La «Nueva Evangelización» y la parroquia

por Alphonse Borras, Vicario General de la Diócesis de Lieja (Bélgica) 

Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin” (Benedicto XVI, Porta fidei, nº 15a). 

A lo largo de toda la historia de la Iglesia y especialmente en los períodos más convulsionados que ha conocido, la parroquia ha dado muestras siempre de una gran capacidad de adaptación. La institución parroquial no ha dejado de evolucionar desde hace quince siglos asumiendo una variedad de figuras que, en cada período convulsivo de la historia, le han permitido, como el ave fénix, renacer de sus cenizas. Desde hace sesenta años, en el ámbito francófono, ha sido objeto de crónicas de muerte(s) anunciada(s) que han sido rápidamente desmentidas por los hechos. La parroquia sigue ahí, criticada ciertamente, cuestionada y puesta en cuestión,  precisamente porque su existencia y su misión son en sí problemáticas en un mundo en que la fe cristiana  ya no es “el presupuesto obvio de la vida común” (1), de la sociedad civil y, a fortiori, de los Estados.

En estos últimos años, el progreso de la técnica, la mundialización económica y cultural, la evolución antropológica, agitan por completo las aguas del mundo eclesial, tanto de las Iglesias particulares y sus diferentes componentes como las de la Iglesia universal, y especialmente de la Sede apostólica de Roma (2). El mundo sigue cambiando e inevitablemente esto afecta a la parroquia.

Crisis de la parroquia y crisis de transmisión 

Mi convicción es la siguiente: la “crisis” de la parroquia es un epifenómeno de la crisis de transmisión inherente a la postmodernidad. En la parroquia es donde más se tocan precisamente casi con el dedo las convulsiones que atraviesan el catolicismo en Occidente y más allá. En este sentido, lo que está en juego en la “crisis” de la parroquia es, por una parte, la imagen que se tiene de la presencia de la Iglesia en nuestros países y, por otra, la imagen que se tiene de su relación con la sociedad y con la cultura ambiental.

La parroquia, es verdad, no es toda la vida de la Iglesia, pero es ella la que, en gran parte, traduce la visibilidad del anuncio del Evangelio y de la construcción de la Iglesia en este lugar. No es ella la única realidad“ eclesial de una diócesis: hay muchas otras, como todo tipo de  asociaciones (espirituales, educativas, caritativas, etc.), instituciones seculares católicas (colegios, hospitales, etc.), institutos de vida consagrada (religiosos y seculares, en toda la rica diversidad de sus carismas), los santuarios y lugares de peregrinación, sin olvidar los medios de comunicación católicos y la presencia católica en los medios de titularidad pública, etc.

A todas las comunidades eclesiales les concierne el tema de la evangelización, pero a cada  una en función de su especificidad  institucional. Lo que importa es comprender la originalidad institucional de la parroquia pues es en cuanto tal -como parroquia- como contribuye a la misión de la Iglesia y no como asociación de fieles o como institución secular. Lejos de mí, por tanto, hacer de la parroquia una institución totalizadora, un absoluto… Sin embargo tiene ella un lugar privilegiado en la vida de la Iglesia y es evangelizadora, precisamente, en cuanto tal “parroquia”.

Quiero partir, ante todo, de una constatación fácilmente verificable en pastoral: la parroquia concierne a un amplio abanico de personas que la frecuentan por motivos muy diversos.  Por ellas se hace presente la Iglesia en la sociedad y son estas personas las que la insertan en el tejido social y cultural del entorno.

Los católicos en su diversidad 

Las personas que, a través de la parroquia, se relacionan de uno u otro modo con la Iglesia o incluso las que se implican en ella, lo hacen por diferentes motivos que determinan su  identificación con la Iglesia católica o, por lo  menos, su relación con ella. En un estudio reciente sobre la práctica dominical en Francia (3), que tiene en cuenta una encuesta llevada a cabo en este país en 2006 acerca de la identidad católica, a la pregunta de “cuál es la principal razón por la que usted se identifica como católico”, el 56% de los encuestados justificaba su pertenencia por haber nacido en una familia católica, el 21 % “porque tenían fe”, el 14 % en función de los valores a los que se sentían vinculados y, finalmente, el 9 % por su vinculación con la cultura y la historia del país. A partir de mi percepción de la realidad belga, yo diría, de manera muy intuitiva, que estos porcentajes podrían aplicarse a los católicos de este país anteponiendo sin embargo la referencia a los valores a  la adhesión de fe y teniendo en cuenta la marginación creciente de la Iglesia católica en Bélgica (4).

