Comentario – Viernes VIII de Tiempo Ordinario

MÁS ALLÁ DE LA LEY: EL AMOR

1 Pedro 4, 7-13. El Reino está presente en Jesucristo, en quien se ha manifestado la gracia. En las comunidades, los «eslabones» de esa gracia multiforme son ahora los cristianos. Bien sean que enseñen o que aseguren el servicio a los necesitados, han de hacerlo como testigos del favor divino. Sobre todo, deben acogerse mutuamente con diligencia, pues, si aman a sus hermanos, es seguro que gozarán de la divina misericordia.

Como la espera de la Parusía sembraba la confusión entre algunos, Pedro les predica la calma, favorecedora de la oración, consejo tanto más atinado cuanto que los cristianos no eran bien acogidos ni entre los judíos ni entre los paganos. No deben extrañarse de esto; al contrario, deben alegrarse, ya que el Señor declaró dichosos a los perseguidos por su causa.

El salmo 95 se presenta como un himno. «Decida los pueblos: el Señor es el Rey». Los versículos aquí seleccionados contienen elementos propios de las teofanías: el conjunto de la creación se alegra con la llegada del Creador.

Marcos 11, 11-26. «Se plantarán sus pies aquel día en el monte de los Olivos, que está enfrente de Jerusalén, al oriente» (Za 14, 4). «Alégrate, hija de Sión; canta, hija de Jerusalén; mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso, modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica» (Za 9, 9). «No habrá más comerciantes en la Casa de Yahvé Sebaot el día aquel» (Za 14, 21).

Dejémonos guiar por las palabras del profeta, no sólo porque inspiraron a Marcos, sino porque Jesús realiza gestos simbólicos al estilo de los profetas. La enseñanza es clara: Jesús viene para un juicio; va a abrogar las instituciones religiosas de Israel. El día de la fiesta de los Tabernáculos

entra en Jerusalén como rey y lo mira todo con mirada de juez.
Ya los profetas se habían alzado contra el tranquilizador culto del templo, que con tanta facilidad eximía a los «buenos observantes» de interrogarse acerca de la profundidad de su vida (ver Jr 7, 1-15). En realidad, Israel había olvidado que Yahvé prefería la misericordia al sacrificio; había convertido en cueva de bandidos una casa de oración destinada a todos los pueblos. Era como una higuera que no da fruto.
Cuando maldecía el árbol muerto y echaba del templo a los vendedores, Jesús estaba echando abajo las barreras que impedían a los gentiles entrar en el recinto sagrado. Desde entonces, toda la tierra está consagrada a Dios; en adelante, ni en Jerusalén ni en el monte Garizzim tributarán ya los hombres culto a Dios, sino que se ofrecerán a sí mismos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios.

Se compraba a Dios. Se le imponía la ley de los hombres: toma y daca. Puesto que se le ofrecían sacrificios, bien podía mostrarse benevolente: conceder el cielo en atención a los méritos adquiridos, para eso se hacían sacrificios. El templo era una casa de oración. En él se elevaba la imploración del pueblo, se desgranaba la letanía de las miserias humanas y se enunciaba la desmedida esperanza en un renacimiento. Pero había sido convertido en una cueva de bandidos. Se pretendía tener derechos sobre Dios. Se abrumaba al pueblo con la carga insoportable de la Ley y se mantenía apartados del santuario a los gentiles y a quienes no gozaban de consideración. ¿Había motivos, entonces, para extrañarse de que Dios hubiera dejado el templo y el Espíritu no hablara ya en él?

Se presenta Jesús en el templo y vuelca las mesas de cambistas y vendedores de palomas. Dios vuelve a tomar posesión de su casa. Pero el templo no es ya un templo hecho por hombres, sino el cuerpo del Predilecto. Tampoco es una casa cerrada, sino un hombre que recorre la tierra para anunciar una noticia liberadora. Ni es una plaza donde se compran los favores divinos, sino un sembrador que lanza a todos los vientos una palabra de gracia que no puede por menos de fructificar.

Se había comprado a Dios, y la fe había degenerado en chalaneo. El árbol no daba más que hojas, la savia era incapaz de producir algo nuevo. Ninguna sorpresa en los intercambios comercializados, nada que admirar en las relaciones estereotipadas. El árbol estéril no tenía otro remedio que secarse de raíz; pero Jesús traía la libertad del Espíritu, y su palabra hacía arder la casa de piedra. «Todos los que estáis hambrientos, venid, comed sin pagar nada». Dios lo da todo graciosamente. Y el árbol muerto iba a dar un fruto que no tendría parangón; el leño seco de la cruz iba a reverdecer para dar los frutos del Espíritu.

En lo sucesivo, se construirá el templo con piedras vivas. Nadie podrá ya vender o comprar a Dios, pues todos serán administradores de la obra del Espíritu. El signo de Dios no puede ser un templo que algunos conviertan en su propia casa, excluyendo de él a los demás y arrojándolos a los atrios exteriores. La casa de Dios es una morada espaciosa en la que todos son hermanos, miembros los unos de los otros, unidos en la misma pobreza, y todos ellos ricos con la misma gracia, pues la palabra de Dios produce fruto para la vida eterna. Y, si llega el tiempo de la prueba, el invierno no podrá matar la semilla; si el hielo es demasiado duro, Dios volverá a sembrar, y el árbol volverá a producir fruto.

Señor y Dios nuestro,

echa abajo nuestras seguridades
y denuncia nuestros chalaneos.
Reitéranos la gracia de tu amor.
Sé paciente con nosotros
y no cortes aún nuestros estériles árboles,
sino danos tu Espíritu

y acabaremos dando realmente fruto:
será una gracia más de tu misericordia.

Convócanos por la palabra de tu Hijo.
Mantennos fuera de nosotros mismos, Señor,
libres de nuestros temores y torpezas.
Devuélvenos a la libertad de nuestros sueños
y al hechizo de tu luz.

Que tu misericordia sea nuestra fuerza,
y tu gracia nuestra salvación.
Entonces quedaremos deslumbrados
ante lo que tu Espíritu puede hacer en nosotros.
Entonces seremos hombres nuevos,
discípulos de tu Hijo
e hijos de tu ternura.

 Marcel Bastin
Dios cada día 3 – Tiempo Ordinario