Comentario del 23 de julio

El pasaje evangélico de este día nos presenta una nueva alegoría, esta vez tomada del mundo vegetal, pero no menos significativa, para describir la relación de Cristo con nosotros: como la de los sarmientos con la vid. El contexto histórico-geográfico en que vive Jesús (una tierra de viñedos) le proporciona el símil: Yo soy la verdadera vid y vosotros los sarmientos. Sólo da fruto el sarmiento que permanece unido a la cepa. Esta unión, para que sea realmente fructífera, no puede ser una unión casual, esporádica o accidental; ha de ser una unión permanente y que permita la comunicación de la savia, que es el alimento y la vida del sarmiento. Sólo un sarmiento vivo –y la vida le llega al sarmiento por la unión con la cepa- puede fructificar, esto es, dar de sí aquello para lo que ha sido capacitado.

Hay, sin embargo, sarmientos que parecen estar unidos a la vid, pero no lo están. La unión es sólo aparente, puesto que no les llega la savia de la cepa; por eso se secan, están muertos, y no queda sino cortarlos y arrojarlos al fuego. Pero los sarmientos que dan fruto siempre pueden dar más (de sí); por eso, son podadospara que den más fruto. Esta tarea le corresponde al labrador, que, según el alegorista, es Dios PadreMi Padre es el labrador, nos dice Jesús.

El comienzo de nuestra unión con Cristo hay que ponerle en el bautismo; pero aquel fue sólo el comienzo. Para dar fruto es necesario permanecer unidos al que fuimos unidos en el bautismo; porque tal unión puede debilitarse, y hasta romperse –y entonces se interrumpe la comunicación de la savia-; pero también puede restablecerse y afianzarse. El pecado debilita o rompe la unión: se interrumpe la comunicación, se seca el tejido, se agota la vida y nos hacemos estériles; la penitencia la restablece, y la eucaristía la afianza: vuelve a fluir la savia y nuestras vidas fructifican. Pero ¿qué es esa savia y cuáles son esos frutos a los que se refiere la alegoría?

La savia no puede ser otra cosa que la gracia de Dios, ese suministro de vida que nos llega por la mediación de Cristo y nos vivifica crísticamente, esto es, con la vida de Cristo. Y esta vida, estando en nosotros, es la que nos permite fructificar cristianamente. Toda vida, que no sea estéril, es decir, que no esté impedida para dar de sí, da frutos, los suyos; a cada vida le corresponden sus frutos. La vida humana, en la situación en que se encuentre, con su edad, nivel cultural, condición sexual, estado de salud o de vigor, etc., da de sí frutos humanos; la vida cristiana, es decir, la vida humana vivificada por Cristo irá cargada de frutos que lleven la marca y el sabor de la caridad y la esperanza cristianas.

A los frutos de toda vida humana pertenecen las palabras y las obras (lo que hablamos y lo que hacemos), pues también las palabras conforman acciones e integran el dar de sí de nuestra vida. Hablar es una acción y las palabras pueden hacer mucho bien y mucho mal. ¿O es que no hace bien una palabra de consuelo, o una palabra que esclarece o resuelve un problema, o que estimula, o alienta, o corrige? Es verdad que en ellas cabe la falsedad o la vanidad y pueden presentarse con muy buena apariencia, estando como cualquier manzana o naranja podridas por dentro. Previendo este peligro (somos más dados a hablar que a hacer), san Juan nos dice: No amemos de palabra, sino de verdad y con obras.

Amar sólo de palabra es amar muy parcialmente o no amar, puesto que la acción de amar es de la persona en su totalidad. Si el amor no brota de lo nuclear de la persona, aunque se exprese con gestos o palabras, es un amor superficial o falso. Las palabras o los gestos pueden resultar engañosos o tan precarios como el sentimiento que los inspira o la pasión que los alimenta; por eso, las obras tienen un valor demostrativo mayor, aunque ni siquiera las obras están exentas de una posible contaminación o son inmunes a toda falsificación, pues también se puede hacer creer a una persona que la amamos a base de regalos, caricias, solicitudes y atenciones. Hemos de amar con obras, pero también con verdad, es decir, deseando realmente el bien de esas personas a las que decimos amar. Las buenas obras, u obras inspiradas en el amor de Cristo, son por tanto el fruto de nuestra unión con él: el dar de sí de una vida injertada en la vida del mismo Cristo Jesús.

Pero Jesús habla también de poda. Para que los sarmientos que ya dan fruto den más, es conveniente podar. Y podar es cortar lo inútil, lo viejo, lo enfermo, lo vano, lo que roba energía pero no produce. Ésta es siempre labor del labrador, y el labrador es el Padre; pero Dios nunca trabaja sin nosotros y nuestra colaboración. Somos personas –así nos ha hecho el Creador-, y la acción de Dios sobre nosotros nunca es impersonal; ello significa que siempre nos tiene en cuenta y nos implica en su trabajo como seres libres que somos, con nuestra carga de voluntad y responsabilidad. Luego si queremos dar realmente más fruto hemos de colaborar en nuestra propia poda, cortando vicios, frenando tendencias, debilitando afectos desordenados al dinero, al saber, al poder, cercenando relaciones ilícitas o peligrosas, desprendiéndonos de apegos, es decir, de todo aquello que nos impide amar a Dios y al prójimo con libertad.

Esta poda suele ser dolorosa, porque nos obliga a dejar cosas o personas que nos son queridas o de las que nos es difícil prescindir en la medida en que estamos aficionados a ellas. El corte de los lazos afectivos es siempre doloroso, pero también necesario, si se quiere lograr esa liberación que nos coloca en mejor disposición para dar el fruto que se espera de nosotros. El resto ya depende de Dios. Él, y sólo él, sabe cómo y en qué momento podarnos (=purificarnos). Uno de los que mejor han descrito este proceso de purificación en sus noches pasivas del sentido y del espíritu es nuestro místico san Juan de la Cruz. Pero no debemos olvidar que la poda, y los sufrimientos que conlleva, no tienen otro objetivo que ayudar a dar más fruto, y el fruto es la alegría de una vida colmada.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística