Y purificados recibamos al Espíritu

1.- Nos hemos reunido para festejar y recordar un acontecimiento fundamental para la historia de la Iglesia. Pentecostés, con la llegada del Espíritu Santo, es la puesta en marcha de la Iglesia, el inicio de la andadura activa y pujante del rebaño fundado por Cristo. Se iba a cumplir el efecto de la promesa de Jesús, antes de marcharse: “El Espíritu os lo enseñará todo”. Y hasta entonces, incluso, después de la Ascensión del Señor, los Apóstoles parecían dentro de una tierra de nadie, diríamos que sin saber que hacer. No olvidemos que unos momentos antes de subir al cielo esos seguidores cercanos –y verdaderas columnas donde se elevaría el edificio fuerte y seguro de la futura Iglesia—todavía preguntan al Señor si ese es el momento para restablecer el reino temporal mesiánico en Israel, cuando se tendrían que cumplir las valoraciones de poder y fuerza que la religión judía daba al Mesías. Jesús les responde con un planteamiento de altura, con un poner por delante al Padre, pero, en realidad, habría que pensar que dijo eso por no achacarles, en tan importante momento, el agravio de que no habían entendido nada de nada, a pesar de los tres años de vida pública y de los cincuenta días de presencia extraordinaria, con su cuerpo glorificado que le hacía no estar sujeto a las leyes terrenas del tiempo y del espacio. 

2.- Pero, unos días después, la entrada en sus vidas y en sus almas, del Espíritu Santo les convierte en auténticos gigantes de la fe. Con unas capacidades de trabajo y predicación tales que les lleva a conseguir unos fines grandísimos. Los convertidos se cuentan por auténticas multitudes. Una primera reflexión sería que nosotros mismos, sin la presencia en nuestra alma y en nuestro corazón del Espíritu Santo no llegaríamos a nada. Y, tal vez, también que nuestras dudas, tibiezas, traiciones cotidianas no deben ser como una única causa de nuestra debilidad humana, si no de la no presencia en nuestro interior del Espíritu Santo. Pero, asimismo, ese Espíritu del Señor no entra en nosotros porque no se lo permitimos. Y, entonces, hay que pensar que, sobre todo, los últimos días de Jesús, el Resucitado, en la tierra, producen un ejercicio de purificación en esos buenos y débiles amigos del maestro. El mismo Pedro enmienda su deserción del Viernes Santo, gracias a un diálogo muy certero con Jesús. Esa idea de la preparación para poder recibir con fruto al Espíritu debería darnos pistas para nuestra propia disponibilidad ante la cercanía del Paráclito. Volveré a referirme a ello al final del presente comentario

3.- Y decir que liturgia de esta fiesta de Pentecostés es riquísima y muy bella. Anoche –como en la Pascua—se celebró una vigilia de extraordinaria belleza que, como sabemos, tiene menos presencia que la Vigilia Pascual pero que tendríamos que pensar en darle fuerza y popularidad. Nosotros en Betania, año tras año, elegimos y ponemos las lecturas de la Misa del Día por ser la conmemoración más habitual. Las lecturas más usadas son idénticas para los tres ciclos –A, B y C—pero existe la posibilidad de utilizar otras según consigna el mismo misal. Decir, asimismo, que se aplican las generales mayormente. Destacar la Secuencia ese himno al Espíritu Santo de una belleza tan singular que se convierte en un pilar gigante de nuestra fe. Sería muy conveniente que la secuencia de esta Misa de Pentecostés fuera más habitual en otras devociones y conmemoraciones litúrgicas. Pero no suele ser así.

4.- De ahí surge la idea de que el Santo Espíritu es el gran desconocido de nuestra fe, cuando, sin embargo, es quien lo enseña todo. Realmente es un poco misterioso que nuestro inspirador principal que no ejerza su misión consigo mismo. Es decir, si la fuerza del Espíritu es la que nos mueve a la fe compartida y a la extensión impetuosa de la Buena Nueva, ¿por qué limita su propio conocimiento? Con argumentos humanos diríamos que podría ser modestia, pero claro el Espíritu es Dios. Tampoco el culto a la Santísima Trinidad, como tal, es muy fuerte. Y ahí, probablemente, está el problema. Pensamos en el Padre como creador y en el Hijo como Redentor. Sabemos que el Hijo, el Señor Jesús, mostró al mundo la figura real de Dios, un Dios amoroso y tierno con sus criaturas, no lejano, no justiciero, no vengativo. Pero el Dios “en totalidad”, la Trinidad Santísima, también queda alejada de nuestra cotidianidad. Y por eso sería muy importante que las meditaciones personales –y comunitarias—en este día de Pentecostés. Pero, en definitiva, lo que hace falta es que purifiquemos nuestro interior para que el Espíritu y su sabiduría nos lancen a caminos y plazas a transmitir la buena nueva.

Ángel Gómez Escorial