Comentario – Martes XII de Tiempo Ordinario

BASTA CON UN PEQUEÑO RESTO

2 Reyes 19, 9b-ll.14-21.31-35a 36. Después del reino de Israel, le tocó el turno al de Judá. En esta ocasión el cronista proporciona más detalles. En realidad, el reino del sur se había sentido amenazado desde las primeras manifestaciones de la política anexionista de Asiría, y la caída de Samaría, en el 721, había supuesto un duro golpe para la moral de la población de Jerusalén. Por otra parte, las cosas no iban del todo bien en Nínive, la capital asiría; la solidez del trono se había visto perturbada durante un tiempo por sucesivas querellas sucesorias, lo cual favoreció la eclosión de esperanzas, tanto entre los exiliados como en los países vasallos de Asiría. Por ello el rey de Jerusalén, Ezequías, intentó, aunque en vano, rebelarse contra Senaquerib, el cual, deseoso de encontrar una ruta libre hacia Egipto, envió dos embajadores a Jerusalén, con un doble encargo: amenazar al rey judío y levantar a la población contra él.

El relato narra la oración desesperada que el rey Ezequías elevó a Yahvé antes de llamar a su lado a Isaías. La posición del profeta era delicada. Por una parte, él había denunciado siempre a la diplomacia real, y sobre todo la alianza con Egipto; por otra, consideraba que la expedición punitiva de Senaquerib era un castigo merecido por los pecados de Israel. Por eso se contentó con repetir al rey lo que había anunciado siempre: que, a pesar de los malos tiempos, Dios no abandonaría a su pueblo, y de Jerusalén habría de salir un «resto«.

Mientras que serias amenazas pesan sobre Jerusalén, el salmo 47, que es un cántico de Sión, recuerda la protección que Yahvé ha dispensado siempre a la ciudad santa.

Mateo 7, 6.12-14. Como quiera que el fragmento sobre la oración de petición (vv. 7-11) se ha leído en el jueves de la primera semana de Cuaresma, el leccionario relaciona los vv. 12-14 con el v. 6. Evidentemente, esto es ignorar la gran ley de las inclusiones que, en la literatura antigua, delimitan conjuntos coherentes. La inclusión del v. 12 (la ley de los Profetas) hay que relacionarla con 5, 17; circunscribe el tema central del discurso, el de la «justicia nueva», opuesta a la de los escribas y los fariseos. Por esto, los vv. 13-14 pertenecen ya a las perícopas de conclusión.

Hay que proceder por orden. El v. 6 invita al discernimiento: hay que respetar el ritmo de cada persona, es decir, aceptar la aparente lentitud con que llega a veces la gracia. Si los «perros» designan a los paganos, y las «perlas» al evangelio o incluso a la misma Eucaristía (Didajé 9, 5; 10,6), hay que comprender que las «cosas santas» no deben ser dadas a los que no saben captar su sentido. ¡Qué lección para la pastoral de los sacramentos cuando, en nuestros días, hay tantos bautizados que son tan malos creyentes!

La «regla de oro» (v. 12) era ya conocida por el judaísmo, que la relataba en forma negativa. El Targum la relacionaba con el mandato del amor al prójimo, mientras que el rabí Hilel pretendía que esta regla resumía toda la Ley. Jesús renueva esta regla de la acción moral: para El es poco evitar simplemente lo que causa daño a otro; hay que tomar la iniciativa del bien.

«Porque de Jerusalén saldrá un resto». La palabra del profeta es un acto de fe en el futuro; pero, aunque predice a corto plazo una estruendosa derrota del rey enemigo, nada será podrá, finalmente, impedir la ruina de Jerusalén. Sólo un resto sobrevivirá.

La Iglesia, hoy más que nunca, es ese resto. Pasado ya el tiempo en que la religión edificaba ciudades y los cristianos dominaban desde lo alto de sus fortalezas, ahora no somos en el mundo más que un resto, un pequeño resto. Pero no ese resto que queda después de la derrota, hasta que se extingan los últimos supervivientes, sino un «resto» en el sentido bíblico, un brote, una simiente arrojada en tierra nueva. Hemos comprendido, a lo largo de muchas pruebas, que el camino de la vida es estrecho y que hay que buscar para encontrarlo. Jerusalén no es ya la capital de la fuerza cristiana, como tampoco lo es Roma ni cualquier otro lugar… Nuestra ciudad santa está en todas partes, allí donde hay hombres que vi- ven en la fe humildemente, como se vive una esperanza.

Hubo un tiempo en que llevábamos nuestras riquezas con ostentación, como las matronas demasiado ricas lucen sus joyas. Y, sin preocuparnos siquiera por ello, resulta que hemos dejado que nuestro tesoro se devaluara. Confundiendo con demasiada frecuencia las perlas finas con la bisutería, hemos permitido que el mundo pisoteara nuestra fe al mismo tiempo que nuestras maneras trasnochadas. Y el edificio se ha resquebrajado… ¿O no se habrá incluso derrumbado? Somos un pequeño resto, sin más tesoro que nuestra esperanza.

Este tesoro basta. El Evangelio no promete la conquista del mundo; desconfía de las avenidas demasiado amplias, por las que el hombre cree poder alcanzar la salvación sin renunciar a sí mismo. La puerta del Reino es estrecha. Cuando Jesús entró en Jerusalén, la multitud se apiñaba, creyendo que habían vuelto los hermosos días del triunfo. Pero nuestro Salvador no hizo más que atravesar la ciudad por el escarpado camino de la cruz. Abandonado, desvalido, franqueó la estrecha puerta del Gólgota, y allí, pobre resto, conoció la prueba de la vida.

¿Podría la Iglesia vivir de otra manera que su maestro?

Impídenos, Señor,
dilapidar el tesoro que nos has confiado;
aparta de nosotros la tentación

de acumular riquezas demasiado fáciles.
Condúcenos por el camino de la vida;
que no tengamos otra fuerza
que la esperanza en tu Palabra,
Oh Dios que permaneces con nosotros
cuando no nos queda más tesoro que tú.

Marcel Bastin
Dios cada día 4 – Tiempo Ordinario