus manos. Tendrá que ir a lavarse. Los demás personajes siguen en su ceguera: fariseos, apóstoles, paisanos, padres.

Al mezclar la tierra con su saliva está simbolizando la creación del hombre nuevo, compuesto por la tierra-carne y la saliva-Espíritu. De ahí la frase que sigue: le untó su barro en los ojos. El barro, modelado por el Espíritu, es el proyecto de Dios realizado ya en Jesús, y con posibilidad de realizarse en todos los seres humanos. Jn usa dos verbos para indicar la aplicación del barro en los ojos: aquí untar-ungir, en relación con el apelativo de Jesús «Mesías». Más adelante dirá sencillamente aplicar.

Aquí está la clave del relato. El ciego es ahora un “ungido”, como Jesús. El hombre carnal ha sido transformado por el Espíritu. La duda de la gente sobre la identidad del ciego refleja la novedad que produce el Espíritu. Siendo el mismo, es otro. El hombre ciego ya era libre pero no lo había descubierto todavía. De ahí que el ciego utilice las mismas palabras que tantas veces, en Jn, utiliza Jesús para identificarse: «Soy yo». Esta fórmula refleja la identidad del hombre transformado por el Espíritu. Descubre la transformación que se ha operado en él y quiere que los demás la vean.

El ciego, que era solo carne, se dejó transformar por el Espíritu. Debemos tomar conciencia de que el relato no da ninguna importancia a la curación física. Lo despacha con media línea. Lo que importa es que este hombre estaba limitado y carecía de toda libertad antes de encontrarse con Jesús. Su vida era anodina y dependiente de los demás. Ahora está llena de sentido. Pierde todo miedo y comienza a ser él mismo, no solo en su interior sino ante los fariseos que le acosan.

La piscina de Siloé estaba fuera de los muros de la ciudad. Recogía el agua de la fuente de Guijón que llegaba a ella conducida por un canal-túnel (de ahí el nombre arameo de «siloah»=emisión-envío, agua emitida-enviada). Jn aplica el nombre a Jesús, el enviado. La doble mención de untar-ungir y la de la piscina, término que era utilizado para designar la fuente bautismal, nos muestra que se está construyendo este relato a partir de los ritos de iniciación de la primera comunidad.

No se había mencionado que era mendigo, incapacitado y dependiendo de los demás. El punto de partida es clave para resaltar el punto de llegada. Jesús le va a dar la independencia. Le hace hombre cabal. Tampoco se había mencionado que era sábado. Jesús no tiene en cuente esa circunstancia a la hora de hacer bien al hombre. Amasar barro estaba explícitamente prohibido por la Ley. El amasar el barro el día séptimo, prolonga el día sexto de la creación. Jesús completa la creación.

Los fariseos no se alegran del bien del hombre. Solo les interesa la Ley y creen que a Dios tampoco le importa el hombre. Acuden a los padres para desvirtuar el hecho que no pueden negar. Los padres son gente sometida. La pregunta es triple: ¿Es vuestro hijo? ¿Nació ciego? ¿Cómo recobró la vista? Responden a las dos primeras, pero a la tercera, la más importante, no se atreven a responder. El miedo les impide aceptar cualquier complicidad con el hecho. Podían ser expulsados de la institución.

Los fariseos intentan confundir al ciego. Quieren, por todos los medios, conseguir la lealtad del ciego aún en contra de la evidencia. Condenan a Jesús en nombre de la moral oficial y pretenden que le condene también el que ha sido curado. Ellos lo tienen claro, Dios no puede estar de parte del que no cumple la Ley. Dios no puede actuar contra el precepto ni siquiera en beneficio del hombre. Quieren hacerle ver que la vista de que ahora goza es contraria a la voluntad de Dios.

El ciego no tiene miedo. Expresa lo que piensa ante los jefes. A las teorías opone los hechos. Puede que se haya quebrantado la Ley, pero lo que ha sucedido es tan positivo para él, que se hace la pregunta: ¿No estará Jesús por encima del sábado? Ha experimentado el amor gratuito y liberador. Él sabe ahora lo que es ser un hombre y sabe también lo que es Dios. Él ahora ve, los maestros están ciegos. El hombre utiliza una teología admitida por todos. Dios no está de parte de un pecador.

Los fariseos están tan seguros de sí, que dudan de la misma realidad. El ciego no sabe nada, pero le es imposible negar lo que ha vivido. Por no negar su experiencia ni renunciar al bien que ha recibido, lo expulsan. Con su mentira han querido apagar la luz-vida. Al no conseguirlo, el hombre no puede permanecer dentro del ámbito de la muerte-tiniebla, que es la sinagoga. Lo mismo que Jesús tuvo que salir del templo, el ciego que ha recibido la luz, tiene que salir de la institución judía.

«Fue a buscarlo». El (euron) griego no significa un encuentro fortuito, sino el fruto de una búsqueda. El contraste salta a la vista. Los fariseos lo expulsan, Jesús lo busca. No le dice, como al inválido de la piscina, que no vuelva a dejarse someter, porque ya se había mantenido firme ante los fariseos. Con su pregunta acaba la obra de iluminación. La acción de Jesús había hecho descubrir al ciego una nueva manera de ser hombre, cuyo modelo era Jesús. Jesús le hace tomar conciencia de ello.

El relato termina con la plena aceptación de Jesús por parte del ciego. «Se postró» (prosekinesen) es el mismo verbo con que se designa la adoración debida a Dios. El gesto de postrarse para adorar a Jesús no es infrecuente en los sinópticos, pero éste es el único pasaje de Jn en que aparece. Jesús, el Hombre, es el nuevo santuario donde se verifica la presencia de Dios. El ciego encuentra en Jesús el santuario, donde se puede rendir culto a Dios ‘en espíritu y verdad’, (Samaritana).

Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean y los que creen ver se queden ciegos. Era inconcebible que alguien pudiera tener por ciegos a los dirigentes de la época. No son palabras de Jesús sino de los cristianos de finales del s. I. Clara alusión a los fariseos que se habían erigido en guías del pueblo. ¿También nosotros estamos ciegos? Eran los conocedores de la Ley, que tenían por ciegos a los demás. Los que más cerca están de Dios, son los que menos le conocen.

Fray Marcos

Queremos ver

Parece seguro que el autor del evangelio construyó este relato, en forma de catequesis, con el objeto de presentar a Jesús como “luz del mundo”, tal como lo había confesado en un párrafo anterior (Jn 8,12).

Esa intencionalidad del evangelista no niega, sin embargo, que -como ocurre con los textos sapienciales, susceptibles de diferentes lecturas no contradictorias entre sí- podamos captar otro simbolismo, referido a la búsqueda humana de luz, es decir, de sabiduría.

Con esta clave, el episodio del ciego de nacimiento sería una metáfora de nuestro propio proceso: nacemos “ciegos” y, aunque en algún momento nos parezca intuir la luz, son fuertes y numerosas las resistencias -simbolizadas en la figura de los “fariseos”- para aceptarla. Eso explica que, una y otra vez, nos veamos conducidos a rechazar la novedad y prefiramos volver a los caminos trillados en los que habitualmente nos hemos movido.

Nuestro anhelo de verdad es innegable: sepámoslo o no, queremos ver, tenemos hambre de comprender. No obstante, factores externos e internos pueden activarse para adormecerlo y mantenernos en una superficialidad que se conforma con lograr un cierto bienestar sensible. El anhelo queda así sofocado y -como los fariseos del relato- nos convertimos en ciegos que creen ver, pero que solo están encerrados en su dogma.

Al lector del texto que estoy comentando no se le escapa la obstinación de los fariseos en su ceguera, mientras se empeñan en pregonar que son ellos quienes están en la verdad. En un error semejante caemos cuando presumimos de estar en la verdad, justificando nuestros propios pensamientos, sin haber sido siquiera capaces de tomar distancia de la mente y situarnos en “otro lugar”.

La mente es una herramienta tan extraordinaria como imprescindible. Pero no será ella la que nos permita “ver”. La comprensión de la que hablamos no es, de entrada, mental o conceptual, sino experiencial o vivencial. Y esa siempre ocurre cuando, silenciando la mente, la trascendemos, situándonos en el lugar de la Consciencia-Testigo (Eso que es consciente).

Se trata de un camino accesible para todos nosotros. No se requiere estar esperando una experiencia “mística”. Todos sin excepción podemos entrenarnos en acallar la mente, observar sus movimientos, vivirnos a distancia de ella…, hasta llegar a la destreza de la persona sabia que -aun utilizándola cuando la necesita- vive cada vez más en el no-pensamiento, en la atención descansada y luminosa que nos mantiene en la consciencia de unidad.

Valorando la mente, ¿me ejercito en tomar distancia de ella?

Enrique Martínez Lozano

La luz y las tinieblas

«Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís que veis vuestro pecado persiste»

Necesitamos luz para vivir, pero la luz que desprende el evangelio ha dejado de tener para nosotros el brillo que siempre tuvo para los cristianos. Y esto supone un riesgo, y es caminar en la penumbra pensando que estamos caminando a plena luz del día. Juan nos dice en su prólogo solemne que «la Palabra es la luz verdadera que alumbra a todo hombre», pero nosotros no terminamos de creerlo, y preferimos dejarnos alumbrar, también, por otras luces que quizá nos dan más confianza que la de aquel carpintero de la antigua Nazaret a quien decimos seguir.

Y no es de extrañar que esto ocurra, porque lo de Jesús tiene muy poco que ver con la lógica y mucho con la fe. Para seguirle de verdad es necesario creer seriamente en él, pero hoy no está de moda creer; no está de moda fiarse de alguien hasta el punto de que esa fe nos condicione la vida. Pudo estar bien en otro tiempo, cuando la gente no tenía ni nuestra cultura ni nuestro conocimiento, pero a estas alturas de la historia tenemos criterio suficiente para cuestionar, y en su caso rechazar, lo que no vaya con nuestra idiosincrasia o nuestra forma de concebir la vida.

Nos hemos habituado a confiar más en nuestra razón que en nuestra fe, y si lo que dice la Palabra nos parece razonable, lo aceptamos; y si no, no. Si no afecta mucho a los criterios que hoy reinan en el mundo, lo aceptamos; y si no, no… Presumimos de interpretar los textos evangélicos a la luz de la exégesis, pero en muchas ocasiones los interpretamos a la luz de nuestra cultura consumista y “bienestarista” del siglo veintiuno. Esto significa que nos hemos adueñado de la Palabra para que diga lo que nos gustaría que dijese; que hemos puesto a Dios a nuestro servicio para reafirmarnos en nuestra luz… que quizá no sea luz, sino tinieblas.

Pero hay más. Decía Ruiz de Galarreta que es cristiano «quien escucha la palabra y responde a ella», es decir, que no basta con escuchar; que es necesario responder. Y aquí tenemos otra piedra de toque que nos hace dudar de si la luz que ilumina nuestra vida es la luz de Jesús, porque da la impresión de que estamos olvidando el verbo “hacer” —protagonista destacado de todo el evangelio— y lo estamos sustituyendo por el verbo “teorizar”: «Anda, y haz tú lo mismo», le dijo Jesús a aquel fariseo perdido en intelectualismos estériles que pretendía tentarle.

No se trata de pensar bien, o de conocer la exégesis más moderna e independiente, o de elucubrar sobre modelos metafísicos cultísimos, o de descalificar la fe de quienes no piensan como nosotros, o de criticar los errores y pecados de quienes mandan en la Iglesia. No. De lo que se trata, a la luz de la Palabra, es de dar fruto.

Y si no damos fruto; si nuestra vida de cristianos no se diferencia en nada de quienes no han aceptado el compromiso de trabajar (del verbo trabajar) por el Reino… ¿podemos pensar que no caminamos en tinieblas?… ¿Quién nos dice que no nos estamos perdiendo la buena Noticia sin enterarnos de que nos la estamos perdiendo?