En cualquier caso, me quedo con estas cuatro razones principales -la familia, la fe, los valores y la cultura- que probablemente se encuentran por todas partes en Europa aunque seguramente en proporciones sensiblemente diferentes. Mi conclusión, en todo caso, es que la “fe” no es la única razón exclusiva de referencia a la Iglesia y que tampoco ella es el único factor en la creación de una identidad.

Lo cual me lleva a decir que la Iglesia católica es un cuerpo confuso -un corpus permixtum diría san Agustín- cuyas señales precursoras vemos ya en el Nuevo Testamento, especialmente en los Evangelios en los que se relacionan con Jesús de Nazaret un conjunto muy diverso y diversificado de personas, como la muchedumbre, la gente anónima que entra en contacto con Jesús, sus discípulos, los Doce o los Apóstoles y los más cercanos como Pedro, Santiago y Juan. Desde la predicación de Jesús de Nazaret testimoniada en los relatos evangélicos y en las comunidades del siglo 1º, hay un amplio abanico de personas tocadas por la personalidad del Nazareno, seducidas por lo que dice o lo que hace, movidas por un ansia de vivir, interpeladas por el Evangelio o afectadas muy personalmente por un encuentro con Jesús hasta el punto de creer en él.

Dicho de otro modo, ni entonces ni ahora hay una adhesión de fe personal a Cristo que califique de una manera exclusiva la relación de los seres humanos con Jesús de Nazaret, con el Dios  invocado por él, con el “Reino” que anuncia e inaugura, o con los valores y actitudes que de ello se derivan. Podemos también constatar en el proceso de nuestra propia vida que, según las etapas o circunstancias particulares de nuestra existencia, las razones por las que se define nuestra identidad católica son diferentes.

La parroquia está compuesta de una diversidad de personas que se cruzan, se relacionan y caminan juntos -sólo unos pasos o un largo camino- porque se sienten o creen sentirse concernidos por el “hecho cristiano”. Los pastores y sobre todo los catequistas saben que están allí, en nombre de la comunidad parroquial, para acoger a las personas tal como son, acompañarlas en su camino y descubrir con ellas el tesoro de la fe. Este pueblo abigarrado, con la gente tal como es -la variedad de vocaciones, de carismas, de sensibilidades, de motivaciones, en definitiva, de caminos- es quien da testimonio de esta experiencia fundadora del encuentro con el Dios de Jesucristo. Este es el objeto de la evangelización.

¿Un nuevo aliento misionero en la parroquia? 

La Iglesia católica está invitada a vivir hoy una “nueva” evangelización, que consiste en un nuevo aliento misionero. Se trata de relanzar la actividad evangelizadora de la Iglesia no sólo en la misión lejana, ad gentes, sino en los países de vieja tradición cristiana. La “nueva” evangelización no se reduce a una cuestión técnica, a un determinado procedimiento misionero o un modelo de acción pastoral. Si fuese una simple cuestión de técnica misionera o pastoral, las generaciones anteriores, que no eran menos inteligentes que nosotros, nos habrían ya legado el “truco” para transmitir hoy la fe. La “nueva” evangelización no consiste pura y simplemente en “nuevos” métodos o “nuevas” formas de expresión que permitan transmitir el Evangelio a nuestros contemporáneos.

