Hoy es miércoles 6 de febrero.
Señor, ayudame a hacerme consciente que en este momento estás conmigo, a mi lado, dentro de mi. Quiero estar contigo, adelante y sentirte sin prisas. Ayudame a distinguir tu voz entre otras voces. A liberarme de preocupaciones y a escuchar tu llamada. Quiero que mi vida descanse en tu mirada cariñosa, Señor.
La lectura de hoy es del evangelio de Marcos (Mc 6,1-6):
En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?»
Y esto les resultaba escandaloso.
Jesús les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.»
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.
Jesús, visitas Nazaret y a tu propia gente. Los rostros que conoces de toda la vida te rechazan. Se sienten escandalizados, asombrados y cuestionados ante tu forma de hablar y de vivir. Se sienten incapaces de abrirse a la fe. De abrirse a la novedad que nos traes. Esta actitud hace que se cierren al milagro.
Nadie es profeta en su tierra. Cuando oigo esta frase, pienso, Señor, en mi propia falta de fe. En las veces en que te cuestiono y no soy capaz de abrirme plenamente a tu palabra. Cuando vienes a mi tierra, Señor, te sientes acogido o cuestionado. Te escucho desde la fe o me encuentras desconfiado y cargado de sinrazones.
A la vez que repaso los obstáculos que hacen que en ocasiones no te reciba de buen agrado. También puedo reconocer en mi oración que habitas en mí, que deseas intensamente hacer de mí tu hogar y tu tierra. Que deseas hacer milagros en mi vida.
Mientras leo de nuevo la lectura, contemplo estas actitudes del pueblo de Nazaret. Que son las mías también en muchos momentos. Jesús me invita a ser hombre y mujer creyente. A ser tierra fértil en la que él pueda sembrar la buena noticia de su palabra.
Al acabar la oración, hago una parada con el Señor para recoger lo vivido. Para recoger lo sentido y reflexionado en este rato. Tomo conciencia de mis debilidades y faltas de fe, pero también tomo conciencia de mis deseos profundos de que el Señor sea profeta en mi tierra, de que me ayude a amar más y mejor a mis hermanos.
Dios te salve María,
llena eres de gracia,
el Señor es contigo.
Bendita tú eres,
entre todas las mujeres
y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
Santa María,
Madre de Dios,
ruega por nosotros pecadores
ahora y en la hora de nuestra muerte.
Amén.