¿A qué luz me arrimo para caminar por la vida? ¿De quién me fío? ¿Quién me da más confianza?: ¿Jesús… mi razón… mi psique…?

Miguel Ángel Munárriz Casajús

Comentario – Domingo IV de Cuaresma

(Jn 9, 1-41)

Estamos ante uno de los milagros más llamativos de Jesús porque se trata de la curación de un ciego de nacimiento, alguien que nunca pudo ver la luz y los colores, alguien que ni siquiera sabía qué significa «ver».

A los que preguntaban a qué pecado se debía esa ceguera Jesús les responde que no hay que buscar siempre la causa de un mal en los pecados de la persona; detrás de una enfermedad puede haber también un misterioso plan de Dios que los hombres no alcanzamos a descubrir.

Desde el comienzo del capítulo se indica que este prodigio tiene un valor simbólico, es un signo que quiere mostrar a Jesús como luz del mundo.

Jesús da algo de sí (saliva) y lo une al polvo de nuestra tierra para producir el milagro de la luz; el ciego también pone algo de su parte cuando va a lavarse.

Pero la curación del ciego produce un gran revuelo, como todo lo que Jesús hacía. El nunca deja las cosas igual, siempre quiere trastocar nuestra comodidad y todas nuestras viejas seguridades.

Son particularmente bellas las escenas de intimidad que Jesús tiene con el ciego, y el ciego parece descubrir su dignidad y su lugar en la sociedad (daba lecciones a los fariseos) gracias a este encuentro con el Señor.

Y cuando el ciego insiste en que Jesús le abrió los ojos es fácil descubrir que no se refiere sólo a los ojos del cuerpo, sino a los ojos del corazón. Por eso, mientras el ciego se postra ante Jesús, los verdaderos ciegos son los fariseos, ofuscados por el orgullo y la envidia.

Leyendo este texto, podemos escuchar interiormente la invitación que Jesús nos hace a reconocer nuestras oscuridades, nuestras cegueras, y a invocarlo a él como luz que viene a disipar nuestras sombras: las sombras de la tristeza, del temor, del odio, de la mediocridad.

Oración:

Señor, tu que eres la luz de mi vida, el que puede disipar mis peores oscuridades, toca mi mirada interior y devuélveme la luz. Haz que te vea Señor, y que vea lo que quieres para mí. Ilumina mi camino y sana mis cegueras».

VÍCTOR M. FERNÁNDEZ
El Evangelio de cada día

Homilía – Domingo IV de Cuaresma

Hoy comienza la cuarta semana de Cuaresma y la palabra de Dios nos muestra que se llega a ser cristiano por medio y gracias a una iluminación espiritual como las que experimentó materialmente el ciego de nacimiento, y que esta gracia se recibe por medio del agua que es signo y vehículo del Espíritu Santo.

El Evangelio nos trae el relato de la curación del ciego, en donde se contrapone la historia de un hombre ciego que llega a la luz física y espiritual de la fe, mientras que los que se creían videntes y dueños de la luz, se hundieron en las tinieblas más profundas.

En los fariseos se nota un proceso de enceguecimiento, pues se niegan a aceptarlo a Jesús como enviado, ante la evidencia del milagro, porque esto los desacreditaría ante el pueblo y les haría perder sus privilegios.

Por eso se encierran y se enceguecen.

Jesús pone en evidencia su verdadera ceguera, pues niegan obstinadamente la realidad con tal de no perder sus privilegios. Al no querer reconocer su pecado de insinceridad ante la evidencia, rechazan la luz y se convierten en ciegos para siempre, esclavos de una ley cuyo espíritu desconocen.

Por su parte, el ciego se convierte en un vidente para siempre, pues desde la sinceridad de su corazón acepta la luz de la verdad.

Este es el efecto de la venida de Jesús: quienes lo aceptan ven la luz y se salvan. Quienes rechazan la verdad y se obstinan en la mentira y en el orgullo, se enceguecen y mueren.

El proceso del ciego de nacimiento es una progresiva iluminación que fue recibiendo en lo relativo a la fe: pasó de ser un hombre común a ser un creyente, y en este sentido el signo que hizo Jesús con él de abrirle los ojos, no es más que la exteriorización de un proceso mucho más hondo que se dio en el interior de hombre.

Para nosotros, el bautismo es una iluminación interior con la cual podemos, en nuestra medida, comprender y conocer a Dios y las cosas de Dios.

La fe recibida en el bautismo es luz para conocer lo que no se ve. Por eso, en la Cuaresma, tiempo de conversión, recordamos nuestro bautismo que es donde comenzó nuestra fe.

En este texto del evangelio de San Juan, se señalan los pasos que dio este hombre para creer.

Jesús primero lo cura de su ceguera física, y el ciego comienza a ver otras cosas en su interior.

San Agustín decía que todos somos ciegos desde nuestro nacimiento de Adán, y tenemos necesidad de que Dios nos ilumine.

¿Cuándo comienza su curación interior?

Cuando les revela a los vecinos, que no creían que él era el mismo ciego que pedía limosna, que quien le había curado era ese hombre que se llama Jesús.

Hasta ahí, para el que había sido ciego, Jesús era todavía un hombre, alguien que lo curó, pero un hombre al fin.

La segunda parte de esa iluminación interior la tiene cuando lo llevan ante los fariseos. Delante de ellos, el que había sido ciego, escucha que los fariseos hablan de Jesús como un pecador por haber curado en sábado. Y cuando finalmente le preguntan al hombre quién es Jesús, el responde: es un profeta.

Ya en ese momento, el ciego interior ve un poco más, y percibe en Jesús la fuerza sobrenatural de un profeta.

Después los fariseos llaman a sus padres, que por temor a ser expulsados de la sinagoga, no responden y le dicen que le pregunten a su hijo cómo había sido curado.