El objetivo de la evangelización, es decir, de este dinamismo inherente a la comunidad eclesial, es “transmitir la fe”. Pero la transmisión es tanto la modalidad como la finalidad de la evangelización ya que evangelizando es como la Iglesia transmite la fe. Así pues, esta transmisión  no significa en primer lugar un “mensaje”, no consiste ante todo en un contenido doctrinal; la transmisión concierne a una experiencia, la del encuentro con Jesucristo. Desde su primera encíclica, Benedicto XVI ha afirmado alto y fuerte el carácter fundante de esta experiencia: “«No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.

[…] Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4,10), ahora el amor ya no es sólo un “mandamiento”, sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro” (Deus Caritas est, nº 1, citado por el IL nº 18). En este sentido, se puede describir la transmisión de la fe como la creación, en todo lugar y tiempo, de las condiciones para que se dé este encuentro entre los seres humanos y Jesucristo. El Instrumentum Laboris subrayaba ya que todas las comunidades eclesiales debían encontrar los medios y la energía para enraizarse en la presencia del Resucitado y dejarse guiar por su Espíritu:  gustando el don de la comunión con el Padre, por Cristo y en el Espíritu, es como pueden ofrecer esta experiencia como el “don valioso que ellas poseen” (IL nº 46). Se trata, pues, de ver cómo la parroquia puede ofrecer las condiciones de esta experiencia.

La capilaridad de la realidad parroquial  

El Instrumentum Laboris definía a la parroquia “la puerta más capilar de ingreso en la fe cristiana y en la experiencia eclesial” (IL nº 81). La metáfora de la puerta es sugerente: connota accesibilidad.

Por otra parte, la capilaridad indica una ramificación ampliamente difusa y tan fina que no siempre es perceptible. ¿No es éste el caso de la institución parroquial? La parroquia se inserta en un lugar, toma cuerpo en un tejido social, el de su entorno humano, y, al mismo tiempo, forma parte de una amplia red extendida por el espacio eclesial de una diócesis.

Me gusta describir la parroquia en estos términos: en continuidad con la Iglesia urbana y episcopal de los cuatro primeros siglos, la parroquia es “en este lugar la Iglesia para todo y para todos” (5). La parroquia es “para todo”: ofrece lo esencial o al menos lo mínimo necesario para “hacerse cristiano” y para “hacer Iglesia” en este lugar. Estoy pensando aquí en el testimonio del Evangelio que está llamada a dar, en el anuncio de la fe en todas sus formas, desde la catequesis hasta la exhortación espiritual, pasando por el sermón y la homilía, la liturgia y los sacramentos, etc. La parroquia, es cierto, no puede ofrecer toda la riqueza del Evangelio. Pero, por otra parte, en la comunión –es decir, en las relaciones al tiempo que en la complementariedad, la comunicación y la solidaridad- es como todas las comunidades eclesiales (diócesis, parroquias, movimientos, etc.) manifiestan y viven la riqueza del Evangelio. La parroquia no lo ofrece todo, sino “lo esencial” -lo que es indispensable-, sabiendo que otras comunidades ofrecen también algo para poder acoger el Evangelio y vivirlo puesto que ella no es la única realidad eclesial en una diócesis.

La parroquia se caracteriza por su relación al territorio, entendido no sólo en su sentido geográfico, sino también como  terruño, en un sentido socio-cultural. En efecto, su relación a un lugar es la que inserta a la institución parroquial en el tejido social y la hace cercana a los hombres y mujeres. Es, por antonomasia, una institución de cercanía: se hace cercana a su entorno humano para darle a conocer el Evangelio anunciado, celebrado y vivido. Esta cercanía pertenece ciertamente al ministerio del párroco y de los demás ministros, sobre todo de los catequistas.

Les viene igualmente, en toda su diversidad, a los feligreses, que dan testimonio en este lugar de cómo Dios quiere hacerse cercano a sus convecinos. En la exhortación apostólica post-sinodal Christifideles laici, Juan Pablo II escribía: “Si la parroquia es la Iglesia que se encuentra entre las casas de los hombres, ella vive y obra entonces profundamente injertada en la sociedad humana e íntimamente solidaria con sus aspiraciones y dramas” (nº 27e). La erección de una parroquia por el obispo diocesano manifiesta la voluntad de este último y, mediante él, de la Iglesia local, de hacerse pastoralmente cargo (lat. cura animarum) de las personas comprendidas objetivamente en este territorio (como criterio de pertenencia, pro regula, cf.  c. 518). Desde el punto de vista de las personas en este lugar, éstas encuentran así en la parroquia lo que tienen derecho a esperar de la Iglesia, lo esencial para “hacerse cristiano” y “caminar con otros” desde el nacimiento a la fe que es el bautismo hasta la entrada en la vida mediante los funerales (6).

La parroquia, el privilegio de los pobres

Es importante medir bien el alcance de la pertenencia objetiva en virtud de la erección canónica: más allá de su utilidad administrativa, es la expresión institucional de que la Iglesia garantiza a todos y a cada uno en este lugar que son de la parroquia, que forman parte de ella, dicho de otro modo, que, en la parroquia, están “en su casa”. Expresa de alguna manera “que se ha sido elegido”: como la diócesis -y la Iglesia urbana de los cuatro primeros siglos- la parroquia expresa institucionalmente la prioridad de una opción de Dios por medio de su Iglesia de hacer(se) presente en este lugar.

La institución parroquial dice algo de la encarnación aquí y ahora: Dios ha decidido encontrarse con nosotros. El principio de territorialidad sugiere la universalidad de la salvación, pero también la catolicidad de la Iglesia: todos y cada uno -en su diversidad- tienen sitio en la comunidad cristiana. A este propósito, François Moog ha comprendido perfectamente lo que está en juego en el principio de territorialidad de la parroquia (y a fortiori de las diócesis…): “nadie está excluido de la Iglesia e incluso el más pobre y más aislado pertenece a una comunidad cristiana por el solo hecho de encontrarse en un determinado lugar” (7).

La parroquia es “para todos”: existe  para “el recién llegado” -para “cualquiera”, diría Christoph Theobald8- interesado, impresionado o fascinado, cualquiera que sea su nivel, por el Evangelio. Anclada en el tejido social por la capacidad de los feligreses de “localizarla”, de hacer emerger lo que puede y debe ofrecer en este lugar, la parroquia se propone como un espacio de hospitalidad compartida por hombres y mujeres que pueden reconocerse como hijos e hijas de Dios. La vida parroquial alcanza, en efecto, a un amplio abanico de personas, practicantes habituales o temporales, y hasta laicos comprometidos, en toda la diversidad de sus situaciones. Hay, ciertamente, feligreses “visibles”, pero también todos los demás. Estoy pensando en los invisibles, socialmente hablando, los excluidos de todo género, los dados por perdidos.

Estoy pensando en las personas que están solas, aisladas, hasta las marginadas por un fracaso profesional,  afectivo, conyugal o familiar, en las que lo superan y deciden volverse a casar. Pienso sobre todo en los están ahí porque no tienen la posibilidad ni los medios para mudarse: personas ancianas, enfermas o aisladas, en precariedad social, etc.

Teniendo en cuenta a toda esta “gente”, no es exagerado decir que la parroquia es “el privilegio de los pobres” porque es ciertamente su vocación -lo mismo que la de la Iglesia en su conjunto- de ser “para todos”, sin previa condición de adherirse a una carta o a un programa sino simplemente por el hecho de haber sido afectado por poco que sea por la riqueza del Evangelio. En lo que toca a su finalidad institucional de ser para “cualquiera”, ¿en qué condiciones puede la parroquia ofrecer el “don valioso que ella pose” (cf. IL nº 46)?

Testimoniar la gracia de un renacimiento

La adhesión a la fe se realiza, evidentemente, por la acción de la gracia en el corazón de la persona, iluminando su inteligencia e inspirando su voluntad. La fe es un don de Dios, nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica (CIC nº 153, cf. nº 153-164), que se apresura a citar al Vaticano II: “Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con los auxilios interiores del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad” “ (DV 5). La fe es un acto personal del ser humano que, con su libertad trabajada por la gracia, responde a la iniciativa de Dios que se revela.

Este acto se realiza, sin embargo, en el interior de la fe que la Iglesia anuncia, celebra y testimonia. La Iglesia nos engendra y nos educa en la fe que recibimos a través de ella por medio de la Palabra, los sacramentos y el testimonio de los fieles. El Catecismo tiene esta bella cita de Fausto de Riez: “Creemos en la Iglesia como la madre de nuestro nuevo nacimiento, y no en la Iglesia como si ella fuese el autor de nuestra salvación” (De Spirito Sancto, 1,2; citado por el CEC nº 169). La Iglesia Mater et Magistra es el lugar de nuestro nuevo nacimiento: en este tiempo de grandes convulsiones, ¿se verifica esta afirmación teórica en la realidad de nuestras parroquias? A decir verdad, la parroquia sólo puede ofrecer el don precioso de la fe si lo vive ella misma…

La primera condición para tener experiencia de Cristo es evidente: es necesario que la parroquia sea verdaderamente “Iglesia”, asamblea de creyentes, llamados y enviados a participar de la comunión de vida con el Padre, en Cristo cuyo cuerpo eclesial es en este lugar, y por el Espíritu santo que lo edifica con sus dones. Esta primera condición requiere de los feligreses que sean “fieles”empeñados en dejarse regenerar por el Espíritu de Cristo. De esta manera se hacen discípulos e incluso testigos de su Evangelio. ¡Ahora más que nunca necesitamos “parroquias confesantes”! La Iglesia es, ciertamente, un cuerpo confuso y las motivaciones de los feligreses son muy diferentes, pero la fe es verdaderamente la que más o menos -y según los momentos de la vida en sus diferentes grados- mantiene la adhesión de un cierto número de ellos y da unidad a su testimonio.

¿Deberíamos hablar de un “núcleo confesante de la parroquia”? La expresión es muy peligrosa pues insinúa que este núcleo es identificable, lo cual sería profundamente de lamentar pues crearía así una barrera entre los “creyentes” y los “otros”, réplica de aquella otra barrera entre los “judeo-cristianos” y los “pagano- cristianos” de las primeras generaciones de la Iglesia. La parroquia es confesante porque tiene una intención confesante, es lo que fieles, pastores y otros ministros se proponen vivir explícita, resueltamente y con audacia…

Todo esto exige meterse en una lógica proyectiva con un (nuevo) aliento evangelizador.  Y aquí podemos medir la dificultad inherente a la institución parroquial: dado que ella es “para todo”, prodigando lo esencial para llegar a ser cristiano, se sitúa forzosamente como un servicio que procura bienes espirituales o sacramentales. Desde el punto de vista de las personas que acuden a ella para pedírselo, se la percibe como un servicio “al público”, en una relación de oferta y demanda. La relación es asimétrica.

Nos encontramos, así, en una lógica de taquilla, ¡y no ya de proyecto! La parroquia, sin embargo, no puede quedarse en esta única perspectiva de servicio público de la religión. Debe responder a las demandas religiosas y esforzarse por cristianizarlas.  Pero no es suficiente montar una buena pastoral con la gente. Esta gente no son por ello menos hermanos y hermanas con quienes compartir el tesoro del Evangelio. Esta gente puede, al nivel que sea, compartir no sólo lo que han comprendido sino lo que viven. De esta manera, en el encuentro recíproco, se tejen los lazos con los que la comunidad va tomando cuerpo.

Caminar confiadamente con el otro

La Iglesia, según esto, sólo se concibe como camino. Y sólo haciendo camino con los convecinos pueden los feligreses darle cuerpo, aquí y ahora, pues la Iglesia sólo emerge en este proceso relacional.

Hoy como ayer, la Iglesia está presente allí donde hay bautizados que la hacen emerger en este lugar. La parroquia está allí donde hay feligreses que -desde la diversidad de sus caminos y la variedad de sus motivaciones- tejen un vivir en común digno del Reino. No contribuyen ya a formar una civilización o una cultura cristiana, pero siguen participando en la humanización del mundo. Liberados de la obsesión por su propia supervivencia (9), los feligreses deben proseguir esta obra hoy más que ayer, en un mundo desencantado. Tienen que vivir la solidaridad con sus contemporáneos de tal manera que pueda dar lugar a una confianza suficiente “para arriesgar la vida”. ¿No es esta fe fundamental la que a veces parece faltar?

