Comentario – Jueves XI de Tiempo Ordinario

ESPÍRITU DE INFANCIA 

Eclesiástico 48, 1-15. El elogio del Sirácida permite medir la fascinación que la figura de Elías ejerció sobre gran número de místicos, tanto judíos como cristianos. El profeta es descrito aquí como un hombre fuera de lo común. Además, el Sirácida desvela la promesa de futuro contenida en su «asunción«: Elías fue «preparado para el final de los tiempos«.

La tradición judía, en efecto, ha conservado la dimensión mesiánica del profeta. Hablando del final de los tiempos y del juicio consiguiente, Malaquías (3,34) había subrayado el papel de Elías en el advenimiento del Reino: el habría de favorecer la conversión de los corazones y congregaría al nuevo pueblo de Dios. Jesús afirmará que este papel fue desempeñado por Juan Bautista.

El salmo 96 es un canto de entronización del arca y anuncia la llegada del Reino que la asunción de Elías permitía prever.

Mateo 6, 7-15. Orar en secreto… No se trata tanto de esconderse de la multitud cuanto de orar en el «secreto de Dios», allí donde el Espíritu nos habita y donde descubrimos nuestras verdaderas necesidades, conocidas por nuestro Padre antes de que nosotros mismos nos hayamos atrevido a formularlas. Orar en secreto, no para poner a prueba la resistencia divina enervándola con oraciones interminables, sino simplemente situándonos en la verdad. Orar a nuestro Padre, el del cielo, el Totalmente-Otro que se ha acercado al hombre.

Alimentado por la esperanza cristiana, el Padre Nuestro es una oración realista. Incluso sus primeras peticiones, por más que se refieran al futuro, brotan de la realidad cotidiana. Por una parte, reconocen que el mundo está roído por el mal; por otra parte, proclaman que el Reino de Dios se ha acercado en la persona de Jesucristo. Anuncian la victoria final, cuando la tierra y el cielo sean una sola cosa, cuando el nombre de Dios sea reconocido por todos. «El Padre Nuestro es la oración de los hombres que saben que la obra de la gracia de Dios, el gran hito histórico, ha comenzado ya» (Jeremías). Sólo por esta razón, el Padre Nuestro es una escuela de oración.

La cuarta petición abre un universo aún más familiar: la subsistencia del hombre, la vida en sociedad, el mal. Se seguirá discutiendo durante mucho tiempo aún si el «pan cotidiano» hace referencia al pan de nuestras mesas o al pan eucarístico, aunque en realidad Jesús los unió ambos. En cuanto a la última petición, es muy radical; no se refiere tanto a las condiciones cotidianas cuanto a la adversidad que hace al hombre pasarse al terreno del Tentador. Finalmente, es notable la insistencia con que Mateo hace depender la concesión del perdón divino de nuestra propia disposición a practicar la misericordia.

La memoria del profeta Elías, presente en muchos lugares de la Biblia, y en todo el judaísmo, se prolonga en la historia cristiana, particularmente en la órbita de la Orden del Carmelo. Los carmelitas, en efecto, se sitúan en la tradición religiosa del Monte Carmelo y de Elías. A decir verdad, veneran más la mística del Carmelo y del Horeb que la figura del profeta ardientemente comprometido en las luchas de su tiempo, el hombre que ha llevado a cabo la experiencia profunda de Dios. Pero ¿no hay que prolongar el elogio de Elías, esbozado por el sabio Ben Sirac, con esta memoria del encuentro del profeta con el Dios vivo, en el desierto y en el Horeb?

La oración y la contemplación, el silencio y el recogimiento son los lugares privilegiados para el conocimiento de Dios. Un conocimiento en el que el ser entero es transformado poco a poco por el Espíritu. Es en este Espíritu en el que la liturgia de estos días nos invita a recitar el Padre Nuestro. Una oración de corazón, en la que las palabras repetidas mil veces se impregnan cada vez más del Espíritu de Dios. Y la repetición misma impide toda palabrería; el hombre que reza así sabe que ya no tiene nada que enseñar a Dios, sino simplemente dejarse tomar por Dios. Las palabras que pronuncia las recibe del propio Verbo hecho carne; son las palabras de Dios a Dios.

El Padre Nuestro es el don del Señor a los hombres para que también los más pobres puedan contemplar el Misterio y conocer a Dios. Al repetir las palabras de la oración, saben que Dios es Padre y que cuida de sus hijos cada día; aprenden a rechazar toda preocupación inútil de pedir lo esencial: ¡Que tu nombre sea santificado! Dejan que Dios los eduque implorando su perdón y comprometiéndose a perdonar. Se atreven a afrontar el desierto de la fe, sabiendo que Dios los librará del Mal.

Sí, tenemos que dar gracias a Dios por esa muchedumbre innumerable de místicos desconocidos, perdidos en la inmensidad del mundo, y que viven en Dios teniendo por único libro el Padre Nuestro. Es de ellos de quienes hablaba Jesús cuando bendecía Padre «que ha revelado su secreto a los humildes y a los pequeños».

El Espíritu que tú, Padre, nos infunde!
no es un espíritu de temor,
sino de confianza y de fuerza.
Animados por él,
incansablemente,
nos atrevemos a nombrarte
y a decirte: Padre Nuestro…

Tú eres nuestro Padre y nosotros somos tus hijos;
¡en el fervor y en el cansancio,
en la luz y en el pecado,
somos tus hijos!
Padre, danos cada día
el pan necesario para ese día:
¡que en la alegría y en la pena,
sigamos siendo tus hijos!

Marcel Bastin
Dios cada día 4 – Tiempo Ordinario