Y cuando los fariseos le dicen que Jesús es un pecador, el que había sido ciego, que ya ve más, se atreve inclusive a ser irónico, diciendo que si así fuera, no podría haberlo curado. Y entonces los fariseos lo echan de la sinagoga.

El tercer paso es el encuentro con Jesús, después de haber sido expulsado de la sinagoga a causa de su fe.

Cuando Jesús le pregunta si cree en el Hijo del Hombre, el ciego pregunta ¿quién es?

Y cuando Jesús le responde que es el que está hablando con él, le contestó: Creo Señor, y se postró ante Él.

En este diálogo el hombre llega a la total iluminación de la fe, porque Jesús, después de haberle abierto los ojos exteriores a este hombre se le manifiesta como Mesías y el hombre cree.

Para este hombre, Jesús primero era sólo el hombre que lo había curado, después el profeta, y finalmente, el Hijo del Hombre.

La iluminación de este hombre es progresiva, como progresiva es la iluminación de la humanidad y de cada uno de nosotros en las cosas de la fe. Somos bautizados, allí fuimos iluminados, pero a lo largo de nuestra vida crece la fe, crece la iluminación interior.

Es mejor mostrarnos ciego s delante de Dios para que Él nos ilumine, no sea que nos pase como a los fariseos y que el Señor nos tenga que decir a nosotros también: si fueran ciegos, no tendrían pecados, pero como dicen que ven, su pecado permanece.

En este tiempo de Cuaresma, vamos a pedirle muy especialmente al Señor que vaya iluminando nuestro entendimiento para VER y postrarnos ante Él, reconociéndolo como nuestro Dios y Señor.

Lectio Divina – Domingo IV de Cuaresma

Un ciego encuentra la luz Los ojos se abren conviviendo con Jesús

Invocación al Espíritu Santo:

Oh Dios, que llenaste los corazones de tus fieles con la luz del Espíritu Santo; concédenos que, guiados por el mismo Espíritu, sintamos con rectitud y gocemos siempre de tu consuelo. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

Lectura. Juan capítulo 9, versículos 1 al 41:

Jesús vio al pasar a un ciego de nacimiento, y sus discípulos le preguntaron: “Maestro, ¿quién pecó para que este naciera ciego, él o sus padres?” Jesús respondió: “Ni él pecó, ni tampoco sus padres. Nació así para que en él se manifestaran las obras de Dios. Es necesario que yo haga las obras del que me envió, mientras es de día, porque luego llega la noche y ya nadie puede trabajar. Mientras esté en el mundo, yo soy la luz del mundo”.

Dicho esto, escupió en el suelo, hizo lodo con la saliva, se lo puso en los ojos al ciego y le dijo: “Ve a lavarte en la piscina de Siloé” (que significa ‘Enviado’). Él fue, se lavó y volvió con vista.

Entonces los vecinos y los que lo habían visto antes pidiendo limosna, preguntaban: “¿No es este el que se sentaba a pedir limosna?” Unos decían: “Es el mismo”. Otros: “No es él, sino que se le parece”. Pero él decía: “Yo soy”. Y le preguntaban: “Entonces, ¿cómo se te abrieron los ojos?” Él les respondió: “El hombre que se llama Jesús hizo lodo, me lo puso en los ojos y me dijo: ‘Ve a Siloé y lávate’. Entonces fui, me lavé y comencé a ver”. Le preguntaron: “¿En dónde está él?” Les contestó: “No lo sé”.

Llevaron entonces ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día en que Jesús hizo lodo y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaron cómo había adquirido la vista. Él les contestó:” Me puso lodo en los ojos, me lavé y veo”. Algunos de los fariseos comentaban: “Ese hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado”. Otros replicaban: “¿Cómo puede un pecador hacer semejantes prodigios?” Y había división entre ellos. Entonces volvieron a preguntarle al ciego: “Y tú, ¿qué piensas del que te abrió los ojos?” Él les contestó: “Que es un profeta”.

Pero los judíos no creyeron que aquel hombre, que había sido ciego, hubiera recobrado la vista. Llamaron, pues, a sus padres y les preguntaron: “¿Es este su hijo, del que ustedes dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?” Sus padres contestaron: “Sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego. Cómo es que ahora ve o quién le haya dado la vista, no lo sabemos. Pregúntenselo a él; ya tiene edad suficiente y responderá por sí mismo”. Los padres del que había sido ciego dijeron esto por miedo a los judíos, porque estos ya habían convenido en expulsar de la sinagoga a quien reconociera a Jesús como el Mesías. Por eso sus padres dijeron: ‘Ya tiene edad; pregúntenle a él’.

Llamaron de nuevo al que había sido ciego y le dijeron: “Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es pecador”. Contestó él: “Si es pecador, yo no lo sé; solo sé que yo era ciego y ahora veo”. Le preguntaron otra vez: “¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?” Les contestó: “Ya se lo dije a ustedes y no me han dado crédito. ¿Para qué quieren oírlo otra vez? ¿Acaso también ustedes quieren hacerse discípulos suyos?” Entonces ellos lo llenaron de insultos y le dijeron: “Dis- cípulo de ese lo serás tú. Nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios. Pero ese, no sabemos de dónde viene”.

Replicó aquel hombre: “Es curioso que ustedes no sepan de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero al que lo teme y hace su voluntad, a ese sí lo escucha. Jamás se había oído decir que alguien abriera los ojos a un ciego de nacimiento. Si este no viniera de Dios, no tendría ningún poder”. Le replicaron: “Tú eres puro pecado desde que naciste, ¿cómo pretendes darnos lecciones?” Y lo echaron fuera.

Supo Jesús que lo habían echado fuera, y cuando lo encontró, le dijo: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?” Él contestó: “¿Y quién es, Señor, ¿para que yo crea en él?” Jesús le dijo: “Ya lo has visto; el que está hablando contigo, ese es”. Él dijo: “Creo, Señor”. Y postrándose, lo adoró.