En esta relación en el  hacer camino, los feligreses dan testimonio de que todo ser humano es amado por Dios. La acogida es un momento esencial en el que se expresa un verdadero interés por el otro tal como es, en gratuidad, con el deseo de recibir de él algo de su experiencia. Si este encuentro se da sin segundas intenciones, el otro podrá ser verdaderamente alcanzado en sus interrogantes, sus alegrías y sus esperanzas, sus tristezas y sus desilusiones, como aquella tarde en la que Jesús hizo arder el corazón de sus discípulos (Lc 24,15-35).

Con esta actitud de caminar, discreta y pacientemente, los feligreses podrán hacerse compañeros de camino de sus hermanos y hermanas en humanidad.

Y este compañerismo es el que hará que la presencia de la Iglesia se inserte en el tejido social. Caminar confiadamente con sus convecinos abriéndoles el tesoro de las Escrituras, al hilo de las vicisitudes de la vida, puede engendrarles a su propia humanidad haciéndoles descubrir precisamente ahí, llegado el caso, un Dios que no ha dejado nunca de creer en ellos. Acaso no se hagan discípulos, pero, gracias a la confianza que se les ha mostrado, comprenderán la responsabilidad que a su vez les incumbe de engendrar a otras personas a la libertad10.  Desde este momento los feligreses estarán participando en la humanización del mundo. Si, en cambio, eligen hacerse discípulos gracias a los relatos evangélicos y a determinadas personas que los viven, harán entonces una experiencia fascinante del Dios de Jesucristo que les agarra personalmente y les conduce a transformar desde dentro a la misma  humanidad (11). Como Iglesia -cuerpo eclesial que emerge en este lugar- anticipan lo que se ha prometido a este mundo, la reconciliación de la humanidad, la llegada “de “un cielo nuevo y una nueva tierra” (Ap 21,1).

Realmente es este pueblo confuso de feligreses en camino y con diferentes motivaciones -fieles, discípulos o testigos- el que hace presente a la Iglesia en su propio entorno y la inserta en el tejido social y en la cultura ambiente. En esta emergencia de la Iglesia en este lugar es donde se juega el desafío de la transmisión de lo que, en definitiva, es del orden de la experiencia de la fe compartida con otros.

La vida parroquial, a estos efectos, no está desprovista de posibilidades de acogida y de emprender y hacer el camino: con los padres con ocasión de la catequesis de sus hijos, en la preparación de los novios para el matrimonio, en la acogida a quienes solicitan el bautismo, en los servicios de ayuda mutua y de solidaridad de Caritas, en el acompañamiento espiritual o la escucha de las personas, en el despacho parroquial, en el sacramento de la reconciliación, etc., sin olvidar la asamblea dominical en torno a la doble mesa de la Palabra y del Pan, a condición de que todas estas actividades parroquiales eviten la rutina y la repetición y carezcan de toda veleidad de conquista y proselitismo.

Nuestros convecinos, alcanzados así en el camino de Emaús, pueden hablar y debatir, ver cómo se les abren las Escrituras, rezagarse cuando llega la noche y, si el corazón se lo dice, partir el pan y compartirlo. Tal vez un día también ellos irán a contar a otros lo que les pasó en el camino (12).

Alphonse Borras, Universidad católica de Lovaina (UCL)

1.- La expresión es de Benedicto XVI en su Carta apostólica en forma de Motu propio, Porta fidei, nº 2

2.- Cf. EL SÍNODO DE OBISPOS. XIII ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA, La nueva evangelización para la trasmisión de la fe, Instrumentum laboris [=IL], nº 6

3.- Cf. F. WERNERT, Le dimanche en déroute. Les pratiques dominicales dans le catholicisme français au début du 3e millénaire, París, Médiaspaul, 2010, págs. 34-35, refiriéndose a la encuesta CSA de 2006 “Les catholiques en France qui sont-ils?”

