Homilía – Sábado XI de Tiempo Ordinario

Callar al Profeta No Detiene la Palabra

Los hechos de la primera lectura, aunque un poco confusos y distantes, nos prestan un servicio notable: nos dejan ver el rostro de la pertinacia, es decir, la obstinación y rebeldía del hombre que no quiere escuchar la voz de Dios. Ver este rostro, aun desagradable y repugnante como pueda ser, es bueno porque nos ayuda a identificar y evitar las raíces de esos mismos males.

Zacarías habla de parte de Dios y por ello es odiado, porque su voz se ha vuelto indistinguible de la voz del Señor. Es la grandeza inmensa y el inmenso riesgo del profeta: su palabra, una vez atada a Dios, lo ata a él mismo a la acogida o el rechazo que se dé a Dios mismo. En el caso de Zacarías, esto implicó dar su propia vida.

Primero que Dios reine

He aprendido que una buena manera de entender mejor la expresión y mandato que Cristo nos ha dado en el evangelio de hoy es: «busca primero que Dios reine y que su voluntad se cumpla; lo demás vendrá en su momento».

A veces se ha dicho que Dios nos quiere quitar toda angustia y todo afán. Este modo de ver las cosas puede llevar a una idea falsa de paz, como si ser cristiano significara cultiva una especie de ataraxia, de imperturbabilidad que hace que a uno no le importen las cosas, aunque se trate de las más urgentes. Pero tal no fue la idea de Jesús.

El problema al que él apunta, sin duda, es que nuestros afanes por las cosas de cada día nos pueden privar del horizonte para sentir el «afán» profundo por el Reino. Afanados por lo pequeño quedamos distraídos y cansados para preocuparnos y sobre todo para ocuparnos de hacer realidad en nosotros y en torno a nosotros que Dios reine.

Fr. Nelson Medina, OP