Iglesia jerárquica

1.- «A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya…» (Ez 33, 7) Como atalaya, como torre de centinela sobre un otero que domina el horizonte, para avisar con tiempo la llegada del enemigo. Centinela alerta que dará, en el momento preciso, la voz de alarma; para poner en guardia a los defensores de la fortaleza. Pieza importante en la partida, jugada decisiva que dará la victoria o provocará la derrota… Por eso, en muchos casos, el centinela que se duerme durante la guardia es reo de muerte. Y es que todo está en sus manos mientras que monta la guardia, cuando todos confían en él, durmiendo tranquilos al pensar que hay quien vela y vigila.

Un centinela hay que ser en la propia fortaleza del alma, siempre con la guardia montada, ojo avizor, pendiente de las asechanzas del enemigo. También en esas pequeñas escaramuzas, que nos pueden parecer sin importancia… Centinela alerta. Siempre. Lo dijo el Señor: velad, pues no sabéis cuándo sonará la hora. Y también dice san Pedro: Sed sobrios y vigilad, que vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quien devorar. Resistidle firmes en la Fe.

2.- «Pero si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta…» (Ez 33, 9) Centinela alerta también en beneficio de los demás. No podemos pensar sólo en nosotros mismos. No es lícito olvidarse de los otros, prescindir de ellos, contentarse con salvarse a sí mismos, abandonando en el peligro a los demás. El «sálvese quien pueda» no es nunca compatible con la fidelidad a la doctrina de Cristo.

Por eso hoy nos dice el Señor: «Si yo digo al malvado que es reo de muerte, y tú no le hablas poniéndole en guardia, para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre. Pero si pones en guardia al malvado, para que cambie de conducta y no cambia, él morirá por su culpa, pero tú habrás salvado tu vida».

Está claro. No podemos vivir tranquilos, pasar de largo ante quien se hunde en la miseria, en el peor de los cenagales, en el lodo movedizo del pecado… Centinela, alerta. Con la guardia bien montada, dispuestos a romper el silencio de la noche con nuestro grito de alarma que detecte el peligro y salve la situación.

3.- «Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva» (Sal 94, 1) Entremos en su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos. Con estas palabras se suele iniciar cada día la Liturgia de las horas, la oración de la Iglesia. Es una exhortación hecha a todos los hombres para que alaben y aclamen al Señor con gozo y alegría porque de él nos viene la salvación. De esa forma nos introducimos en su divina presencia cuando apenas si nos hemos despertado del sueño de la noche, es una exhortación para que nos metamos en Dios mismo y así pasemos el resto de la jornada que empieza. Recordemos que, como dice el Apóstol, en Dios vivimos, nos movemos y existimos.

Entrar en la presencia de Dios y darle gracias, manifestar nuestro gozo porque es nuestro Padre y nuestro Señor, porque nos sabemos mirados serena y tiernamente por sus ojos divinos. «Entrad, repite el salmista, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía».

Sí, somos el Pueblo de Dios, ese que el Señor y dueño absoluto de todos los pueblos se ha elegido para sí. Después de la venida de Jesucristo se han abierto las puertas del Reino también para quienes no llevamos en nuestras venas sangre hebrea. Ya no es necesario, para entrar en el Reino, ser descendiente de Abrahán por la carne, sino serlo por la Fe. Y así todo el que cree en Cristo, al ser regenerado por el agua y el Espíritu, pertenece al Pueblo que Cristo redimió y santificó con su sangre.

4.- «Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis el corazón…» (Sal 94, 8) Pastor que guía con acierto, que señala el peligro y libra de él. Pastor que se olvida de sí mismo para preocuparse sólo del bien de su rebaño. Pastor de silbos amorosos, de palabras entrañables que hablan directamente al corazón. Ojalá escuchéis hoy su voz, nos dice el autor sagrado. Sí, ojalá atendamos con atención lo que el Señor nos quiere decir, ahora que aún estamos a tiempo. Ojalá sepamos hacer un poco de silencio en nuestra vida, por unos instantes al menos, para que llegue hasta lo íntimo de nuestro ser la voz de Dios.

Durante cuarenta años aquella generación me asqueó, dice el Señor de los que salieron de Egipto. Una queja amarga de Dios contra los suyos, que quizás la esté pronunciando ahora contra ti, o contra mí… Vamos a enmendarnos, vamos a convertirnos de una vez hacia el Señor, vamos a escarmentar en cabeza ajena. No cansemos con nuestra tibieza a Dios, no le causemos tedio. Son muchos los años que llevamos diciéndole que sí con la boca y negándole con las obras… Que sus palabras de triste queja nos conmuevan profundamente y rompan la costra de nuestra rutina, de nuestro desamor.