4.- En el marco de la encuesta EVS “sobre los valores Europeos”, de 2009 (publicada en 2012) los profesores Liliane Voyé y Karel Dobbelaere hablan de “deculturación” para designar la marginación de la Iglesia católica en Bélgica. Cf. L. VOYÉ y K. DOBBELAERE, “ Une déculturation annoncée. De la marginalisation de l’Église catholique en Belgique”, Revue théologique de Louvain 43 (2012), págs. 3-26.

5.- Este es mi credo de la parroquia. Y lo expreso con tanta más fuerza cuanto mayor es el peligro, en Roma y fuera de Roma, de seguir escuchando el canto de las sirenas. El dicasterio para la nueva evangelización ¿no está prestando una atención exagerada a algunas realidades eclesiales, ciertamente legítimas y respetables, como los “movimientos eclesiales”? Estas asociaciones, lo mismo que otras en el pasado, enriquecen considerablemente la vida eclesial y contribuyen, según sus propios carismas, al anuncio del Evangelio, sobre todo por el celo testimonial de sus miembros. Pero, vista su naturaleza asociativa, se dirigen a personas que han decidido unírseles para perseguir las finalidades propias de estos movimientos. El “recién llegado , el  “cualquiera que sea ”, no forma parte de estas asociaciones. Esto cae por su propio peso dada la singularidad de su misión y la particularidad de su reclutamiento.

6.- En concepto de ello, la parroquia es un servicio, pero no se reduce a este aspecto, so pena de negar su naturaleza eclesial, su vida comunitaria, la promesa de fraternidad que anticipa y realiza. Cf. G. ROUTHIER, “La parroisse: ses figures, ses modèles et ses représentations”, en G. ROUTHIER y A. BORRAS,  Paroisses et ministère. Métamorphoses du paysage paroissial et avenir de la mission, Paris-Montréal, Médiaspaul, 2001, págs. 229-238; L. VILLEMIN, “Service public de religion et Communeaté. Deux modèles d’écclesialité pour la paroisse”, La Maison-Dieu 229 (2002/1), págs. 59-79.

7.- F. MOOG, “La conversion missionnaire des communautés paroissiales. Un défi pour la nouvelle évangélisation”, Lumen Vitae 67 (2012), págs. 203.219, aquí pág. 206.

8.- Entre las condiciones del logro de una transmisión de la fe, Christoph Theobald cita, en primer lugar, un verdadero interés por “el recién llegado”. Cf. CH. THEOBALD, “La foi au Christ: transmettre l’intransmissible?”, DC 103 (2006), pág. 129, y más recientemente, Présences d’Évangile II. Lire l’Évangile de Luc et les Actes des Apôtres en Creuse et ailleurs, Paris, Éd. de l’Atelier, 2011, especialmente págs. 195, 201 y 212.

9.- La dinámica de la esperanza para el mundo -la salvación operante en nuestra humanidad- incita a lacomunidad eclesial “a no hacer ya de su supervivencia el principal valor de su compromiso” (CH. THEOBALD, “C’est aujourd’hui le “moment favorable”. Pour un diagnostic théologique du temps présent”, en PH. BACQ y CH. THEOBALD (dir.), Une nouvelle chance pour l’Évangile. Vers une pastorale d’engendrement, Bruxelles-Paris-Montréal, Lumen Vitae – Éd. de l’Atelier – Novalis, coll. “Théologies pratiques”, 2004, págs. 47-72  aquí pág. 51).

10.- Cf. CH. THEOBALD, art. cit., pág. 69

11.- Pablo VI, Encíclica Evangelii Nuntiandi, nº 18.

12.- Para este final me he inspirado en las palabras de Mons. Jean-Luc Hudsyn, obispo auxiliar del Braban valón (archidiócesis de Malines-Bruselas), publicadas en Pastoralia nº 8 (octubre 2011), pág. 244.