Comentario – Domingo XXIII de Tiempo Ordinario

¡Ojala escuchéis hoy su voz!, dice el salmista. Es la voz de Dios: una voz que acontece en la historia y se mezcla con los acontecimientos históricos; una voz que se confunde con la voz de su profeta, de su Hijo hecho hombre o de su apóstol; voz, por tanto, profética, evangélica, apostólica.

Todas son voces de Dios, pero mediadas por boca de hombre. Esa voz que debemos escuchar hoy quiere ser alarmante para el malvado, que está obligado a cambiar de conducta para no morir en su maldad, y responsabilizante para el que recibe el encargo de dar la alarma de parte de Dios al malvado en peligro de perderse. Esto es lo que corresponde hacer al profeta puesto de atalaya en la casa de Israel. Pero, como cristianos, todos somos profetas, porque por el bautismo hemos venido a participar de la condición profética de Cristo. Por eso, dar la alarma al malvado no es tarea exclusiva del sacerdote cuando predica, sino de todo cristiano.

Es lo que pone de manifiesto el evangelio de hoy: Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. La reprensión es tarea del hermano que toma conciencia del pecado de su hermano. Todo transcurre entre hermanos.

Es la corrección fraterna, que no puede ser corrección si no hay pecado que corregir, y que no es fraterna si no se da entre hermanos que tienen conciencia de tales. La corrección fraterna, no obstante ser una práctica muy acreditada en la historia de las comunidades cristianas, resulta difícil en su aplicación. No todos sabemos corregir, y menos fraternalmente. Se requieren buenas dosis de amor, inteligencia, humildad, delicadeza y oportunidad. Sin amor, la corrección se convierte fácilmente en una tortura que no estimula a la superación para el que la recibe o en la satisfacción de un oculto deseo de venganza para el que la da.

Ya san Pablo decía: uno que ama a su prójimo no le hace daño, al menos daño gratuito e innecesario. Sin inteligencia, la corrección fácilmente yerra, empeñándose en curar lo que está sano. Sin humildad, la corrección humilla más de lo conveniente, provocando quizá un efecto contrario. Lo mismo sucede cuando se corrige sin delicadeza y sin oportunidad. Ambas cosas son necesarias para la corrección benevolente e inteligente. Nos parece, además, que hay correcciones pertinentes, como las que están obligados a hacer un padre o una madre con sus hijos por razón de su paternidad o maternidad. Esta relación les hace en gran medida responsables de su conducta y les obliga a responder de ella. Y al deber de los padres corresponde el derecho de los hijos. Admitimos, por tanto, que estos tengan derecho a la reprensión de sus padres, aunque en su momento no la acepten. Lo mismo pensamos de personas (maestros, profesores, formadores, superiores) que han recibido el encargo de educar o formar a otros.

En estos ámbitos entendemos la corrección como pertinente. Lo que nos resulta más difícil de admitir es la corrección entre iguales o corrección fraterna, quizá porque está más expuesta a abusos, o porque resulta más humillante, o porque no queremos implicarnos en la vida de los demás, o porque no sentimos al hermano como hermano, porque nos resulta indiferente su conducta siempre que no nos afecte. Y sin embargo, esta práctica nos es recomendada por el evangelio como buena y saludable, ya que, mediante la corrección, podemos salvar a un hermano en trance de perdición. Hay que añadir que todos somos corresponsables en la salvación de los demás, pues hemos contraído con Dios la obligación de velar por los hermanos, sobre todo por los más débiles.

En este contexto de mutua responsabilidad y hermandad hemos de leer las palabras de Jesús: Si tu hermano peca repréndelo a solas. Puede que ni siquiera haya caído en la cuenta de su falta o de la gravedad de la misma. Si acepta la corrección, habrás salvado a tu hermano. Tu intervención habrá sido salvadora. Pero puede que no te haga caso. Entonces llama a uno o dos testigos (eso le puede hacer recapacitar) y en su presencia corrígelo.

Pero si esta medida no da resultado y el caso ya se ha hecho público, siendo motivo de escándalo para otros, dalo a conocer a la comunidad (representada en el obispo), para que ella intervenga, sometiéndolo a la penitencia o expulsándole, si no hace caso. Con la exclusión (= excomunión) de la comunidad, el pecador pasará a ser considerado temporalmente como un pagano o un publicano (en ámbito judío), es decir, un excomulgado. Pero excomulgado no significa rechazado para siempre (= condenado), sino rechazado mientras persista en su pecado y no acepte la reprensión, ni la conversión. No debe olvidarse, sin embargo, que lo atado o desatado (por la Iglesia) en la tierra, quedará atado o desatado en el cielo. Esta expresión evangélica refuerza la definitividad de las intervenciones eclesiales, que llevan anejo el poder de excomulgar o levantar la excomunión.

Es evidente que muchas veces juzgamos y corregimos a los demás; lo que no resulta tan claro es que lo hagamos procurando su bien o con la debida inteligencia y oportunidad. Fácilmente confundimos las ramas sanas con las enfermas, lo grande con lo pequeño, las sospechas o impresiones con las realidades, la oportunidad con la importunidad. La eficacia de nuestra corrección se manifestará en sus frutos. Si da como fruto la serenidad, la confianza, el estímulo para obrar mejor, el deseo de superación… habrá sido afortunada. Si no, habrá errado en su objetivo. Pero el olvido de esta práctica puede ser síntoma de muchas carencias en el seno de la comunidad: síntoma de cobardía, de irresponsabilidad, de indiferencia, de comodidad, de falta de caridad.

Pongámonos de acuerdo para pedir disposición para corregir y para dejarnos corregir fraternalmente. Si lo hacemos, reunidos en su nombre, lo alcanzaremos.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística