La Santísima Trinidad

Seguro que hemos escuchado alguna vez el término “Dogma de fe”, es decir, es una verdad revelada por Dios que, desde nuestro entendimiento humano, somos incapaces de entender y por lo tanto, sólo puede ser entendida desde la fe. Por lo tanto lo aceptamos sí o sí, porque su origen está en Dios. Eso es ante lo que nos encontramos cuando hablamos de la Santísima Trinidad. Dios es uno, pero hay tres personas en él, o tres formas de mostrarse.

La Santísima Trinidad es la comunión de tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Tres personas distintas, pero no tres dioses distintos, sino que son un solo Dios, porque los tres poseen la misma naturaleza divina.

Dios no es, por tanto, un ser solitario ni inmóvil. Es comunión divina de Amor. El Padre que se entrega al Hijo y el Hijo que acoge al Padre y se entrega a Él en un dinamismo de entrega mutua y acogida que es el Espíritu Santo, la tercera persona. Esta no sería sin el Padre ni el Hijo.

Pero, ¿cómo hemos llegado al conocimiento de este Misterio? Pues porque el Hijo es quien nos lo ha revelado. Jesús, el Hijo que se hizo hombre, ha revelado al Padre y al Espíritu Santo. Ha revelado la unidad y comunión que existe entre ellos. Recordaremos aquello de: “Quien me ve a mí, ve al Padre y quien me acepta a mí, acepta al Padre”.

Quizás el ejemplo más fácil para tratar de entender este misterio se nos proporciona con el agua. El agua la podemos encontrar en tres formas: sólido, líquido y gas. Como sólido el agua se transforma en hielo y como gas, el agua la encontramos transformada en vapor de agua. En los tres momentos, hielo, agua o vapor, no dejan de ser agua, pero manifestadas de tres formas diferentes. Pues lo mismo podríamos decir con la Santísima Trinidad. Dios es el agua, el Padre es la manifestación sólida, el hijo es la manifestación líquida y el Espíritu Santo es la manifestación gaseosa. ¿Ha cambiado Dios? No, sigue siendo el mismo, pero manifestado de tres formas.

En el evangelio de hoy Jesús, antes de subir definitivamente al Padre, encarga a sus discípulos una misión muy específica: “Haced discípulos de todos los pueblos y bautizarlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Lo veis, cada vez que hacemos la señal de la cruz, la hacemos en nombre de la Santísima Trinidad.

Bautizar significa “sumergir”, “introducir dentro del agua”. Jesús fue bautizado por Juan. El bautismo de Juan era un bautismo de penitencia, que se ofrecía a aquellos que se arrepentían y querían sumergir o sepultar en agua su vida antigua, para renacer y resurgir a una nueva vida. Jesús, a pesar de no tener pecados, también se bautizó, simbolizando la necesidad de romper con lo viejo y nacer a lo nuevo.

Juan bautizaba con agua, pero Jesús bautizaría con Espíritu Santo. Este bautismo es superior porque ya no es solo un símbolo, sino que realiza verdaderamente aquello que simboliza: libera al hombre de la culpa original y perdona sus pecados, lo rescata del mal y marca su renacimiento espiritual. Le comunica una vida nueva que participa de la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Jesús mandó a sus discípulos en su nombre. Para los judíos, el nombre de alguien sustituía a la persona misma. Al ser pronunciado o invocado el nombre de alguien sobre una cosa, ésta quedaba íntimamente ligada con la persona nombrada, pasaba a ser propiedad suya. Lo mismo ocurría entonces con el bautismo. Al bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, significa que la persona queda consagrada a la persona de Dios y la hace pertenecer a Él totalmente, incorporándola a Dios, uno y trino.

Hoy somos nosotros los enviados a bautizar, a revelar el misterio de Dios, porque nosotros, como cristianos, somos de Dios. Lo mismo que Dios no estamos solos, estamos acompañados por la comunidad de hermanos. La comunidad de la Santísima Trinidad tiene que ser para nosotros ejemplo de vida con los hermanos. Vivamos con alegría este Amor expresado en la Trinidad y seamos felices de mostrarlo hasta los confines del mundo.

Roberto Juárez