Se acercaba ya la celebración anual de la Pascua judía y Jesús, como todos los años (ver Lc 2,41), junto con sus apóstoles y discípulos se dirige a Jerusalén para celebrar allí la fiesta.
Mientras se encuentra de camino el Señor recibe un mensaje apremiante de parte de Marta y María, hermanas de Lázaro: «Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo» (Jn 11,3). Imploraban al Señor que fuera a Betania lo más pronto posible para curar a su hermano, que se encontraba al borde de la muerte. El Señor, en cambio, hace todo lo contrario: espera unos días más aduciendo que la enfermedad de su amigo «no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella» (Jn11,4). Terminada su espera, se dirige finalmente a Betania, donde realiza un milagro que rebasa el límite de todo lo que un profeta habría podido hacer: devolverle la vida a un hombre que yacía ya cuatro días en el sepulcro, cuyo cadáver se encontraba ya en estado de descomposición (ver Jn 11,39-40).
El desconcierto inicial daba lugar a un indescriptible estado de euforia al ver a Lázaro salir vivo de la tumba. Tan impactante y asombroso fue este milagro que muchos «viendo lo que había hecho, creyeron en Él» (Jn 11,45). La espectacular noticia se difundió rápidamente por los alrededores, de modo que muchos acudieron a Betania a ver a Jesús y a Lázaro. ¿No era suficiente ese signo para acreditarlo ante el pueblo, ante los fariseos y sumos sacerdotes como el Mesías esperado? No es difícil imaginar el estado de exaltación en el que se encontrarían los apóstoles y discípulos al ver actuar a su Maestro con tal poder. Probablemente pensaban que al fin se acercaba ya la hora de su gloriosa y poderosa manifestación a Israel, la hora en que liberaría a Israel de la opresión de sus enemigos e instauraría finalmente el Reino de los Cielos en la tierra.
Algunos corrieron a toda prisa a Jerusalén llevando la noticia, comunicándosela a los fariseos, quienes reuniéndose en consejo se preguntaban: «¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchas señales. Si le dejamos que siga así, todos creerán en Él y vendrán los romanos y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra nación» (Jn 11,47-48). Con tal argumento finalmente «decidieron darle muerte» (Jn 11,53).
Y como gran número de judíos al enterarse de lo sucedido acudían a Betania no sólo a ver a Jesús sino también a Lázaro (ver Jn 12,9) los sumos sacerdotes decidieron darle muerte también a él, «porque a causa de él muchos judíos se les iban y creían en Jesús» (Jn 12,11). ¿Cómo podía llegar a tanto la cerrazón, la ambición y la ceguera de aquellos fariseos? Lo cierto es que mientras muchos por la evidencia de los hechos se abrían a la fe, éstos endurecían más y más el corazón.
Hasta entonces el Señor había insistido en que a nadie dijeran que Él era el Mesías (ver Lc 8,56; 9,20-21). Sin embargo, sabiendo que pronto iba a ser “glorificado” (ver Jn 11,4), es decir, que se acercaba ya la hora de su Pasión, Muerte y Resurrección, cambia su actitud. Esta vez, cerca ya de Jerusalén y acompañado por la enfervorizada multitud, da instrucciones a sus discípulos para que le traigan un borrico para realizar, montado en él, el último trecho y la entrada a la Ciudad Santa. Les dice dónde encontrarán al joven animal que aún no había sido montado por nadie, y los discípulos hacen exactamente lo que el Señor les pide (Evangelio antes de iniciar la procesión de ramos).
No era raro que en aquel entonces personas importantes usaran un borrico para transportarse (ver Núm 22,21ss). ¿Y qué importancia tiene el que nadie lo hubiese montado aún? Los antiguos pensaban que un animal ya empleado en usos profanos no era idóneo para usos religiosos (ver Núm19,2; Dt 15,19; 21,3; 1Sam 6,7). Un pollino que no hubiese sido montado anteriormente era, pues, lo indicado para transportar por primera vez a una persona sagrada, al mismo Mesías enviado por Dios.
¿Y qué significado tenía esta entrada a Jerusalén montado en un asnillo? El Señor tiene en mente una antigua profecía: «¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna… Él proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar y desde el Río hasta los confines de la tierra» (Zac 9,9-10). El mensaje que quería dar el Señor era muy claro: Él era el rey de la descendencia de David, el Mesías prometido por Dios para salvar a su pueblo; en Él se cumplía la antigua profecía.
El mensaje lo comprendió perfectamente la enfervorizada multitud de discípulos y los admiradores que lo acompañaban, de modo que mientras que el Señor Jesús avanzaba hacia Jerusalén montado sobre el pollino algunos tendían sus mantos en el suelo como alfombras para que pasase sobre ellos, mientras muchos otros acompañaban la jubilosa procesión agitando alegremente ramos de palma, signo popular de victoria y triunfo. Era la manera popular de proclamar que reconocían en Él al rey-Mesías que traería la victoria a su pueblo.
Mientras tanto, llevados por el entusiasmo y la algarabía, todos gritaban una y otra vez: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!». Los términos empleados son típicos. Al decir el que viene en nombre del Señorhacían referencia al Mesías, y al decir el reino que viene… de David (ver Mc 11,9-10) se referían al reino mesiánico inaugurado por el Mesías, el hijo de David. Más ellos pensaban en un reino mundano, en una victoria política, en un triunfo militar garantizado por una gloriosa intervención divina.
