Comentario al evangelio – Miércoles X de Tiempo Ordinario

“No he venido a abolir, sino a dar plenitud”, dice Jesús refiriéndose a la Ley y los Profetas, es decir a lo que los judíos de la época conocían y conocen hoy como Tanaj que incluye la Torá, es decir las leyes de Moisés de los cinco primeros libros de la Biblia, el Neviim con los profetas y relatos históricos y el Ketuvim que recoge escritos poéticos y compilaciones de enseñanzas. Prácticamente lo que para los cristianos es el Antiguo Testamento. Algo básico como la ética natural común a la mayoría de las civilizaciones pero también un prolijo y agotador código de mandatos y sanciones referidos a todo: fiestas, ritos, culto, funciones, tiempos, costumbres, en los más pequeños detalles… que nadie podría recordar ni, en realidad, cumplir.

Palabras chocantes en el joven rabí que en otros pasajes se presenta superior al sagrado sábado, libre de normas de purificación y ayuno y enfrentado a fariseos y maestros de la ley. Jesús que toca y se deja tocar por impuros, que rechaza la hipocresía de los “cumplidores” que ven la paja en el ojo ajeno, que reprocha su intolerancia y rigidez.

Y sin embargo, sus palabras son totalmente verdaderas porque es cierto que ha venido y ha dado plenitud a todo lo que fue dicho o escrito por Moisés y los profetas. Porque en cada pasaje de estas Escrituras Sagradas está Él prefigurado: es en quién se cumple la Alianza, el Siervo sufriente, el Ungido, el Cordero inmolado, la Sangre reparadora, el Sacerdocio real. En Jesús lo que era anuncio y esperanza se cumple en plenitud: se cumple hasta la última tilde. Seguirle es cumplir la voluntad del Padre. Querer en todo, en lo grande y también en lo mínimo lo que Dios quiere: el amor de hijos y el amor de hermanos. Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo, en definitiva.

Virginia Fernández