San Lucas nos presenta a Jesús camino de Jerusalén, su meta. Allí completará su misión, llevando a cabo su obra redentora. Mientras tanto va dando muestras de lo que es capaz. Jesús, el que ha venido al encuentro del hombre pecador, el pastor que ha salido en busca de la oveja perdida o el médico que se acerca a los enfermos, se hace el encontradizo de los que se sienten necesitados o indigentes, como esos diez leprosos que salen a su encuentro pidiendo misericordia para su lastimosa situación. Se paran a lo lejos porque tienen prohibido acercarse a los sanos –la lepra tiene para los enfermos de la misma el carácter de una verdadera maldición-. Y no sienten ningún rubor al gritar: Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros.
Ni siquiera se atreven a pedirle la curación; pero Jesús entiende que eso es lo que quieren, y les concede la salud. Pero lo hace de la manera más discreta o menos notoria; se limita a enviarles a los sacerdotes, que son los que tienen que confirmar o acreditar que están realmente limpios y pueden reintegrarse de nuevo en sus tareas ordinarias. Es durante el trayecto cuando aquellos leprosos advierten que están limpios, sin apenas percatarse que la nueva situación les ha venido de aquel de quien habían reclamado compasión. Jesús se había apiadado de ellos; por eso, estaban limpios. Quizá lo estaban también porque habían obedecido su mandato: Id a presentaros a los sacerdotes.
También Naamán, el sirio, obtiene la curación cuando cumple las condiciones del profeta de Israel: bañarse siete veces en el Jordán. Son condiciones sencillas, pero que exigen la confianza en el que las impone. Naamán, una vez curado de la lepra, reconoce a su benefactor, el Dios de Eliseo, como único Dios merecedor de sus sacrificios y ofrendas. Fue esa experiencia gratificante de recuperación de la salud perdida, lo que le llevó a una explícita profesión de fe en el Dios de Israel. Con la curación vino la acción de gracias y con la acción de gracias el reconocimiento de la soberanía de Dios.
En la escena del evangelio, no todos los leprosos, ya limpios, llegan a este reconocimiento; más aún, no llegan siquiera a la acción de gracias. Tan sólo uno, y éste samaritano (quizá aquel de quien menos cabía esperarlo), al verse curado, se vuelve alabando a Dios y agradeciendo su curación a Jesús. Da gracias a Jesús, su inmediato sanador, y alaba a Dios que hace semejantes prodigios por boca de este hombre. Al parecer, la acción misericordiosa de Dios sólo ha logrado su efecto en uno de los diez leprosos, porque sólo de él ha arrancado la alabanza, la acción de gracias y el reconocimiento de su soberanía.
Y Jesús lo echa en falta: ¿Dónde están los otros nueve? ¿No han sido también ellos curados? ¿Por qué no vuelven para agradecer el beneficio y dar gloria a Dios? ¿Tan pronto se han olvidado de su benefactor? Así de pronto nos olvidamos nosotros de los beneficios de Dios, nuestro supremo benefactor; porque hasta que no carecemos de eso (salud, comida, bienestar) que creíamos tener en propiedad, no caemos en la cuenta de que, si lo tenemos, es porque lo hemos recibido, y lo mismo que lo tenemos lo podemos perder en cualquier momento.
Pero si Dios reclama el reconocimiento no es con el fin de cobrarse el beneficio otorgado. Jesús no exige nada al leproso que vuelve agradecido. Se limita a despedirle y a recordarle que es su fe la que le ha salvado. Ni siquiera le recuerda que es él quien le ha curado, sino su fe en él, como dándole todo el mérito a esa fe que pertenece al que la profesa y no al que la suscita y es objeto de la misma, y gracias al cual se produce el efecto milagroso.
Porque somos tan olvidadizos (y en consecuencia, desagradecidos), san Pablo le insiste a su discípulo Timoteo: Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos. Haz memoria de Jesucristo y de los muchos beneficios recibidos por su medio. Haz memoria para que no te olvides de lo que has recibido y de tu benefactor. Sólo así te mantendrás agradecido y atento a sus indicaciones y promesas. Porque Dios siempre quiere darte más, quiere darte lo máximo, cuanto seas capaz de recibir para colmar tus ansias de felicidad y de vida. Sólo el agradecido continuará siendo agraciado, hasta alcanzar la máxima gracia permitida.
Tu fe te ha salvado, oye el leproso que vuelve para dar gracias, no sólo porque ha obtenido la salud corporal, como los demás, sino porque le ha abierto las puertas a una salud muy superior, a esa salud que llamamos salvación, donde nos será posible recuperar la vida de modo definitivo, la vida sin posible deterioro.
Cada vez que celebramos la eucaristía hacemos memoria de Jesucristo, haciéndonos presentes sus dones. De este modo combatimos nuestra tendencia a olvidar y a olvidarnos de lo mucho que hemos recibido y seguimos recibiendo de Dios. Sólo esta conciencia nos mantendrá agradecidos; porque la ingratitud acaba aislándonos y cortando nuestros vínculos más vitales con Dios y con los demás. La ingratitud acaba sepultándonos en nuestro propio egoísmo. Demos, pues, gracias al Señor y a todos aquellos por cuyo medio nos llegan sus dones.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística