Comentario al evangelio – Domingo XII de Tiempo Ordinario

¿Quién es éste?

Queridos hermanos, paz y bien.

Ni a Job le fue bien en la vida, a pesar de ser justo, ni a los Apóstoles en la barca, a pesar de estar con Jesús. También nosotros podemos sentir que nos superan los acontecimientos. Es difícil hacer lo que hay que hacer, lo que sabes que tienes que hacer, cuando alrededor todos te dicen que “no seas tonto”, “son otros tiempos”, “eso era antes”… Es más fácil dejar que otros hablen, fingir que no vemos lo que pasa a nuestro alrededor, no levantar la voz para denunciar lo que en este mundo no va bien.

Pero, si queremos que algo cambie, que nuestra sociedad o nuestra Iglesia sean más parecidas a lo que Jesús quería, más dóciles al Espíritu, necesitamos gente como Job, que fue capaz de mantener su verdad frente a todos, aunque tuviera enfrente a sus tres “amigos”. Hay que ir contracorriente, como hizo el mismo Jesús. Eso es preciso, para lograr una nueva vida, porque “el que es de Cristo, es una criatura nueva”, como nos recuerda san Pablo. Enfocar así las desventuras, sufrimientos y carencias significa “vivir en Cristo” y “ser criaturas nuevas”. Ser “criaturas nuevas” significa no turbarse ante las tribulaciones y sufrimientos, sino andar en plena confianza en Dios.

Sólo Él sabe lo que nos conviene. En la Liturgia de hoy, somos testigos, junto con Job y los Apóstoles, del poder omnipotente de Dios. Job lo comprueba en la visión desde la cual Dios le habla. Al final, le restituye el doble de todo lo que había perdido, en bienes materiales, familiares y de salud. Y los Apóstoles lo ven manifestado, nada menos que en Jesús, el Maestro, con quien viven día a día. Aunque parezca que duerme.

Otra vez la confianza, como en el Evangelio de la semana pasada. Hemos tenido tiempo estos días para pensar si dejamos sembrar en nosotros la Palabra, y si la sembramos con confianza en los ambientes en los que nos movemos. Y con paciencia, porque no debemos desanimarnos al no ver inmediatamente resultados. Hay que saber confiar en el Señor, al tiempo que doy lo mejor de mí para anunciar el Evangelio.

Hace un par de semanas oíamos la historia de Adán y Eva. Por culpa de ellos, podemos decir, se estropeó todo lo que estaba bien. Por su desobediencia perdimos la gracia. Pero Dios no nos abandona. La gracia obtenida por la obediencia de Cristo es muy superior al mal causado por la desobediencia del hombre. Donde abundó el pecado, sobre abundó la gracia. Sin Cristo, todos estaríamos muertos. Con Cristo, Dios nos ha regalado su vida a todos.

No siempre lo entendemos, no siempre lo recordamos, o no siempre nos lo creemos.  Nuestra fe es pobre, débil, como la de los Discípulos. Se adormece. Somos cobardes. En realidad, vivimos a base de contrastes. Valoramos la luz cuando estamos en la oscuridad; la salud, cuando enfermamos; hablamos del calor cuando hemos experimentado el frío… Y se nos olvida que Dios está siempre con nosotros, aunque parezca que duerma, y está al mando del timón. Él guía nuestra barca en medio de tempestades y tormentas, con una presencia escondida y silenciosa. Porque Dios está entre nosotros, en la calma y en la tormenta. Además, quiere que notemos esa presencia, silenciosa, sí, pero eficaz, que nos demos cuenta de que está en la vida de cada uno de nosotros. Porque el Señor no deja de derramar sus gracias. Así nos va llevando de la mano por esta vida, para que podamos llegar a la Vida Eterna.

Eso no evita que haya tormentas. En la vida de los creyentes, y en la vida de la Iglesia. Hoy las notamos especialmente, porque todo se transmite rápidamente, debido al milagro cibernético. Entre escándalos y envejecimiento, por lo menos en Europa, muchos creen que la Iglesia está llamada a hundirse, y que le queda poco a esto de “ser de Misa”. Que lo piensen los ateos, los agnósticos, los “extraños”, puede ser normal. Se creen que la Iglesia tiene sólo las capacidades personales de sus miembros. Se les olvida la dimensión sobrenatural, esa que nosotros deberíamos tener siempre presente.

Si nosotros lo pensamos (que la barca de la Iglesia se hunde), como lo pensaban los Discípulos, puede ser signo de poca fe. Porque la barca de la Iglesia no es nuestra, es de Cristo, y es Él el capitán y el timonel. Con la presencia de Cristo, la Iglesia es insumergible, porque cuenta con el auxilio divino. Si se nos olvida, tenemos poca fe. Ojalá el reproche de Jesús a sus Apóstoles no sea para nosotros. Que en nuestros corazones nos sintamos seguros, porque sabemos que Él es el Hijo de Dios, y que tiene poder sobre las olas y el mar.

Cuesta pasar a la otra orilla. Hay que hacer la maleta, soltar amarras e ir hacia lo desconocido. No es fácil. A cualquier edad, los cambios, si no asustan, desajustan. Jesús estuvo siempre disponible, para hacer lo que más convenía a la voluntad del Padre. Algunos santos, también. Una respuesta a la pregunta de “¿Quién es éste?” puede ser “Éste es el que siempre hacía la voluntad de Dios”. Porque era uno con su Padre, y a través de Él obraba el Espíritu. Incluso en medio de la tormenta, sabía ver la luz, porque Él era la Luz. El Camino, la Verdad y la Vida.

Nosotros somos parte de la tripulación, y nos lleva con brazo firme el mejor capitán y timonel. Es nuestra responsabilidad estar atentos, seguir las indicaciones y cumplirlas con la mejor disposición de ánimo. No dormirnos, para que no nos lleve la corriente. Que la barca llegue a buen puerto depende en parte de ti. ¿Qué vas a hacer para que así sea?

Alejandro Carbajo, cmf