El pasaje evangélico narra el episodio de la visita de Santa María a Isabel. ¿Qué motivó a María a realizar este viaje imprevisto? Gabriel, el arcángel, le había manifestado que Isabel había concebido un hijo en su vejez, estando ya en el sexto mes de su embarazo «aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1, 36-37).
Enterada del embarazo de Isabel y en estado de buena esperanza ella misma, María se pone inmediatamente en camino y recorre «aprisa» los más de cien kilómetros de distancia que separaban Nazaret de la ciudad de Ain Carim, al noroeste de Jerusalén, donde vivían Isabel y Zacarías, su marido.
No mueve a María la incredulidad, es decir, el deseo de cerciorarse del milagro ocurrido a Isabel, sino la fe en el anuncio del arcángel, la certeza de que Isabel está ya en el sexto mes de su embarazo. Asimismo la impulsa en su marcha celera el natural deseo de querer compartir su desbordante alegría con quien sabe que podrá comprenderla. La impulsa también, y sobre todo, su deseo de servirla con un doble servicio: el servicio solidario de la atención solícita a quien necesita de su ayuda, y el servicio evangelizador, el deseo de anunciarle y transmitirle la Buena Nueva de la que Ella es portadora.
Isabel es extraordinariamente sensible a lo que ha sucedido. Tan pronto ve a María percibe que ella es Portadora de un Hijo excepcional, percibe que es «la Madre de mi Señor». En esta humilde Virgen de Nazaret se cumple así la antigua profecía de Miqueas, recogida en la primera lectura: ha llegado el tiempo en que «la madre dé a luz». Es su Hijo quien «en pie, pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor, su Dios». Más aún, el profeta anuncia que «Él mismo será nuestra paz», una Paz que procede de la cuádruple reconciliación que ha venido a obrar: la reconciliación del ser humano con Dios, consigo mismo, con los otros hermanos humanos y con la creación toda.
«¡Dichosa tú, que has creído!», exclama Isabel en una de las múltiples alabanzas que brotan espontáneamente de sus labios. Dichosa y feliz porque verdaderamente cree en Dios. María, plena de dicha y felicidad, es modelo de una fe madura, una fe que es asentimiento de la mente a lo que Dios revela, una fe que es adhesión cordial a Dios mismo, una fe que se transforma en acción decidida, según los designios manifestados por Dios. La fe de la Madre se expresa en la obras, en un “Sí” comprometido y sin reservas dado a Dios al servicio de sus designios reconciliadores.
En la segunda lectura la carta a los Hebreos nos habla de otro “Sí”, el “Sí” de la plena disponibilidad que pronuncia el Hijo, el “Sí” del Verbo divino que precede a su encarnación para cumplir el Plan salvífico y reconciliador del Padre. El Señor Jesús, el Verbo divino encarnado de María Virgen por obra del Espíritu Santo, el Hijo de Santa María, ha venido a este mundo para llevar a cabo una misión reconciliadora. El modo como «entró en el mundo» fue encarnándose, asumiendo plenamente nuestra naturaleza humana, haciéndose uno como nosotros, en todo semejante a nosotros menos en el pecado. De este modo Dios le “preparó un cuerpo” para poder ofrecerse a sí mismo como sacrificio expiatorio en el Altar de la Cruz.
El “Sí” del Hijo encontró en el “Sí” libre de la Madre la necesaria correspondencia y cooperación, haciendo posible la “entrada” del Hijo de Dios en el mundo.
LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Hay diversos tipos de “prisa”. Por un lado está la prisa de María quien apenas tiene conocimiento del embarazo de su pariente Isabel se pone en marcha presurosa. La mueve el amor, el deseo de servir, y también el deseo de compartir con alguien que sabrá comprender muy bien su inmensa y desbordante alegría, el gozo exultante que experimenta por la Presencia encarnada del Verbo divino en su seno virginal. La prisa de María está llena del Señor y tiene presente lo esencial.
Miremos ahora a nuestro alrededor: vivimos en un mundo sumamente agitado, cada vez más “estresado”. Nosotros mismos participamos de esa vorágine que no se detiene, vivimos “aprisa”, con miles de cosas que hacer, con muchos “pendientes”, pero que a diferencia de la prisa de María nos despojan de lo esencial y nos arrojan a una vida superficial, epidérmica. Cada uno lleva su prisa, su propia premura. Más aún estos días, faltando ya poco para la celebración de la Navidad, parece que falta el tiempo para todo lo que hay que preparar: los regalos que hay que comprar, la cena que hay que preparar, las actividades en las que hay que participar, incluso las campañas de solidaridad, etc. Toda esta agitación puede arrebatarnos el espacio necesario para reflexionar, para meditar, para rezar, para no perder de vista lo esencial. No podemos olvidar que lo esencial es acoger al Señor que viene y llevarlo muy dentro, no podemos olvidar que la NAVIDAD ES JESÚS, no los regalos, la cena, ni siquiera la reunión familiar. ¿Puede haber Navidad si Cristo no nace en nosotros, si no hacemos silencio en el interior para acogerlo en el pesebre de nuestras mentes y corazones?
En lo que queda de este tiempo de Adviento procuremos acercarnos más a María, procuremos hacerlo con la misma sensibilidad de Isabel, para acompañarla en su espera y para aprender de las enormes lecciones que Ella nos da. Imitemos su prisa, esa que está llena del Señor y que se expresa en el deseo de servir a los demás con la misma caridad de Cristo, así como de anunciar al Señor Jesús y su Evangelio con una vida cristiana coherente, que irradia la luz de Cristo con sus buenas obras. ¿Cómo no vivir la misma prisa de María día a día, la prisa por anunciar a Cristo y difundir su Luz en medio de nuestros familiares, en medio de los hombres y mujeres de nuestra sociedad? Hagamos nuestra la prisa de saber que tenemos a Cristo y que necesitamos comunicarlo a cuantos más podamos, para que también, como Juan en el seno de su madre, muchos salten de gozo en el encuentro con el Hijo de Santa María.