Entonces le dijo Jesús: “Yo he venido a este mundo para que se definan los campos: para que los ciegos vean, y los que ven queden ciegos”. Al oír esto, algunos fariseos que estaban con él le preguntaron: “¿Entonces, también nosotros estamos ciegos?” Jesús les contestó: “Si estuvieran ciegos, no tendrían pecado; pero como dicen que ven, siguen en su pecado”.

Palabra del Señor. Gloria a ti, Señor Jesús.

(Se lee el texto dos o más veces, hasta que se comprenda).

Indicaciones para la lectura:

Meditando la historia de la curación del ciego, es bueno recordar el contexto de las comunidades cristianas en Asia Menor hacia finales del siglo primero, para las cuáles fue escrito el Evangelio de Juan y que se identificaban con el ciego y con su curación. Ellas mismas, a causa de una visión legalista de la ley de Dios, eran ciegas de nacimiento. Pero, como sucedió para el ciego, también ellas consiguieron ver la presencia de Dios en la persona de Jesús de Nazaret y se convirtieron. ¡Fue un proceso doloroso! En la descripción de las etapas y de los conflictos de la curación del ciego, el autor del Cuarto Evangelio evoca el recorrido espiritual de la comunidad, desde la obscuridad hasta la plena luz de la fe iluminada por Cristo

Meditación:

El comienzo del evangelio de hoy toca un tema trascendental para el ser humano. Los apóstoles, curiosos y crueles, pre- guntan a Jesús, al ver a aquel desgraciado al borde del camino: Maestro, ¿quién pecó, este o sus padres, para que naciera ciego?

Toda la revelación enseña que el pecado es la causa principal del sufrimiento. Pero muchas veces, individualmente no hay relación directa y proporcionada entre el pecado y la desgracia. Ni él ni sus padres pecaron responde Jesús a los apóstoles nació así para que se manifieste en él las obras de Dios. Este es el sentido más hermoso de nuestras adversidades: son el signo, una señal de Dios.

Todos nuestros sufrimientos tienen su sentido, pero a veces debemos esperar, con gran paciencia y por mucho tiempo, hasta que se revele su significación. ¡Cuántos años el ciego de nacimiento tenía que esperar! ¡Cuántos años de ceguera absurda, de noche incomprensible, para que pudiera brillar la alegría de este día!

Gracias a la fe, podemos y debemos ver en nuestros sufrimientos, promesas y no mutilaciones. Ante cualquier dolor, hemos de adorar el misterio que Dios propone al hombre. Dios nos pide creer que cualquier sufrimiento puede convertirse en el sufrimiento de Cristo, que es su Pasión que prosigue: Completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo, nos enseña San Pablo. No hay dolor, no hay cruz que no se parezca a la Suya.

El ciego del Evangelio descubre el sentido de su ceguera en el encuentro con Jesucristo. Le regala no solo la vista del cuerpo, sino también la visión del alma: la fe. Primero es invitado a dar testimonio del Señor. A los que le preguntan su opinión sobre Jesús, les responde con mucha convicción: es un profeta. Y al encontrarse de nuevo con Jesús y reconocerlo como su bienhechor, hace profesión de su fe: Creo, Señor. Y se postra ante Él.

Es la curación más profunda. Por cierto, es expulsado de la sinagoga, pero encuentra la fe: es el gran acontecimiento de su vida.

Así se manifiestan las obras de Dios, por medio del actuar de Jesús. Sus milagros son signos que conducen hacia Dios, a los hombres de buena voluntad y de corazón abierto. Pero a los soberbios y autosuficientes los endurecen en su pecado.

Los fariseos ven a Cristo, y sin embargo no lo ven, porque no quieren verlo. Él está dispuesto a darles luz, pero ellos prefieren quedar en las tinieblas. Por eso, las palabras de Jesús suenan como una condena: Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís que veis, vuestro pecado persiste. El pecado de los fariseos consiste en cerrar los ojos a la luz. ¿Qué sentido tiene que a luz de Cristo brille, si se cierran los ojos?

De modo que Dios puede elegir solo a aquellos que están abiertos y atentos para sus obras: los pequeños, los sencillos, los humildes. Por eso eligió a María. Por eso eligió al ciego de nacimiento. Y por eso eligió también a David, el más pequeño de sus hermanos, como escuchamos en la primera lectura de hoy: Porque la mirada de Dios no es como la mirada del hombre: el hombre mira las apariencias, el Señor en cambio, mira el corazón.

Esa visión nueva en la fe ha de reglarnos el Señor: ver cómo ve el mismo Dios, adquirir su punto de vista, su perspectiva divina ¡Señor, abre nuestros ojos miopes y haznos ver con tu mirada las cosas de este mundo y los acontecimientos de nuestra vida!

Oración:

Salmo 117 (116)

¡Aleluya! ¡Alabad a Yahvé, todas las naciones, ensalzadlo, pueblos todos! Pues sólido es su amor hacia nosotros, la lealtad de Yahvé dura para siempre.

Contemplación:

¿Cuántos de nosotros tendremos que ir al oculista para que nos gradúe la vista?

Pasamos de aquellas personas que practican una religiosidad distinta a la nuestra, de las que no tienen trabajo, de las que son de otra escala social, de las que padecen una adicción, que la aparta de familiares y amigos, de los enfermos que necesitan nuestra compañía, acogida y cariño; de los presos que por distintas causas cumplen condena y a los que no vamos a visitar, ni acompañamos a sus familiares en esos momentos, de los jóvenes desorientados…

Ahí está Jesús y nosotros pasamos de largo.

Lo buscamos continuamente, pero ¿Dónde buscamos? Porque Dios Padre están en el perdón, en la acogida, en el amor, en la entrega generosa y sobre todo en amar a los excluidos de la Iglesia y de la sociedad en general.
Graduémonos la vista, volvamos a la claridad y seremos testimonio auténtico del Evangelio.

