Prueba de laboratorio

1.- “Dijo Jesús: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois mis discípulos, será que os amáis unos a otros”. San Juan, Cáp. 13. En la cumbre más alta del monte Everest, a 8.800 metros sobre le nivel del mar, un grupo de científicos de varios continentes levantó un moderno laboratorio, para identificar los elementos que integran el amor. Sus pesquisas dieron por resultado que el amor verdadero se compone de generosidad, ternura, perseverancia, entusiasmo, ilusión, perdón, diálogo y paciencia. Pero siempre que repetían su ensayo, quedaba en las probetas un extraño residuo, que luego identificaron como partículas de sangre.

Desconcertados aquellos sabios reiteraban la prueba, ya al amanecer, ya en la noche. Al comienzo del verano y bajo las crudas nieves del invierno, con igual resultado. Al fin uno de ellos dijo a sus compañeros: Soy discípulo de Jesús de Nazaret y ahora recuerdo una palabra suya: “Nadie tiene mayor amor que aquel que da la vida por sus amigos”.

2.- Cuando el apóstol Judas abandona el cenáculo, San Juan contrapone a su traición, el mandato del amor: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado”. En otras palabras, hasta entregar la vida. Un amor que el Maestro llama nuevo, por la forma y estilo que al ejercerlo, mostrarán sus discípulos.

En el Antiguo Testamento el pueblo escogido también buscaba un ideal de amor, aunque entre sombras. Ciertos salmos invitan directamente a la venganza: “Que quienes me persiguen se ahoguen en la malicia de sus labios. Carbones encendidos lluevan sobre su cabeza”. De otro lado el amor permanecía contagiado de egoísmo. Pretendía un bienestar personal, una imagen social mejorada, o las bendiciones de Yahvé.

3.- Jesús propone un amor totalmente distinto. Aún más, de las palabras griegas que significan amor los evangelistas prefieren “ágape”. Un término desconocido en la literatura rabínica. Que va más allá de la bondad del prójimo, la simpatía que yo sienta por él, o las ventajas que su amor me produzca. El Maestro derrumba los anteriores esquemas de convivencia y nos ordena: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por lo que os difamen”. Y en san Mateo añade a este mandato una peligrosa condición: Sólo así seréis hijos del Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos”. Todavía más: Jesús pone este amor como el santo y seña de su programa: “Por esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros”.

4.- Cabría sin embargo que una nutrida comisión integrada por laicos, religiosos y clérigos pidiera al cielo explicaciones: ¿Cómo puede un cristiano amar de veras a quienes le hacen mal? ¿O se habrá comprometido el Señor a cambiar nuestra pobre naturaleza? La respuesta podría ser la siguiente: Cuando no es posible amar expresamente, amemos en silencio, lo cual equivale a no odiar, no alimentar venganzas y sobre todo, a rezar por esos prójimos. Tal esfuerzo nos pacificará el corazón y la bondad de Dios pondrá en nuestro camino la feliz oportunidad de hacerles bien. De manera no menos eficaz, aunque anónima.

Gustavo Vélez, mxy