El teólogo franciscano Michael P. Moore escribió recientemente un artículo para profundizar en la presencia y el actuar de Dios en la crisis provocada por el coronavirus, y recogía una experiencia muy común: “En estos días en que nos vemos seriamente azotados por una pandemia, desde distintos sectores de la Iglesia se acude a cadenas de oración, pedidos de intercesión a santos, rezos ante imágenes (supuestamente) milagrosas, etc. para que, por su mediación, Dios intervenga y frene el flagelo, o, al menos, consuele a los desconsolados”. Seguro que muchos han recibido mensajes de este tipo por correo o mensajería instantánea. Pero el autor planteaba unas preguntas: “¿Si Dios puede evitar esta desgracia, por qué no lo hizo antes? ¿Es que Dios necesita que nosotros lo convenzamos para que haga algo?”. Y advertía del riesgo de infantilizar la fe, porque a veces tenemos la idea de que Dios es como “un Gran Mago que, desde “el cielo” y de vez en cuando interviene con golpes de varita mágica para interrumpir el curso de las leyes y de las libertades, y así evitar el sufrimiento de los hombres”.
Pero desde esta idea errónea de Dios, como, a nuestro parecer, no nos hace caso, nos desengañamos y concluimos pensando que o bien no existe, o que en realidad no le importamos.
Nosotros podemos sentirnos identificados con la mujer cananea porque en muchas ocasiones nos encontramos con situaciones muy duras, y nuestra oración no obtiene nada, y parece que Dios nos rechaza. Pero a diferencia de ella, cuando vemos que no obtenemos lo que pedimos, desistimos de nuestras súplicas. Por eso Jesús “provoca” a esta mujer para mostrárnosla como ejemplo de fe, para que aprendamos a no desalentarnos ni siquiera en medio de las pruebas más duras de la vida.
La actitud inicial de Jesús con la mujer, que tan cuestionable nos parece, tiene como objetivo hacernos descubrir que, aunque no nos sea posible entender el llamado “silencio de Dios”, hemos de seguir perseverando en la oración, para que en su momento el Señor nos responda.
El encuentro de la mujer cananea con Jesús nos recuerda que fe y oración deben ir unidas en nuestra vida. Una fe madura, que no entiende la oración como una simple petición de favores a Dios, sino como un encuentro confiado con quien sabemos nos ama, incluso cuando parece callar. De ahí la necesidad de seguir una formación cristiana que nos ayude a madurar en nuestra fe, a desterrar infantilismos acerca de Dios, a entrar en su Misterio para no dudar de su presencia.
Y esta fe madura nos llevará a desear y necesitar la oración. Por eso, en medio de los quehaceres, de las preocupaciones, de los compromisos… necesitamos encontrarnos con el Señor en la oración. Pero no es fácil encontrar el lugar y el tiempo adecuados para orar; de ahí la importancia de las últimas palabras de la 1ª lectura: mi casa es casa de oración y así la llamarán todos los pueblos. Podemos orar en cualquier parte, pero el templo parroquial, el Sagrario, es un espacio privilegiado para favorecer la oración, y es responsabilidad de todos crear y mantener el ambiente de silencio y recogimiento necesarios para que, quien se acerque a orar, pueda hacerlo sin impedimentos.
A todos nos gustaría escuchar de los labios del mismo Señor: qué grande es tu fe. Busquemos el encuentro con Él en la formación y en la oración, perseveremos aunque nos parezca que no nos hace caso, para tener la certeza de que nunca nos abandona, como no abandonó a la mujer cananea.