Oración final:

Señor Jesús, te damos gracia por tu Palabra que nos ha hecho ver mejor la voluntad del Padre. Haz que tu Espíritu ilumine nuestras acciones y nos comunique la fuerza para seguir lo que Tu Palabra nos ha hecho ver. Haz que nosotros como María, tu Madre, podamos no solo escuchar, sino también poner en práctica la Palabra. Tú que vives y reinas con el Padre en la unidad del Espíritu Santo por todos los siglos de los siglos. Amén.

Propósito:

Buscar verdaderamente a nuestro prójimo, para aplicar en él el verdadero Evangelio.

La película del ciego de nacimiento

1- En los fragmentos del evangelio de San Juan que estamos leyendo estos domingos de cuaresma –y tanto el pasado como este—llama la atención primero la completa partición en secuencias del relato, como en el cine. Con la narración de Jesús y la Samaritana nos llegaron muchas cosas, hay mucho diálogo, hay mucha acción. Es, sin duda, auténtico lenguaje cinematográfico, concebido muchos años antes de que se inventara el cine. Pero, ¿y en este episodio que acabamos de estuchar? ¿Qué podemos decir? Sé contemplan varias escenas, varias secuencias: el momento de la curación, los interrogatorios de los fariseos, la intervención de los padres, la respuesta del ciego de nacimiento a los fariseos, su expulsión, el recuentro con Jesús… Es una película completa. Y esta argumentación cinematográfica solo tendría aspecto de forma, sino fuera porque da al relato una impresionante acción que tiene al que escucha pendiente y muy pendiente. Por eso no es tanto cuestión de forma, como de capacidad narrativa y, con la capacidad narrativa del apóstol Juan, aparece toda la acción misericordiosa y salvadora de Jesús de Nazaret. Lo hace hoy en torno a la figura del joven ciego de nacimiento, mendigo al que el Señor le cambio la vida. Eso sirvió para entender y admirar la fuerza de amor y de sanación que surgía de lo más interior de Jesús: de su corazón. La semana pasada, en efecto, le prometía a la Samaritana los manantiales –como si fueran verdaderos torrentes—de agua de eternidad. Ahora es la luz que no cesa. La luz que traspasa el tiempo y el espacio e ilumina un mundo salvado, un mundo redimido, pleno de luminosidad, de paz, de sosiego, de eternidad.

2.- Y si he puesto de manifiesto esa idea de relato cinematográfico no es –tan solo– un golpe de admiración al Séptimo Arte, que se lo tengo y como yo muchos. Es que ese tempo tan especial nos va a dar muchas claves. Y, la más atractiva –además, por supuesto, que la curación propiamente dicha—es la conversión del ciego. Y puede que para el ciego fuera en definitiva “más rentable” de cara a la vida eterna más la conversión que la curación. Él, al principio, da una referencia vaga, pero objetiva de quien le ha curado. No lo conoce. Y explica, pacientemente, en el primer interrogatorio como fue la curación. Pero luego los fariseos –entre los que hay jueces—quieren que acuse al misterioso personaje que le ha devuelto la vista. Y expresa su primera opinión: “Debe de ser profeta”. A lo que los representantes de la religión oficial responden con ira y sin desear saber más. Nadie que cure en sábado puede ser de Dios. Es más importante el sábado que la bondad, que la felicidad de un ser humano, que la atenuación de su enfermedad o la desaparición de su infortunio. Y ante las presiones de los mismos, se torna valiente y les replica con la mayor ironía posible: “es que queréis haceros discípulos de Él”.

3. Tampoco es desdeñable el desarrollo de esta escena. Os la podéis imaginar. Los fariseos, muchos de ellos jueces y escribas irían vestidos con sus ricos ropajes. El ciego era un mendigo. Su atuendo no sería otro con un conjunto de harapos. Lo rodean y lo acosan. Tuvo que imponerle, al principio al ciego, ese grupo que le intimidaba con sus vestidos representativos de la autoridad y de la ciencia. Llamaría la atención ver a ese grupo de personas principales debatir, probablemente a gritos, con un pobre mendigo. Pero el ciego no se amilana porque ha valorado ya con justeza el don de la vista. Y ha sabido que pasar de las tinieblas a la luz, de no ver a ver, es un salto de tal importancia que sólo alguien muy cercano a Dios –o el propio Dios—pueden hacerlo. Y le extraña, obviamente, que los doctores de la ley, los “expertos en Dios”, no sean capaces de comprender esa maravilla, independientemente de que esté hecha en sábado o cuando sea.

4.- No es fácil glosar el Evangelio de Juan que hemos leído hoy en pocas palabras. Está lleno de simbolismos y enseñanzas. Y así, la primera es como Jesús aclara que la enfermedad no es causa del pecado. Ni fueron los padres del ciego de nacimiento los que pecaron. En el episodio de la curación se va a ver la gloria y el poder de Dios. Pero, al mismo tiempo, Jesús de Nazaret dignifica al enfermo. No es reo de un pecado; no es culpa de él; ni de sus padres. La enfermedad es un deterioro físico inevitable para la condición humana. Los judíos atribuían la enfermedad al pecado. En cierta medida esa posición respecto a la enfermedad se parece a la del sábado. El sábado estaba sacralizado por encima de la pura –y lógica—significación de un día destinado a dar culto al Señor. Dios es el Señor del Sábado, no al revés, claro.

La pura cuestión de la divinización del sábado es la que produce la ex comunión del ex ciego. Le expulsan de la sinagoga que es como borrarle de la lista de los ciudadanos. Era un castigo tremendo pues enviaba a la más pura marginalidad a quien lo sufría. Sólo era comparable a la condena de los leprosos. Pero es Jesús, cuando sabe que han expulsado a ciego cuando quiere verle. El diálogo entre los dos es maravilloso. Ponerlo en imágenes es más que emocionante. Cerrar vosotros por un momento los ojos e imaginarlo. Jesús viene a reconfortar al curado. No parece que tenga que ser solamente cuestión de alegría una curación con aquella. Se desata una turbulencia política de primera magnitud, y el ex ciego no puede disfrutar de su alegría. Es Jesús quien da sentido a su vida, además de curarle. Le comunica alegría. Como a nosotros mismos, un día; cuando Jesús nos sacó del pecado repetido, del “defecto habitual” que diría San Ignacio y nos mostró el Camino, la Verdad y la Vida. Nos dio alegría. Nuestra “curación” ya fue lo de menos.

