Comentario – Miércoles XI de Tiempo Ordinario

EL ESPÍRITU DE LA DISCRECIÓN

2 Reyes 2 1-14. El maestro y el discípulo están juntos por última vez, con el coro de la «comunidad de los profetas»; hay que tomar aquí en consideración dos acontecimientos asociados en el tiempo: la muerte de Elías y su sucesión. Y decimos bien: la «muerte» de Elías, porque lo que el relato deja entender es que ha sido siempre imposible localizar la tumba del profeta. Esta situación ha frustrado a la piedad popular; por eso los discípulos del profeta han compensado la ausencia de sepultura con el relato de Elías arrebatado al cielo. En cuanto al segundo acontecimiento, se caracteriza por la presentación de Elíseo. 1 Re 19 había contado ya su vocación; el relato actual lo consagra como discípulo. Elíseo recibe una doble parte del espíritu de Elías, es decir, en términos jurídicos, la parte correspondiente al hijo mayor.

La «comunidad de los profetas» remite a una realidad contemporánea de ambos profetas. En aquella época, en efecto, los profetas vivían en comunidades bajo la autoridad de un maestro; ¿fue Elíseo uno de estos maestros? En cuanto a la expresión «Carro y auriga de Israel» aplicada al profeta, designa a éste como salvaguarda del pueblo; recuerda, en efecto, el tiempo en que «Israel, en sus guerras santas, tenía que enfrentarse a los carros de los cananeos y, como Israel no poseía este material de combate, no tenía más recurso que Yahvé» (von Rad).

El salmo 30 es una queja que expresa la confianza del salmista en Yahvé.

Mateo 6, 1-6, 16-18. «Cuando hagas limosna… Y cuando oréis… Cuando ayunéis…»: este es un hermoso paralelismo muy apreciado por los judíos letrados; tres sentencias que ponen en guardia a los cristianos y que también advertían a los judíos piadosos contra el peligro de la ostentación. Ayunar, orar, hacer limosna sólo para ser vistos por los hombres, son defectos característicos de los fariseos; también se les podía ver buscando los primeros lugares en los festines y en las sinagogas.

En numerosas ocasiones, Jesús los califica de «hipócritas«; pero, si los fariseos merecen este reproche, no es sólo porque sus acciones no se corresponden con sus pensamientos, sino también porque desvían estas acciones de su recto camino. En efecto, la limosna, la oración y el ayuno son prácticas religiosas; tienen a Dios por único objeto y son realizadas a la vista de Dios. No tienen necesidad de ser vistas por los hombres, pues en ese caso Dios no encontraría en ellas provecho. Como da a entender la lengua aramea, el hipócrita está muy cerca de límpio. De nuevo es la intención lo que verdaderamente cuenta.

Elías es arrebatado al cielo, y durante mucho tiempo el Pueblo de la Alianza esperará su regreso. Juan Bautista y el propio Jesús correrán el riesgo de ser confundidos con él. Elías continuará siendo siempre el gran profeta, cuya voz alcanza más allá de los siglos. Pues la Palabra de Dios no se da por un tiempo, sino que moldea el mundo y permanece viva en la memoria de la Iglesia. La fe no viene a recogerse ante una tumba, sino en la fuente eterna de una Palabra, un día hecha carne.

Así ocurrió con Moisés, con Elías y con los demás profetas. Así sucede, y mucho más, con Jesús, elevado al cielo ante la mirada de sus discípulos. De Cristo ha recibido también, la Iglesia naciente doble parte del Espíritu. Y es el Espíritu el que nos repite las palabras del Evangelio cuando nuestras miradas querrían huir hacia el cielo, a la búsqueda de Aquel que ha partido. Pero no se ha ido, sino que está entre nosotros cada día con su palabra y con su Espíritu. ¡El cielo no está en otra parte, si- no en el corazón de nuestra fe!

Me gusta esta escena grandiosa del arrebato de Elías. Y, sin embargo, el Evangelio de Jesucristo, ¿no nos llama más bien a la interioridad, al secreto? «¡Cuando vayas a rezar, entra en tu cuarto, cierra la puerta…!» Pero no hay oposición. La majestad de la ascensión sólo puede fundar una Iglesia animada por el Espíritu, y este Espíritu es un soplo profundo que requiere por parte del hombre una vida interior y humilde. A la impetuosidad de Elías debe suceder la paciencia de Jesús para que verdaderamente se cumplan la Escritura, la Ley y los Profetas. Luego de la ascensión de Cristo, los ángeles enviarán a los primeros Apóstoles por los caminos, empezando por Jerusalén. Y ellos irán, empujados por el Espíritu, dejando al fin de buscar la salvación en las nubes. Pero la Iglesia conocerá la tentación de instalarse, de gritar su presencia como se proclama una victoria, de sacar su gloria de sí misma y no de su Señor. Instituirá la limosna pública y velará para que los hombres lo sepan…

«Tú, en cambio, le dijo Jesús, cuando hagas limosna, ¡que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha!». Como Jesús subió al lado del Padre, el lugar de la Iglesia no puede estar más que en el secreto del Padre. Sólo así podrá la Iglesia alcanzar el secreto del mundo y dar a éste lo que más necesita: una nueva esperanza.

Quizá, después de todo, sería necesario que la Iglesia mirase más a menudo hacia lo alto… ¿No es acaso allí donde se esconde nuestra vida, con Cristo, en Dios? Sólo este secreto puede dar a nuestras buenas obras su peso de vida y de triunfo. ¡Un triunfo según Dios, y no según los hombres!

Tú que conoces el secreto de nuestras vidas,
bendito seas, Padre de ternura;
tu eres nuestra recompensa,
y tu amor nos colma.
Haz que nuestra vida permanezca escondida en ti,
con Cristo, tu Hijo amado,

que vive a tu lado

y que permanece siempre con nosotros.

Marcel Bastin
Dios cada día 4 – Tiempo Ordinario