Comentario del 21 de junio

Como en tantos pasajes del evangelio de Mateo, también en éste Jesús instruye a sus discípulos: No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen. Amontonad tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que los roan, ni ladrones que abran boquetes y roben. Jesús nos aconseja poner la mirada en el «lugar» de las cosas que no se deterioran ni se corrompen, ni están sujetas al hurto o a la rapiña de los ladrones. No merece la pena, viene a decir, empeñarse en amontonar tesoros aquí en la tierra. Esos tesoros están demasiado expuestos al deterioro de la polilla o la carcoma, a la substracción de los ladrones o a los vaivenes de la bolsa y, por tanto, a la pérdida de todo su valor. Lo que sí merece toda nuestra atención y dedicación es el cielo y los tesoros que allí podemos amontonar, pues en el cielo no hay polilla, ni carcoma ni ladrones, es decir, ninguno de esos factores que pudieran devaluar nuestros tesoros. En el lugar de las cosas imperecederas, los tesoros conservan todo su valor y no hay espacio para la corrosión, el extravío o el robo.

¿Qué tesoros son esos que, estando en la tierra, podemos acumular en el cielo? Sin duda, han de ser cosas muy valiosas y disfrutables en el cielo, cosas como la amistad, la fraternidad, la paz, la armonía, la veracidad, el respeto, el reconocimiento de la propia dignidad y libertad, el gozo que proporciona el encuentro con la verdad, la belleza y la bondad, el amor sin quiebra y sin detrimento. Todos estos valores son cultivables en la tierra; pues bien, en esa misma medida serán acumulables en el cielo. Pero no se trata tanto de acumular méritos con los que poder presentarnos debidamente equipados en las moradas celestes, sino de acumular virtudes, es decir, esos hábitos necesarios para vivir en el cielo disfrutando de cosas tan valiosas como las anteriormente citadas.

Los tesoros de los que habla Jesús no pueden ser sino esos actos reiterados de amor con los que vamos amontonando el amor del que disfrutaremos sin deterioro y sin mengua en el cielo. Porque ¿dónde está nuestro tesoro, aquello que realmente apreciamos por encima de todo? Donde está nuestro corazón, que es el que hace de ese objeto digno de aprecio su tesoro. Nuestros principales tesoros suelen llevar la marca de lo personal: un hijo, un hombre, una mujer, Dios Padre, Cristo eucaristía, la Virgen, una mascota, una creación literaria, quizá hasta una fórmula matemática. Son esas «cosas» que llevamos en el corazón por sernos muy apreciadas. Es el corazón el que pone precio a tales cosas, más allá de su valor objetivo o mercantil; porque nuestro mayor tesoro es aquello que más apreciamos, aquello de lo que no estaríamos dispuestos a desprendernos por nada del mundo. Pues Jesús nos dice: poned vuestro corazón en lo que tiene valor imperecedero, en lo que no puede depreciarse ni devaluarse, en lo que siempre mantendrá su valor. Tal es el valor de las «cosas» del cielo. San Pablo pone este valor imperecedero en el amor, lo único que no pasará; porque la fe y la esperanza cesarán, pero el amor no. El amor es ese tesoro acumulable (ya en la tierra) del que habla Jesús. Pero, para apreciar lo valioso del amor hay que dejarse iluminar.

La lámpara del cuerpo es el ojo. El ojo es ese órgano corporal que nos permite ver lo que nos muestra la luz y hasta la misma luz. El ojo es esa lámpara que nos permite desenvolvernos en el espacio sin chocar o tropezar con los objetos que encontramos en nuestro camino. Pero, para cumplir su función es preciso que el ojo esté sano. Si está impedido o enfermo no podrá mostrarnos lo que está a la vista por estar en la luz. Y si esto sucede, el cuerpo entero quedará a oscuras y desorientado, sin saber qué dirección tomar o hacia dónde dirigir sus pasos.

La imagen empleada por Jesús es sumamente ilustrativa. Para mantenernos orientados necesitamos de la luz, y para percibir el espacio iluminado necesitamos órganos visuales (ojos) capaces de mantener su función (sanos). De nada serviría que el espacio estuviera perfectamente iluminado si no podemos ver, porque nuestros ojos están impedidos. La luz sólo nos será realmente útil si conservamos nuestra capacidad visual o capacidad para ver lo que nos muestra la misma naturaleza: su movilidad, su dependencia y creaturalidad, su indigencia, su carácter perecedero, su orden, su inteligencia, su fino ajuste, su diseño… Y por este camino de captación progresiva se irá haciendo la luz en nuestras vidas y las cosas irán encontrando su lugar y su sentido, aquello para lo que fueron diseñadas. Entre estas cosas nos encontramos también nosotros, los hombres, con un sentido y un fin aún más claro y manifiesto. No hallar el sentido y el fin de nuestra existencia es permanecer sumidos en la oscuridad por muy grande que sea la envoltura luminosa en la que nos movamos.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística