Y a ti, niño, te llamarán Profeta del Altísimo

Juan el Bautista, cuyo nacimiento hoy celebramos, es un ejemplo, entre tantos, de correspondencia a las gracias de Dios, fiel a su vocación: a lo que, incluso antes de nacer, esperaba de él la Trinidad Beatísima. Recordemos, como afirma san Pablo, que Dios nos ha escogido, antes que la constitución del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia.

El designio divino de la Redención del hombre preveía un precursor que anunciase la llegada del Hijo de Dios encarnado. El evangelista San Marcos recoge la profecía: conforme está escrito en Isaías el profeta: «Mira, envío mi mensajero delante de ti, el que ha de preparar tu camino». «Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas».

La aparición de Juan, el «Precursor», era señal inequívoca de la inminente llegada del Mesías. Tenían, en efecto, razón los paisanos de Zacarías e Isabel, padres de Juan: de ese niño cabía esperar algo grande. Y es que nuestro Dios siempre asiste con su Gracia poderosa a sus elegidos, para que puedan cumplir lo que de ellos espera. Su nacimiento había sido anunciado proféticamente desde antiguo y al propio Zacarías, su padre, un ángel le advirtió de su nacimiento. A pesar de su incredulidad, pues no era razonable -pensaba Zacarías- que tuvieran un hijo a edad tan avanzada, será para ti gozo -le dijo el ángel-; y muchos se alegrarán con su nacimiento, porque será grande ante el Señor. No beberá vino ni licor, estará lleno del Espíritu Santo ya desde el vientre de su madre y convertirá a muchos de los hijos de Israel al Señor su Dios; e irá delante de Él con el espíritu y el poder de Elías para convertir los corazones de los padres hacia los hijos, y a los desobedientes a la prudencia de los justos, a fin de preparar al Señor un pueblo perfecto.

No le faltaría a Juan la luz ni la energía necesaria para cumplir su misión. Dios mismo se hacían garante de su capacidad: quedaría lleno del Espíritu Santo desde antes de nacer, lo que lo haría poderoso e infalible como Elías, que -bien lo sabían todos los judíos-, unido Dios, había salido siempre victorioso y de modo espectacular, frente a los poderes que en su tiempo se oponían al único verdadero Dios.

En su Providencia, Dios había cubierto de gracias muy singulares, a quien habría de cumplir una misión única y decisiva en orden a la Redención humana. Incluso su nacimiento fue acompañado de fenómenos del todo extraordinarios. Pero, guardando la debida proporción, así actúa siempre Dios con todos los hombres. Lo que espera de cada uno depende de las circunstancias personales, de la capacidad nuestra, que tenemos, como todo lo demás, recibido de Dios. No es injusto Dios ni arbitrario, y el amor con obras que le debemos debe ser desarrollo en los talentos que nos ha concedido. Esas parábolas del señor de la casa que se marcha y distribuye sus bienes entre unos criados y reclama a su regreso el fruto correspondiente, deben estar habitualmente presentes en nuestra mente.

No se trata, sin embargo, de vivir como atemorizados, con el pensamiento de que nos pedirán cuentas y que hay que exigirse, no nos vayan a castigar. Nos pedirán cuentas, por supuesto. Pero no es Dios, Nuestro Padre, una autoridad amenazante, como si sólo le importara el resultado fáctico de nuestra conducta. Imaginémonos, más bien, a un Padre que, con toda ilusión, concede a su hijo lo necesario para el trabajo que le encomienda. El padre espera ponerse contento viendo el progreso del hijo; que logra las metas que se propone y se propone lo que es su verdadero bien, lo que el padre le ha sugerido, de acuerdo con su capacidad, pensando sólo en su bien y conociendo sus gustos, sus aficiones, su carácter y lo que en definitiva le producirá más alegría.

Contemplando a Juan el Bautista, resalta de inmediato la idea de vocación: la llamada de Dios a cada persona, que cada uno debemos responder. No ha surgido entre el los nacidos de mujer nadie mayor que Juan el Bautista, declaró Jesús. Son las palabras que, aparte de poder resaltar las cualidades objetivas concedidas al «Precursor», ponen de manifiesto sin duda, su libre y fiel correspondencia al designio divino. No parece que Jesús pudiera alabar, y menos de modo tan solemne, a quien únicamente hubiera recibido muchos talentos, sin mérito de su parte -fue lleno del Espíritu Santo en el vientre de su madre-, a menos que hubiera respondido a ellos libre generosamente. ¿Cómo podemos leer hoy la buena noticia del nacimiento de Juan? Os invito a examinar las diversas reacciones que este hecho produce en los distintos personajes:

Los vecinos y parientes de Isabel, al conocer la noticia, la felicitaban.

Los que asisten a la circuncisión, al enterarse de que se va a llamar Juan, se quedaron extrañados.

Zacarías, vencida su mudez, empezó a hablar bendiciendo a Dios. Los vecinos quedaron sobrecogidos.

Felicidad, extrañeza, bendición, sobrecogimiento. He aquí cuatro actitudes que siempre están ligadas a la acción sorprendente de Dios. Si observamos bien, descubrimos una mezcla de alegría y de temor, de exultación y de asombro. Juan provoca anticipadamente las mismas reacciones que provocará Jesús. Pero, por encima de todo, la mano de Dios estaba con él. Esta convicción es la que nos permite también a nosotros afrontar los riesgos de toda vida sin abandonarnos al pesimismo. Siempre, y en toda circunstancia, la mano de Dios está con nosotros.

Encomendemos nuestros buenos deseos de correspondencia a lo que el Señor nos pide en nuestra vida y cada mañana y cada tarde, a la Madre de Dios, Madre nuestra. Responder a la vocación es entrega, servicio, docilidad y, como es respuesta a Dios, grandeza, plenitud de vida. Así, María es la esclava del Señor y la Reina del mundo

María Dilma