El gran desconocido, el gran olvidado, el Espíritu Santo

1.- Un viento impetuoso.- Pentecostés era una de las grandes fiestas del pueblo judío. Día de acción de gracias, de recuerdo agradecido por la alianza que Dios concediera a su pueblo en el Sinaí… La ciudad de Jerusalén bullía en sus calles, un gentío multicolor procedente de la Diáspora se movía de un lado a otro. El pueblo, subyugado ahora al poder de Roma, esperaba nuevamente que Dios se apiadara de los suyos y quebrara el yugo férreo e insoportable de la dominación romana.

Los profetas lo habían predicho: vendrían tiempos en los que los prodigios se repetirían. Tiempos en los que el Espíritu se derramará sobre toda carne, tiempos en los que los corazones duros se ablandarán, en los que ese Espíritu nuevo vivificará los cuerpos muertos. El soplo de Dios llenará de fuego la tierra, y de un extremo a otro del orbe resonará la voz del Espíritu, despertará la fuerza de Dios, del Amor.

Tierra fría, tierra olvidada de Dios, tierra muerta, tierra reseca… Ven, ¡oh Santo Espíritu!, envía del cielo un rayo de tu luz. Ven, padre de los pobres, ven dador de todo bien, ven luz de los corazones. Consolador óptimo, dulce huésped del alma, suave refrigerio. Descanso en el trabajo, en el calor fresca brisa, en el llanto consuelo… ¡Oh luz beatísima!, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor…

En el momento en que todo surgía de la nada, el Espíritu de Dios aleteaba sobre el fragor de las aguas. Y cuando los tiempos se cumplen y se verifica la Redención, así como la nueva y definitiva creación. El Espíritu volvió nuevamente a la tierra, cubriendo con su sombra a la joven virgen que concibe en su seno al Dios humanado. Y ahora, en Pentecostés, cuando la nueva hija de Sión comienza su historia, cuando la Esposa del Cordero se despierta, cuando la Iglesia toma conciencia clara de su misión, nuevamente actúa el Espíritu, el viento fuerte e imparable de Dios. Desde entonces está siempre presente en la vida del pueblo elegido, actuando sin descanso, pasando por encima de las miserias de los hombres, empujando la barca de Pedro hacia el puerto prefijado por Dios, en medio de las más terribles tempestades, de las más hondas borrascas…

El Gran Desconocido, el Gran Olvidado, el Espíritu Santo. Y sin embargo, el Gran Presente, la Promesa del Padre, el Paráclito, el Santificador de las almas. Sin su luz sólo tinieblas hay en el hombre, nada. Sin él, ni decir Jesús podemos…

Perdona nuestra rudeza, nuestra mísera ignorancia. Y ven: lava lo que está sucio -que es tanto-, riega lo que está seco, sana lo que está enfermo. Dobla nuestra rigidez, calienta nuestra frialdad, endereza lo torcido. Da a tus fieles, a los que en Ti confiamos -¡queremos confiar!- tus siete sagrados dones. Danos el mérito de la virtud, el éxito de la salvación, danos el gozo siempre vivo. Amén.

2.- La victoria de la luz.- Las sombras de la muerte oscurecían ya la tarde del día primero después de la Resurrección. El miedo embargaba todavía el corazón de los discípulos. Tenían las puertas cerradas, estaban apiñados unos con otros, asustados ante el menor ruido. Los que crucificaron al Maestro bien podían venir en cualquier momento, para castigar también a los discípulos. Pero la luz avanzaba a pesar de todo, y de forma paulatina, día tras día y siglo tras siglo, las tinieblas irían retrocediendo. Después de muchos años de aquel primer avance de la Luz pentecostal, el evangelista Juan describió de modo lacónico y preciso el duelo cósmico entre el Bien y el Mal, la Luz y las Tinieblas: «La Luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la vencieron».

Ni las puertas atrancadas, ni los muros sólidos del Cenáculo cortaron el paso de quien dijo ser la Luz del mundo. Cuando él llegó en medio de los suyos, todos los temores se desvanecieron y la oscuridad de la noche retrocedió. Los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor que, como siempre, les daba su saludo de paz. Para disipar, además, cualquier duda que pudieran tener, Jesús les muestra sus llagas y heridas, les pide de comer. Detalle muy humano y, en apariencia sin importancia, pero decisivo para convencerles de que realmente estaba vivo.

Los abandonos de la hora crucial de la Pasión estaban perdonados. Jesús les volvía a enviar a predicar el Evangelio como antes hiciera, cuando habían curado enfermos y expulsado demonios. Ahora sus palabras tienen mayor solemnidad: Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Es una misión única y transcendente: salvar a los hombres de la esclavitud del pecado, sacarlos de las regiones de las sombras y llevarlos al Reino de la Luz.

Para ello les concede unos poderes divinos entre los que destaca el de perdonar los pecados. Prodigio que Jesús ya realizó en Cafarnaún, ante el escándalo de los fariseos y la admiración de las gentes, que glorificaban a Dios por haber dado tal poder a los hombres. Como garantía y prenda de todo ello, les confiere el Espíritu Santo, la promesa del Padre, el don inefable e inaudito que transformaría a los apóstoles en atletas de la fe, capaces de inundar de luces nuevas el tenebroso mundo romano de entonces. Fue tal la fuerza, y el esplendor de aquella primera Luz, que sus resplandores llegaron hasta el fin del mundo, y durarán hasta la consumación de los siglos.

Antonio García-Moreno