Comentario – Sábado IV de Pascua

IMITACIÓN

Hechos 13,44-52. Momento dramático: Pablo acaba de dirigir a los judíos una palabra de salvación. Ha anunciado que la resurrección de Cristo abría un futuro a todo hombre creyente; ha recordado la antigua promesa de Yahvé a Abrahán: «En ti serán bendecidas todas las razas de la tierra». Es la ruptura: una parte de los oyentes no puede entender ese lenguaje, y se desata la indignación.

Con toda solemnidad y con la libertad del Espíritu, Pablo declara entonces: «Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la Palabra de Dios; pero, ya que la rechazáis y vosotros mismos no os juzgáis dignos de la vida eterna, mirad que nos volvemos a los gentiles». La decisión está cargada de sentido. Por una parte, revela un fracaso provisional de la Palabra entre el pueblo de la Promesa; pero, por otra parte, confirma que los paganos pueden aspirar legítimamente, junto con el Israel fiel, a la herencia de la vida eterna. El amor de Dios no conoce fronteras.

El salmo 97 canta la alegría de los discípulos, que no conoce eclipse a pesar de las dificultades de la misión. Es un himno a la universalidad de la salvación.

Juan 14,7-14. «Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo podemos conocer el camino?» (14,5). ¡Verdaderamente, Tomás, eres de la misma raza que Nicodemo, que Felipe e incluso que la samaritana! La ingenua pregunta que tú haces es en realidad nuestra pregunta. ¿Cómo saber el camino? ¿Cómo saber a dónde va Jesús?

Jesús va a fundar su Iglesia. Su muerte ya ha sido decidida, y él debe llegar hasta el final. Entonces estallará el amor del Padre; entonces se verá que Dios ha dado a su Hijo para la salvación del mundo.

Pero la obra de Cristo no se acaba con él. Los discípulos realizan las mismas obras que él realizó, y aún mayores. Cristo muere, y los testigos se levantan. Habitados por el Espíritu, proclaman la resurrección y confirman que el amor es más fuerte que la muerte.

«Tanto tiempo hace que estoy con vosotros ¿y aún no me conocéis?». Se llamaba «Emmanuel» (Dios con nosotros). Es el Hijo del Dios que se llama «Amor». Existía desde el principio como Palabra que engendra los mundos. Pero el mundo enfermó de no saber amar, y Emmanuel tuvo que conocer la carne del mundo, hasta el extremo de dar su vida para que renaciera el amor. Y vivió el amor de los mil rostros de principio a fin.

Y nos enseñó la ternura, lenguaje oculto del verdadero amor. Con él, todas las cosas se hacían nuevas y, sobre todo, el amor no acababa nunca de expresar su inalterable novedad. Sus últimas palabras tienen el peso de un testamento único: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros». ¡Con una sola frase nos confía la historia y el futuro del mundo!

«Tanto tiempo hace que estoy con vosotros ¿y aún no me conocéis?». Dios no tiene otro rostro que el amor, y el único camino que conduce a la tierra de Dios es un corazón que se arriesga a amar.

«Creed al menos por mis obras». El amor no tiene más demostración que su propia existencia. El rostro sólo se descubre cuando se acarician sus rasgos. La ley de la resurrección no consiste sino en imitar los rasgos del Viviente. Y entonces, en el día del encuentro, será él quien te diga: «¡Hace tanto tiempo que estaba contigo…!».

 

Dios santo, nadie te ha visto jamás,
sino tu Hijo amado,
Palabra encerrada en nuestra carne
que desvela tu proyecto a los pequeños
y les da a conocer tu nombre.

Invocando ese nombre, te pedimos
que nos glorifiques en él,
pues él dio su vida por nosotros.

Consuma, Señor, lo que has comenzado en nosotros:
¡revélanos al Padre!

Haz que, siguiéndote y escuchando tu palabra,
accedamos al conocimiento
del amor eterno,

donde vives resucitado, con el Espíritu Santo,
por los siglos de los siglos.

Marcel Bastin
Dios cada día 1 – Cuaresma y Pascua