Homilía – Martes XI de Tiempo Ordinario

Dios Ve la Culpa y Ve el Arrepentimiento

Hay ocasiones en que queremos un Dios que no vea nuestras faltas, como cuando Adán trataba de esconderse de Dios en el paraíso. Otras veces queremos que no deje de ver las faltas, porque son la de otras personas. Ayer escuchábamos del horrendo crimen de Ajab, que se apoderó vil y cobardemente de la viña del inocente Nabot, y ante esa injusticia queremos un Dios que vea y que intervenga. Pero, ¿quién nos entiende? ¿No es verdad que sentimos algo de disgusto cuando Dios luego resulta tan capaz de ver que ve también el arrepentimiento de Ajab y promete no castigarlo por lo menos en vida?

La enseñanza, pues, de la primera lectura es sencilla, aunque a veces desconcierte nuestras expectativas: Dios ve, Dios conoce. Ve la culpa y ve el arrepentimiento. Sabe de nuestras fallas pero también de lo fácil que es que fallemos; conoce nuestras culpas y nuestra fragilidad. Ve las intenciones torcidas que tratamos de esconderle pero también ese fondo de bondad que persiste en nosotros incluso cuando ya ni creemos que pueda existir.

Elías fue la voz de Dios para Ajab. Su ministerio fue verdaderamente el de un profeta. Si recordamos la historia de Elías, sabemos cuánto odio y cuánta injusticia acumuló el rey Ajab cuando Elías, fundamentalmente porque Elías le denunciaba su idolatría y haber torcido la fe del pueblo. Y sin embargo, Elías va más allá de su miedo en plantarse frente a Ajab para denunciarle su crimen; y luego el mismo Elías va más allá de sus propios malos recuerdos y es capaz de tener palabras de indulgencia y comprensión con quien lo ha maltratado tanto. Así son los profetas. Los verdaderos profetas.

Un Evangelio Difícil

A veces se presenta el Evangelio del amor en agudo contraste con el Dios de la justicia, que sería el del Antiguo Testamento. Es una simplificación demasiado grande. A ella se suele añadir esta idea: la ley de Moisés, resumida finalmente en los Mandamientos, termina acusándonos porque exige demasiado en su meticulosidad; por el contrario, la ley nueva, la del Evangelio, no pide «detalles» sino sólo «actitudes generales.» En un cierto momento esta línea de pensamiento, que ha servido de base a bastante de la teología moral reciente, llega a la conclusión de que es casi imposible que alguien se condene, porque, en primer lugar, Dios es amorosísimo, y en segundo lugar, es difícil que alguien falle en tener algo de bueno. Al fin y al cabo, «en el fondo» todos somos buenos.

Esta postura tiene algo muy valioso, que es subrayar, la primacía del amor. Se equivoca, sin embargo, en la vaguedad con que presenta el hecho de amar, y también se equivoca al pensar o hacernos pensar que el amor es siempre una experiencia deliciosa, como si amar fuera siempre un poco estar enamorado.

El evangelio de hoy nos baja de esa nube. He aquí a Cristo pidiendo que amemos a los enemigos. Para quien haya tenido un enemigo de verdad, de esos que se gozan si tú caes y se entristecen si las cosas te salen bien, las palabras de Cristo son casi un imposible. ¿Habrá alguien para quien sea deleitable amar a quien muestra semejantes actitudes, no generales, sino muy particulares? Y por cierto, ¿no es eso más exigente que toda la ley de Moisés junta?

Y sin embargo, Cristo lo mandó y, que se sepa, nunca se desdijo. De lo cual aprendemos que amar es otra cosa, es algo que envuelve experiencias muy dulces pero que no se reduce a la dulzura. Pasa por el misterio de la Cruz y trasciende las fronteras de nuestros límites naturales, si queremos usar esa expresión. Quiero decir: hay un momento en que amar no es espontáneo, no es «natural.» Tampoco es «antinatural;» sencillamente es «sobrenatural»: es algo que supera nuestra naturaleza, elevándola como sólo Dios sabe y puede hacerlo a través del don de su Espíritu.

Fr. Nelson Medina, OP