Rom 13, 8-10 (2ª lectura Domingo XXIII de Tiempo Ordinario)

1ª) ¡El amor es la síntesis de la existencia y experiencia cristiana!

A nadie le debáis nada, más que amor. Describir y presentar la experiencia cristiana como la experiencia del amor de Dios tiene un especial atractivo para el hombre. El Nuevo Testamento insiste que la presencia de Jesús en el mundo es el resultado del amor del Padre, del propio Jesús y del Espíritu (tres testimonios significativos y elocuentes: Jn 3,17; Rm 8,38-39; 1Jn 4,10-11). Estos testimonios nos revelan la total gratuidad del amor de Dios por el hombre. Este amor es expresado en la Escritura como liberador, enriquecedor para el hombre.

Sólo desde esta fuerza gratuita de Dios el hombre encuentra su plena realización y humanización. Sólo la experiencia de este amor manifestado definitivamente en la cruz de Jesús abre las puertas del corazón del hombre para poder amar a cuantos le rodean. Cuando el propio Juan ha querido darnos una sucinta y apretada definición de Dios lo expresó así: ¡Dios es Amor! (1Jn 4,8). La Escritura nos proporciona la comprensión del Dios verdadero entendido como amor. Pero la revelación nos muestra que el amor de Dios no es una pasión, sino una realidad que llega a exigir el don de la propia vida: Nadie tiene amor más grande…

Todo cuanto Dios ha realizado en la historia de la salvación es obra de su amor gratuito. Toda la obra y misión de Cristo pende del amor: desde su encarnación hasta su glorificación. En el momento de esta glorificación suplicaba así a su Padre: Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo (Jn 17,24). Hoy ciertamente la palabra amor es acaso la más pronunciada junto con la del dinero en sus diversos sinónimos. Pero ¿ha llegado el hombre a la comprensión auténtica del amor que humaniza, ennoblece y hace realmente feliz al hombre? Ese amor que es don total de Dios ¿ha llegado a los corazones de nuestros hombres y mujeres?

2ª) ¡Del amor sincero sólo puede nacer el bien!

El que ama tiene cumplido el resto de la ley… El verdadero amor al prójimo sólo es posible a quien ha experimentado primero el amor de Dios gratuito: nosotros amémonos porque Dios nos amó primero (1Jn 4,19). El amor de Dios gratuito requiere y urge una respuesta en el mismo plano. Dios no necesita nuestro amor ni nada le aumenta de su felicidad, pero quiere que se lo devolvamos a través de los otros. Por eso el discípulo de Jesús sabe que el amor fraterno o mutuo ha de ser también gratuito. Y de este amor sincero sólo puede nacer el bien. Desde esta experiencia, el creyente descubre que los mandamientos de Dios no son una carga (1Jn 5,3), sino la expresión amorosa de la voluntad salvadora y liberadora de Dios. Los mandamientos conducen a esa misma voluntad de la que ha nacido nuestra libertad (Mt 22,38-40). Los mandamientos están orientados a la vida y a la felicidad del hombre. Los mandamientos y el amor proceden de la misma fuente, se dirigen a las mismas personas y pretenden la misma finalidad: la consecución de la salvación en la comunión permanente con Dios.

Hoy, como ayer, es necesario insistir en estas afirmaciones evangélicas. El hombre y la mujer modernos experimentan singular repugnancia, resistencia y rechazo a todo lo que suena a mandamiento. Enseguida lo relacionan con una merma de autonomía, libertad y autodecisión humana. Ciertamente entendidos así los mandamientos son una carga insoportable. ¿Acaso no será urgente una nueva forma de presentación de estas expresiones de la voluntad amorosa de Dios que siguen teniendo vigencia y validez hoy? Los ministros de la palabra son invitados a una profunda reflexión sobre el modo con que presentan la relación entre amor, mandamientos y libertad del hombre. El deuteronomista en la guarda de los mandamientos para que todos pudieran conseguir la felicidad. Este lenguaje acaso fuera más inteligible y aceptable.

Fray Gerardo Sánchez Mielgo