Hch 14, 21b-27 (1ª Lectura Domingo V de Pascua)

Vimos, el pasado domingo, cómo el entusiasmo misionero de la comunidad cristiana de Antioquía de Siria envió a Pablo y a Bernabé a la misión y cómo la Buena Nueva de Jesús llegó, así, a la isla de Chipre y a las costas de Asia Menor.

La lectura de hoy nos presenta la conclusión del primer viaje misionero de Pablo y de Bernabé: después de llegar hasta Derbe, volvieron hacia atrás, visitaron a las comunidades ya fundadas (Listra, Iconio, Antioquía de Pisidia y Perge) y embarcaron de regreso a la ciudad de donde habían salido para la misión.

Estos sucesos se desarrollaron entre los años 46 y 49.

En el texto que se nos propone, se transparentan los trazos fundamentales que marcaron la vida y la experiencia de los primeros grupos cristianos: el entusiasmo de los primeros misioneros, que permite afrontar y superar los peligros y las incomodidades para llevar a todos los hombre la buena noticia de la liberación que Cristo vino a traer; las palabras de consuelo que fortalecen la fe y ayudan a enfrentarse a las persecuciones (v. 22a); el apoyo mutuo (v. 23b); la oración (v. 23b.c).

Sobre todo, este texto acentúa la idea de que la misión no es una obra puramente humana, sino que es obra de Dios.

En el inicio de la aventura misionera ya se había sugerido que el envío de Pablo y Bernabé no era únicamente una iniciativa de la Iglesia de Antioquía, sino una acción del Espíritu (cf. Hch 13,2-3); fue ese mismo Espíritu el que acompañó y guió a los misioneros en cada paso de su viaje.

Aquí se repite que el auténtico actor de la conversión de los paganos es Dios y no los hombres (cf. v. 27).

Verdadera novedad en el contexto de la misión es la institución de dirigentes o responsables (“ancianos”, en griego, “presbíteros”), que aparecen aquí por primera vez fuera de la Iglesia de Jerusalén. Corresponden, probablemente, a los “consejos de ancianos” que estaban al frente de las comunidades judías.

Los “Hechos” no explicitan las funciones exactas de estos dirigentes y animadores de las Iglesias; pero el discurso de despedida que Pablo dirige a los ancianos de Éfeso parece confiarles el cuidado de la administración, de la vigilancia y de la defensa de la comunidad frente a los peligros internos y externos (cf. Hch 20,28-31). En todo caso, conviene recordar que los ministerios eran algo subordinado dentro de la organización y la vida de la primitiva comunidad; no eran valores absolutos en sí mismos, sino sólo existían y sólo tenían sentido en función de la comunidad.

Para reflexionar, compartir y actualizar este texto, considerad los siguientes puntos:

¿Cómo viven nuestras comunidades cristianas?
¿Vemos en ellas el mismo empeño misionero de los inicios?
¿Hay distribución fraterna de bienes y preocupación por ir al encuentro de los más débiles, apoyándolos y ayudándoles a superar las crisis y angustias?
¿Son comunidades que se fortalecen con una auténtica vida de oración y de diálogo con Dios?

¿Tenemos conciencia de que por detrás de nuestro trabajo y de nuestro testimonio está Dios?
¿Tenemos conciencia de que el anuncio del Evangelio no es una obra nuestra, en la cual proponemos nuestras ideas y nuestra ideología, sino que es obra de Dios? ¿Tenemos conciencia de que no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Cristo libertador?

Para aquellos que tienen responsabilidades de dirección o de animación de las comunidades: la misión que les fue confiada no es un privilegio, sino un servicio que está subordinado a la construcción de la propia comunidad.
La comunidad no existe para servir a quien preside; quien preside es aquel que está al servicio de la comunidad y del servicio comunitario.