5.- Vamos ascendiendo hacia la Pascua. Jesús, como al ciego del relato de hoy, no nos va a dejar solos. Debemos implorarle a Él, que nos explique lo que está pasando, lo que nos pasa y lo que nos puede pasar. Muchas veces nosotros también podemos experimentar la alegría de la curación porque, incluso, en nuestros ambientes, hay demasiadas preguntas, demasiadas búsquedas de pureza oficial y estructural, cuando lo que hace falta que tengamos limpio el corazón. El pecado no trae enfermedad. Ni es causa de expulsión o segregación. El pecado tiene de malo que nos separa de Dios, pero la “cuenta” exacta y su remisión es aquella que se hace entre Dios y cada uno de nosotros. Como la conversión del joven ciego de nacimiento al final de este magnifico relato que nos ha brindado el evangelista Juan, hoy. Confiemos en Jesús y como nos mostró Juliana de Norwich, santa inglesa de la Edad Media, el mismo Jesús le había dicho: “No temas, que al final todo saldrá bien”.

Ángel Gómez Escorial

¿Será que nosotros no vemos?

El cuarto domingo de la Cuaresma incita a la alegría. Cuando Jesús es, además de agua viva, luz en el sendero, todo está abocado al optimismo, al entusiasmo. En definitiva, la proximidad de la Pascua, nos lleva a contemplar la luz que espera detrás del fracaso aparente de la cruz.

1.- Todos los días, y no hay día que transcurra sin uno de ellos, ocurren pequeños milagros a nuestro alrededor. Alguien, con cierta razón, llegó a decir: “no hay motivos para no creer, todo lo que acontece por insignificante que sea, es inspiración divina”.

¿Que cuesta percibir la intervención de Dios, y su presencia, en todo aquello que hacemos, tocamos o somos? Puede ser. ¿Pero, no será que estamos más ciegos de lo que creemos y, que precisamente por eso, porque no vemos con nitidez, nos cuesta agradecer los dones, los regalos, los grandes o pequeños prodigios que Dios obra en nuestra vida, salud, trabajo, etc.?

2.- Estamos tan metidos en oscuridades y en problemas que, sin quererlo, todo ello se convierte en gigantescas cataratas que nos impiden ver, juzgar y actuar con claridad, a la luz de la fe, en los acontecimientos de nuestra existencia.

*El ciego de nacimiento, cuando vio, confesó públicamente lo que sus padres no se atrevían: el poder y la acción de Jesús. ¡Cómo vamos a confesar nosotros, la luz del Señor, si preferimos marchar por túneles que conducen al desencanto, al desenfreno fruto de nuestra ceguera espiritual!

*El ciego de nacimiento fue valiente. No le tembló el pulso a la hora de indicar la fuente de su luz; el causante de la recuperación de su visión: Jesús de Nazaret. Pero claro, el ciego, recuperó la vista. ¿No será que, nosotros, permanecemos en una constante ceguera o miopía espiritual que nos impide confesar la presencia de Jesús, su fuerza, su mano, su Palabra o su importancia en nuestras vidas?

*El ciego de nacimiento fue agradecido. No sabemos si era pobre o rico, alto o bajo, prudente o primario, abierto o cerrado…..lo que si sabemos es que, Jesús, le proporcionó aquello que más necesitaba: la luz. Nosotros, por el contrario, ¿qué pedimos a Dios? ¿Luz para conocer, o fuegos de artificio para disfrutar? ¿Comprender las cosas tal como son o maquillaje para observarlas según nuestro propio interés? ¿Encontrar a Dios en el día a día de nuestra vida o buscar explicaciones en la ciencia para dejarlo en la orilla?

3.- Demos gracias a Dios, por supuesto, porque nuestros ojos contemplan las grandes o pobres maravillas del mundo. Pero, al hilo del evangelio de hoy, recordemos también que “no hay mayor ciego que aquel que no quiere ver”. Y aquí podemos estar nosotros: Cuando nos empeñamos en no sentir a Dios. Cuando vemos una cruz y no reflexionamos sobre la historia tan humana y tan divina que esconden sus dos maderos. Cuando escuchamos la Palabra de Dios y nos deja indiferentes y ciegos en lo nuestro. Cuando nos preguntan sobre nuestra fe y respondemos “eso es cosa de los curas, de la Iglesia, de los catequistas.”

3.- El mundo cuanto más se aleje de Dios, más se acercará a su autodestrucción. Entre otras cosas porque la visión de Dios aporta las fuerzas y energías necesarias para trabajar a favor de la dignidad integral (no interesada) del ser humano. Y, entre otras cosas, porque un mundo autocomplaciente, egocéntrico y con cataratas espirituales lo único que hace es elegir el camino equivocado que le llevará a constantes y graves tropiezos.

Ser ciegos en el conocimiento de Jesús, de Dios, de su Palabra es una afección mucho más grave que ser ciegos para reconocer los colores.

¿Crees en mí? Nos pregunta Jesús en este domingo de la alegría. ¿Qué le contestamos? Empecemos por decirle: ¡Señor que te vea! ¡Y, luego, daré gracias por conocerte, por verte y por curarme de tantas dolencias que afectan a mi pensamiento, corazón, alma o espíritu!

¡Señor, que te vea! ¡Y, luego, dame la fuerza necesaria para defender tu señorío frente aquellos que dicen que, las cosas en la vida, ocurren por casualidad o por simple azar!

4.- ¿SOY CIEGO, SEÑOR?

Digo creer en Ti, y vivo como si no existieras
Pretendo caminar por tus sendas y no palpo tu presencia
Presumo de conocerte y apenas escucho tu Palabra
Digo que ¡nadie hay como Tú!
y tiemblo cuando las dificultades asoman
¿SERÉ ACASO CIEGO, SEÑOR?

