Volver al kerigma

En los días de agosto en que estoy preparando esta homilía, los rebrotes y nuevos contagios por el coronavirus siguen al alza. Excepto las personas irresponsables que sólo piensan en sí mismas, el resto seguimos con preocupación el desarrollo de los acontecimientos. La incertidumbre acerca del futuro en lo sanitario, laboral, económico, social… hace que vaya creciendo un sentimiento de cansancio y desesperanza: son muchos meses padeciendo las consecuencias de la pandemia, esperando que se vea por fin la luz al final del túnel, pero los hechos rompen estas expectativas.

La crisis provocada por el coronavirus ha supuesto, especialmente para quienes vivimos en el llamado “primer mundo”, un choque con la realidad. Nos creíamos casi invulnerables, los avances técnicos nos hacían sentir que podíamos tener todo bajo control… y todo esto se ha venido abajo: nos vemos confrontados con el misterio de la existencia, en la cual algo tan minúsculo como un virus puede dar al traste con todo y frente al cual nos sentimos totalmente vulnerables.

Ese choque con la realidad también afecta a nuestra fe. Desde el comienzo de la pandemia, los creyentes de todas las confesiones han orado por el fin de la misma. Y acabamos de escuchar en el Evangelio que Jesús ha dicho: si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los cielos. Estas palabras de Jesús nos hacen pensar: somos más de dos los que, desde hace mucho, estamos pidiendo el fin no sólo de la pandemia, sino de tantos males que afligen al mundo entero, pero parece que estas oraciones no obtienen fruto. Y por eso muchos se preguntan para qué orar, de qué sirve si no cambia nada, al revés, las cosas están empeorando.

Como escribió el teólogo Michael P. Moore, “la insolente realidad del mal y del dolor del mundo -que hoy viene del virus COVID 19- empuja más al escándalo y la protesta que a la fe; a la duda, más que al asentimiento. Pero también puede ser una ocasión para purificar esa misma fe y descubrir qué es lo esencial en ella”. Y lo esencial de nuestra fe es un Misterio; no algo oscuro y que provoca temor, sino un Misterio de Amor, y que denominamos “kerygma”. Como dijo el Papa Francisco, “es la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado”. (EG 36) Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, que padeció y murió por nuestra salvación, es la encarnación de ese Misterio de Amor: Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por medio del profeta: «Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Enmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”». (Mt 1, 22-23) Y por su resurrección se cumple lo que Él también ha dicho hoy: donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.

Y está en medio de nosotros de muchas formas, y una de ellas es allí donde hay amor: Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros (1Jn 4, 12). De ahí la llamada de san Pablo en la 2ª lectura: A nadie le debáis nada más que amor… porque cuando amamos de verdad, en cualquier gesto de amor por pequeño que sea, estamos haciendo patente que Jesús está en medio de nosotros.  

Ante los interrogantes que plantea no sólo el coronavirus sino todo el mal presente en el mundo, la respuesta de Dios es su Misterio de Amor, y en Jesucristo nos invita a creer en Él. Claro que tenemos que presentarle nuestras peticiones, pero hemos de hacerlo con verdadera fe. Y la verdadera fe no es creer “porque me da lo que pido”, sino creer que Dios nos ama y que es el “Dios-con-nosotros”. Y seguir confiando en Él, aunque no nos sea posible entender su Misterio.

El mal, el sufrimiento y la muerte son una llamada a volver al kerygma, a lo esencial de nuestra fe. Como dijo Benedicto XVI en Dios es amor, “para el creyente no es posible pensar que Él sea impotente (…) los cristianos siguen creyendo, a pesar de todas las incomprensiones y confusiones del mundo que les rodea. Aunque estén inmersos como los demás hombres en las dramáticas y complejas vicisitudes de la historia, permanecen firmes en la certeza de que Dios es Padre y nos ama, aunque su silencio siga siendo incomprensible para nosotros (38). La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor. De este modo transforma nuestra impaciencia y nuestras dudas en la esperanza segura de que el mundo está en manos de Dios y que, no obstante las oscuridades, al final vencerá Él. La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor. El amor es una luz —en el fondo la única— que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar” (39).