Ciertamente el Señor se aprestaba a manifestar su gloria, se disponía a liberar a su pueblo, pero de otra opresión: la del pecado y de la muerte. La hora de la manifestación de su gloria no sería otra que la de su Pasión y su elevación en la Cruz (Evangelio). Conociendo su doloroso destino, anunciado ya anticipadamente a sus discípulos en repetidas oportunidades (ver Mt 16,21; Lc 9,22), Él no se resiste ni se echa atrás. (1ª. lectura) Confiado en Dios, Él se ofrecerá a sí mismo, soportará el oprobio y la afrenta para nuestra reconciliación. De este modo Dios exaltó y glorificó al Hijo que por amorosa obediencia, siendo de condición divina, se rebajó a sí mismo «hasta la muerte y muerte de Cruz» (2ª. lectura). Ante Él toda rodilla ha de doblarse y toda lengua ha de confesar que Él «es SEÑOR para gloria de Dios Padre».
LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
La liturgia del Domingo de Ramos nos introduce ya en la Semana Santa. Asocia dos momentos radicalmente contrapuestos, separados tan sólo por pocos días de diferencia: la acogida gloriosa de Jesús en Jerusalén y su implacable ajusticiamiento en el Gólgota, el “hosanna” con los saludos desbordantes de júbilo y el “¡crucifícalo!” con los improperios cargados de desprecio.
Acaso nos preguntamos sorprendidos: ¿Qué pasó en tan breve lapso de tiempo? ¿Por qué este cambio radical de actitud? ¿Cómo es posible que los gritos jubilosos de “hosanna” (es decir: “sálvanos”) y “bendito el que viene” con que reconocían y acogían al Mesías-Hijo de David se trocasen tan pronto en insultos, golpes, burlas, interminables latigazos y en un definitivo desprecio y rechazo: “¡A ése no! ¡A Barrabás!… a ése ¡crucifícalo, crucifícalo!”?
Una explicación sin duda es la manipulación a la que es sometida la muchedumbre. Como sucede también en nuestros días, quien carece de sentido crítico tiende a plegarse a la “opinión pública”, a “lo que dicen los demás”, dejándose arrastrar fácilmente en sus opiniones y acciones por lo que “la mayoría” piensa o hace. ¿No hacen lo mismo hoy muchos enemigos de la Iglesia que hallando eco en los poderosos medios de comunicación social presentan “la verdad sobre Jesús” para que muchos hijos de la Iglesia griten nuevamente “crucifíquenlo” y “crucifiquen a Su Iglesia”? En el caso de Jesús, como en muchos otros casos, la “opinión pública” es continuamente manipulada hábilmente por un pequeño grupo de poder que quiere quitar a Cristo de en medio (ver Lc 19,47; Jn 5,18; 7,1; Hech 9,23).
Pero la asombrosa facilidad para cambiar de actitud tan radicalmente con respecto a Jesús no debe hacernos pensar tanto en “los demás”, o señalar a la masa para sentirnos exculpados, sino que debe hacernos reflexionar humildemente en nuestra propia volubilidad e inconsistencia. ¿Cuántas veces arrepentidos, emocionados, tocados profundamente por un encuentro con el Señor, convencidos de que Cristo es la respuesta a todas nuestras búsquedas de felicidad, de que Él es EL SEÑOR, le abrimos las puertas de nuestra mente y de nuestro corazón, lo acogemos con alegría y entusiasmo, con palmas y vítores, pero poco después con nuestras acciones y opciones opuestas a sus enseñanzas lo expulsamos y gritamos “¡crucifícale!”, porque preferimos al “Barrabás” de nuestros propios vicios y pecados?
También yo me dejo manipular fácilmente por las voces seductoras de un mundo que odia a Cristo y busca arrancar toda raíz cristiana de nuestros pueblos y culturas forjados al calor de la fe. También yo me dejo influenciar fácilmente por las voces engañosas de mis propias concupiscencias e inclinaciones al mal. También yo me dejo seducir fácilmente por las voces sutiles y halagadoras del Maligno que con sus astutas ilusiones me promete la felicidad que anhelo vivamente si a cambio le ofrendo mi vida a los dioses del poder, del placer o del tener. Y así, ¡cuántas veces, aunque cristiano de nombre, grito cada vez que dedico hacer el mal que se presenta como “bueno para mí”: “¡A ése NO! ¡A ése CRUCIFÍCALO! ¡A ese sácalo de mi vida! ¡Elijo a Barrabás! ”!
Qué importante es aprender a ser fieles hasta en los más pequeños detalles de nuestra vida, para no crucificar nuevamente a Cristo con nuestras obras! ¡Qué importante es ser fieles, siempre fieles! ¡Qué importante es desenmascarar, resistir y rechazar aquellas voces que sutil y hábilmente quieren ponernos en contra de Jesús, para en cambio construir nuestra fidelidad al Señor día a día con las pequeñas opciones por Él! ¡Qué importante es fortalecer nuestra amistad con Él mediante la oración diaria y perseverante! De lo contrario, en el momento de la prueba o de la tentación, en el momento en que escuchemos las “voces” interiores o exteriores que nos inviten a eliminar al Señor Jesús de nuestras vidas, descubriremos cómo nuestro “hosanna” inicial se convertirá en un traidor “crucifícalo”.
¿Qué elijo yo? ¿Ser fiel al Señor hasta la muerte? ¿O cobarde como tantos, me conformo en señalar siempre como una veleta en la dirección en la que soplan los vientos de un mundo que aborrece a Cristo, que aborrece a su Iglesia y a todos aquéllos que son de Cristo?