El evangelista sitúa a Jesús en Caná de Galilea, donde había comenzado a hacer sus «signos», concretamente la conversión del agua en vino. Estando allí, un funcionario real que tenía un hijo enfermo en Cafarnaúm fue a verle para que bajase a curar a su hijo moribundo. Jesús le recibe con un cierto desdén: Como no veáis signos y prodigios no creéis. Pero el funcionario insiste –al fin y al cabo está en juego la vida de su hijo-: Señor, baja antes de que se muera mi niño. Y Jesús, sin más dilación, le dice: Anda, tu hijo está curado. Y aquella palabra calmó la ansiedad del funcionario, que se dio por satisfecho e inició el camino de vuelta. Cuando iba bajando, vinieron a su encuentro sus criados para comunicarle la gozosa noticia de que su hijo se había curado. Al preguntar por la hora de la mejoría, le dijeron que a la una lo dejó la fiebre.
Esa era precisamente la hora en que Jesús la había dicho: «Tu hijo está curado». Y aquel funcionario creyó y con él toda su familia. Ya había creído en la palabra de Jesús cuando le dijo que su hijo estaba curado, puesto que dejó de insistirle. Se puede decir incluso que ya creía en él cuando decidió acudir a él en busca de auxilio. Pero esta fe inicial, apoyada en las noticias que le habían llegado del Maestro de Nazaret, se vio reforzada con la propia experiencia, esto es, con la constatación del poder curativo de Jesús hecho realidad en su propio hijo. El testimonio de aquel magistrado y la presencia con salud del enfermo hizo el resto y facilitó la fe de su entera familia. San Juan presenta este hecho como el «segundo signo» realizado por Jesús en su vuelta a Galilea.
La fe del funcionario y su familia a partir de la curación de aquel muchacho no resta seriedad a la primera frase de Jesús: Como no veías signos y prodigios no creéis. Parece como si los signos prodigiosos fueran consubstanciales a la fe, como si la fe necesitase de tales signos para actuarse. Y es que la fe, aunque ilumine la realidad, es oscura en sí misma. La fe es esa luz que, encendida, nos permite ver las cosas desde la óptica de Dios y, por tanto, en su verdad más profunda; pero supone un firme acto de confianza en el testimonio del mismo Dios a través de sus mediaciones; y este asentimiento del entendimiento no deja de ser un acto de fe hecho en la in-evidencia del Dios que crea y que habla. El milagro había confirmado la fe del funcionario en Jesús y en su poder taumatúrgico, es decir, le había demostrado que su fe en Jesús no había errado.
Pero ahí no acababa todo. Jesús pedirá a sus seguidores que lo reciban no sólo como a un enviado de Dios –como a uno de sus profetas-, sino como al mismo Hijo de Dios en carne mortal. Ello implica una concreta fe en Dios no sólo como Creador, sino como Padre de ese Hijo. Tal es la fe cristiana profesada en el bautismo: fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, fe en Dios Trinidad de personas. Esa es la fe a la que nos quiere llevar Jesucristo. Para eso se ha hecho hombre, de modo que todo en su vida terrena, sus palabras y sus obras, sean signos que nos orienten hacia esa fe y nos la faciliten.
Somos seres sensibles y racionales, que juzgamos en razón de lo que nos llega a través de los sentidos y tras una elaboración mental acorde con esas observaciones. Para otorgarle nuestra fe a alguien necesitamos que nos ofrezca signos de credibilidad. Pero si la exigencia de signos es excesiva, podemos no tener nunca signos suficientes para creer, podemos quedarnos sin fe y sin la luz que esa fe aporta. Tratándose de realidades que no se ven, no podemos guiarnos únicamente por evidencias; también tenemos que recurrir a razones y, finalmente, a actos de fe en ‘autoridades’ cuya credibilidad nos parece razonable. Jesús había dado muestras de poseer un poder extraordinario para curar, ganándose así el crédito que muchos depositaron en él. La muestra más extraordinaria del poder de Dios es este mundo que contemplan nuestros ojos, visto como obra suya, como creación.
La exigencia de una causa (necesaria) para este mundo contingente siempre se ha visto como una buena razón para creer. Pero ni siquiera esto resulta una evidencia. Y es que la fe, aun teniendo razones en su favor, no será nunca equiparable a una evidencia. Si lo fuera se difuminaría. Ya no viviríamos en el mundo de las opacidades y los enigmas, sino en el mundo de las transparencias. Pero este mundo no es el mundo en que vivimos, en que tantas cosas se nos ocultan y tantos misterios están por descubrir.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística