Comentario al evangelio – Lunes X de Tiempo Ordinario

El Catecismo de la Iglesia Católica describe a las bienaventuranzas como el centro de la predicación de Jesús. Ellas -dice el catecismo- responden al deseo natural de felicidad: “Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza”. Bien, lo hemos oído tantas veces que nos resulta “natural” la aceptación y el asentimiento sin más. A lo mejor deberíamos recuperar el asombro ante lo inaudito de la propuesta y lo poco aceptable de la suposición de que llorar, ser pobre, pasar hambre, aguantar persecuciones, no responder a la violencia, etc. son caminos para la felicidad y la alegría. De hecho, aunque en teoría mostremos acuerdo y conformidad, en la práctica estamos muy lejos de tomar en serio estas extrañas propuestas.

Dios nos llama a su propia bienaventuranza… Me parece que Jesucristo, cuando pronunció estas palabras que Mateo pone al comienzo del llamado Sermón de la Montaña, estaba describiéndose a sí mismo. En efecto Él es el pobre, el manso, el que llora, el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el limpio de corazón, el que trabaja por la paz, el perseguido por causa de la justicia… ¡Y el más alegre y feliz de los hombres! El que hace nuevas todas las cosas, el que promete al buen ladrón la entrada en el paraíso, aquel en cuyas llagas hemos sido curados… el vencedor de la muerte y el mal.

En las letanías del rosario llamamos a María causa de nuestra alegría. Ciertamente con su “hágase en mí” nos ha dado a Cristo, nuestra alegría. Y al final de la misa, en ocasiones, a la bendición final se une este buen deseo: “Que la alegría del Señor sea nuestra fuerza”. Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Una felicidad sobrenatural que cumple lo que promete: nos da la fuerza para soportar el sufrimiento que conlleva siempre la existencia humana. Para la vida eterna, pero también para el aquí y ahora.

Virginia Fernández