Abro los ojos ante el mundo
y me cuesta decir que Tú lo mueves
Confieso que Tú eres la luz del mundo
y me escondo en oscuridades peligrosas
Rezo mirando al cielo
y a la vez me fío demasiado
de las decisiones del mundo
¿TENDRÉ CEGUERA ESPIRITUAL, SEÑOR?

Soy humano y, muchos días,
me considero exclusivamente divino
Soy pecador y, queriendo o sin querer,
me las doy de justo y honrado
Afirmo conocer todos los secretos
y, a mis ojos, se escapa lo esencial
Conozco la ciencia y la matemática
y no sé cómo encontrarte en mi vida
¿SERÉ CIEGO, SEÑOR?

Porque leo tu Palabra
y, pienso que es para los demás
Escucho tu Palabra
y creo que no va conmigo
Camino, subo y bajo, corro y avanzo
y me tropiezo a cada instante
dándome de bruces
contra mis propias ideas y pensamientos
¡CAMBIÁME, SEÑOR!

Mi naturaleza humana, para reconocerte
La forma de mirar para no perderte de vista
El ritmo en mi caminar para ir a tu lado
El ruido de mi existencia para escuchar tus pisadas
Los nubarrones de mis pensamientos
para que Tú seas la luz de todo mí ser
¿ESTARÉ CIEGO, SEÑOR?

Javier Leoz

Oftalmología espiritual

Los cinco sentidos son necesarios para nuestra vida, pero quizá el de la vista sea el más valorado. La oftalmología es la parte de la medicina que trata de las enfermedades de los ojos y por eso es conveniente acudir a la consulta del oftalmólogo para hacernos una revisión cuando empezamos a notar problemas en los ojos o en la visión. A veces, un tratamiento simple puede solucionar el problema; otras veces quizá se requiera algo más complejo, pero lo importante en cualquier caso es solucionar el problema cuanto antes, porque si dejamos pasar el tiempo sin hacer nada, los problemas pueden agravarse.

En este cuarto domingo de Cuaresma, el Señor nos invita a que acudamos a una consulta de “oftalmología espiritual”, para hacernos una revisión, porque en nuestra sociedad de la imagen, del “postureo”, de los “selfies”… caemos en lo que ha dicho el Señor a Samuel, en la 1ª lectura: No te fijes en su apariencia… Pues el hombre mira a los ojos, mas el Señor mira el corazón. Si tendemos a fijarnos en las apariencias, en la superficialidad de las personas y acontecimientos, y desde ahí tomamos decisiones y emitimos juicios… tenemos un problema en nuestra mirada sobre la vida.

La conversión a la que se nos invita en Cuaresma conlleva también “convertir” nuestra mirada para ajustarla a la mirada de Dios. Por eso, la consulta de “oftalmología espiritual” que el Señor nos propone para revisar nuestra mirada la encontramos en el Evangelio que hemos proclamado, planteándonos las diferentes preguntas que hemos ido escuchando a lo largo del relato.

Los discípulos preguntan a Jesús: Maestro, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego? ¿Soy de los que siempre piensan mal de los demás, o “busco culpables” para todo lo malo que ocurre?

Los vecinos y los que antes solían verlo preguntaban: ¿No es ése el que se sentaba a pedir? ¿Cómo es mi relación con las personas de mi entorno, vecinos, compañeros de trabajo o estudios, los demás miembros de la comunidad parroquial…? ¿Me preocupo y me intereso por ellos, conozco algo de su vida, de sus problemas… o voy a la mía, sin fijarme apenas en ellos y sin que me importen?

Al comprobar el milagro, le preguntaban: ¿Cómo se te han abierto los ojos? ¿Tengo inquietud por conocer más y mejor lo que forma parte de la fe, o no me cuestiono nada y me limito a aceptar lo que me dicen y a cumplir los preceptos de forma acrítica?

Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos? ¿Sabría decir quién es Jesús para mí? ¿Sigo una formación cristiana que me ayude a conocer mejor al Señor? ¿Sé ofrecer razones de mi fe y de mi esperanza?

Contestó él: Sólo sé que yo era ciego y ahora veo. ¿Comparto con otros mi experiencia personal de fe, de un modo sencillo, sin entrar en polémicas y sin intentar convencer?

El ciego les contestó: ¿También vosotros queréis haceros discípulos suyos? Sin ser pesado, pero ¿propongo a otros que conozcan a Jesús? ¿Comparto información de las celebraciones y actividades que se realizan en la parroquia, en la diócesis, en el movimiento o asociación del que formo parte?

Jesús le dijo: ¿Crees tú en el Hijo del hombre? Él dijo: “Creo, Señor”. Y se postró ante Él. ¿Cuido la fe que afirmo tener con la oración y la adoración? ¿Cuándo tengo ese tiempo de encuentro con el Señor?

Jesús les contestó: Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís “vemos”, vuestro pecado permanece. ¿Me creo que “veo” bien y no necesito profundizar más en mi fe, que ya tengo suficiente?

Seguro que, tras la revisión de “oftalmología espiritual”, descubrimos algún problema en nuestra mirada de fe. Y el Señor nos indica el “tratamiento” a seguir, el mismo que al ciego de nacimiento: Ve a lavarte… no a la piscina de Siloé, sino a la “piscina” del confesonario, para lavar nuestra alma mediante el Sacramento de la Reconciliación y empezar a “ver” como Dios ve.

Jesús decía: Soy la luz del mundo. Y san Pablo nos pedía en la 2ª lectura: Vivid como hijos de la luz, pues toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz. Pero difícilmente podremos hacerlo si tenemos problemas en nuestra mirada y no podemos “ver” la luz que es Cristo. Sigamos aprovechando este tiempo de gracia y salvación para lavarnos con el Sacramento de la Reconciliación, para unirnos al Señor en la oración y así aprender a ver con el corazón, como Dios nos ve a nosotros.