5.- «A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama tiene cumplido el resto de la ley» (Rm 13, 8) Los fariseos y los escribas de la Ley se empeñaban en precisar el sentido del Decálogo. Con ese fin desgranaban los diez mandamientos en preceptos interminables, contemplando los innumerables casos que ellos imaginaban en amplia casuística. Jesús, por el contrario, trata de simplificar la Ley. Y lo mismo hacen los apóstoles… Más que los mil casos que puedan originar aplicaciones diversas, lo que importa es que haya unos principios claros y categóricos que determinen nuestra conducta. Por eso es índice de una mentalidad raquítica el no dar importancia a las faltas y pecados veniales por el mero hecho de que no llegan a ser pecado mortal. O robar hasta el límite de lo que constituye materia grave, o enredar en materia de castidad hasta el momento en que se entra en terreno vedado, o criticar del prójimo en cosas «sin importancia».

Hoy san Pablo nos da la simplificación máxima de lo que constituye el meollo y la esencia de la Ley de Dios: el amor. Ama a Dios y haz luego lo que quieras, venía a decir san Agustín. Y es que quien ama de veras a Dios, se olvida de sí mismo y se entrega gustosa y desinteresadamente a los planes divinos, hasta identificarse en cierto modo con el Señor; y como Dios es Amor, la vida del hombre se transforma en Amor.

6.- «Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera» (Rm 13, 10) Identificarse con Dios, endiosarse, vivir de amor, con una vida de gozo inefable, vida entrañable y serena; felicidad donde todo, incluso el dolor, se gusta y saborea, se transforma en esperanza y en optimismo… Amor, sin embargo, que no puede quedarse en una mera actitud, en algo etéreo y vago, abstracto. No, el amor auténtico no se queda en un mero sentimiento. Es mucho más que un sentimiento, hasta el punto de que puede existir aunque nada se sienta.

Amor auténtico es vida real y concreta, es detalle y esmero, es aprecio por lo pequeño para hacer posible lo grande. Es entrega diaria e ilusionada a la fidelidad de todas las horas. Es respeto y comprensión honda hacia todos los hombres. Es preocupación real por los problemas, de los débiles y de los fuertes, que se ha de traducir en soluciones eficaces. Amor es darlo todo, darse del todo… Ojalá que el Señor nos conceda entender y vivir el amor auténtico, el que se escribe con mayúscula porque se trata del mismo Dios.

7.- «Si tu hermano peca, repréndelo a solas…» (Mt 18, 15) El mensaje salvador de Cristo enseña que el hombre no puede desentenderse de su prójimo. Considera que todos somos hermanos y que nadie puede pensar tan sólo en sí mismo. Los pecados ajenos no pueden dejarnos tranquilos, lo mismo que no podemos eludir las necesidades ajenas, si está en nuestras manos el aliviarlas. Por eso cuando alguien obra mal, tenemos la obligación de corregirle, de advertirle de su error. Y eso hecho por amor y con amor, buscando el bien del prójimo y no nuestra propia satisfacción o vanagloria. Ha de ser una corrección de hermano a hermano, a solas y con prudencia, sin humillar en lo más mínimo. Con el deseo sincero de levantar a quien ha caído, persuadidos de que también nosotros podemos caer.

El pasaje evangélico de hoy nos habla, además, de la Iglesia y de su constitución jerárquica. De esas estructuras visibles, queridas por Jesucristo, mediante las cuales se lleva a cabo la misión salvadora que Dios le ha encomendado. Para ello dio el Señor a Pedro y a los demás apóstoles el poder de atar y de desatar. Es decir, el Colegio Apostólico, formado hoy por los obispos en comunión con el Papa, ha recibido los poderes necesarios para regir a la Iglesia y a cuantos formamos parte de ella. Es una realidad que, por voluntad de Cristo, persiste a través de los tiempos, por mucho que estos puedan cambiar.

El Señor está presente entre nosotros que, sin duda, estamos en la Iglesia en nombre de Jesús. Su promesa no falla. Hemos de creerlo firmemente y permanecer muy unidos entre sí. De este modo daremos un testimonio evidente que atraerá a los que están fuera de la Iglesia. Por otra parte, nuestra oración será escuchada de modo más seguro si oramos unidos. Así lo ha prometido Jesús y así será. En este sentido recordemos que la plegaria por excelencia es la que tiene lugar en la Santa Misa, en la celebración de la Eucaristía, cuando Jesús mismo se ofrece como víctima de propiciación y como intercesor eficaz ante Dios nuestro Padre.

Antonio García Moreno