Trinidad. Bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo

A mediados de los años noventa, leí un texto sorprendente de la teóloga brasileña Ivone Gebara. El comentario del evangelio de hoy es fiel a esta intuición profética.

Hablar de la Trinidad como Padre, Hijo y Espíritu Santo es algo conceptual,  abstracto, es un discurso en el que nos quedamos dándole vueltas pero no nos hace avanzar. Estos significados forman parte del dinamismo de la vida, cambian, se transforman y se adaptan a las nuevas situaciones a las que nos enfrentamos. Las relaciones: “tres personas distintas y un solo Dios”, que aprendimos de nuestros antepasados y tradiciones, podemos afirmarlas de otra manera de acuerdo con nuevas percepciones e intuiciones. Se trata de superar una visión jerárquica y teocéntrica del mundo para avanzar en profundidad.

Hablar de la Trinidad en esos términos nos remite a “códigos cifrados”, es decir, formulaciones que requieren ser abiertas y traducidas de nuevo. Son símbolos que se refieren a las experiencias de la vida que han sido olvidados o absolutizados, dentro de una teoría eminentemente masculina y que no conecta con nuestras experiencias de vida; por eso debemos hacer un esfuerzo de comprensión e interpretación diferente.

Una teóloga norteamericana[1], decía con ironía, que hemos reducido la Trinidad “a un anciano, un hombre joven y un pájaro”. Se trata de recuperar una experiencia de Dios más honda para que aflore su extraordinaria riqueza. Es preciso captar cuál es la experiencia fundamental que subyace de la afirmación cristiana de que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta perspectiva crítica no significa el menosprecio de nuestro pasado cristiano que, a pesar de las limitaciones y condicionantes humanas, ha intentado establecer relaciones de justicia, amor y misericordia entre pueblos y personas.

Es sabido que el número tres indica pluralidad; es símbolo de inagotable riqueza y universalidad. La vida es múltiple, diversa, creativa y en constante evolución. De ahí la simbología de la multiplicidad/unidad.

Pero, ¿a qué experiencia humana corresponde el discurso sobre la Trinidad?[2]

Cuando ahondamos en nuestra experiencia religiosa utilizamos un lenguaje y unas expresiones aprendidas de las que nos da mucho miedo prescindir pero que tienen poco que ver con las cosas de cada día. El reto está en expresar de forma sencilla y comprensible las experiencias que son realmente significativas para nuestra vida. En ellas es donde se expresa nuestra fe, nuestros amores y anhelos más profundos, nuestro compromiso, nuestra solidaridad. Suponen también reconocer el sufrimiento, la discriminación, la competitividad, la lucha por la supervivencia, el dolor de la diferencia, la ambición y los obstáculos que vamos poniendo en las relaciones humanas levantando barreras de todo tipo. Esa es nuestra experiencia.

A partir de ella imaginamos a Dios como diferente, superior a esa limitación que nos constituye. Buscamos un Dios Uno que unifique toda esa diversidad que nos desborda. La Trinidad es expresión de la dolorosa historia humana pero es una Trinidad unificada, como si fuese el deseo de armonía y comunión con todo lo que existe, como si fuera la expresión del mundo transformado en el cual toda lágrima será enjugada y finalmente Dios, o sea el Uno, el Amor, será todo en todos.

Por eso es preciso dar la vuelta a nuestra experiencia cotidiana para verificar en ella el fundamento de nuestra imagen de Dios. La Trinidad que amamos y veneramos nace de nuestra propia experiencia humana, de nuestras entrañas, aunque sea infinitamente mayor que ella. No es algo que está fuera de nosotros. Existimos en ese gran misterio divino explicitado en múltiples facetas lo que conocemos es sólo lo que experimentamos e intentamos interpretar buscando su sentido, su significado. En otras palabras, somos diversas manifestaciones de una única consciencia Divina. Presentimos una profundidad infinita, sin fondo. A ese fondo inagotable de nuestro ser se refiere la palabra Dios Trinidad.

Dios significa la fuente de nuestro ser, la profundidad última de nuestra existencia, el alma, la conciencia. En el fondo íntimo de cada persona se experimenta una apertura de su “yo” a un “tú” personal y al “nosotros” que surge de ese encuentro. Así llevamos impreso en el fondo de nosotros la imagen de la Trinidad. Lo que percibimos en nosotros/as no es sino un pálido reflejo de Dios, somos sus hijos e hijas y llevamos una señal que es  trinitaria. “Nosotros/as no generamos la Luz, solo somos los rayos de ese gran Brillo” (K. Gibran).

Nos sabemos habitados y sustentados por una Presencia, por la permanente acción creadora de Dios en nuestro mismo ser. Es un presente que todo lo llena, todo lo abarca. Lo contemplamos desde la perspectiva del amor, del encuentro que nos nutre, que nos impulsa a experimentarle como familia, comunidad, don de sí, fuente de vida y de gozo, es Trinidad: Padre-Madre, Hijo y Espíritu Santo.

Todo ello me aleja de la tentación de crearme un Dios a mi medida, a mi antojo, que no me complique demasiado la vida, que no me cuestione mis propios argumentos, mis creencias… Dios Trinidad es vida, movimiento plural. No es un concepto abstracto, alejado de mi realidad, de nuestros anhelos más profundos, no es algo estático, inmutable. No es un ser separado sino el Misterio inefable que todo lo llena y en todo se manifiesta.

El reconocimiento de mi propia experiencia, de mi historia personal y colectiva, de mis fallos, de mis limitaciones me posibilita llegar a la experiencia de Dios en mí, en cada uno/a. Hemos sido creados a su imagen y semejanza, se nos invita a sumergirnos en el centro de la Trinidad y aprender a amar como Dios ama, como Jesús amó y dejarnos llevar por su Espíritu. Darnos cuenta de lo que Dios Trinidad es y lo que soy se identifica. Es el fundamento y la fuente de la mayor humanidad. ¿Lo vivimos?

Los últimos versículos del evangelio de Mateo son de los pocos textos que emplean la fórmula trinitaria. En ella se muestra la praxis cristiana de la primitiva Iglesia: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.

En definitiva, contemplar y seguir construyendo, aquí y ahora, Trinidad en el universo, en la tierra, entre pueblos y culturas, en las relaciones humanas, en cada persona…

¡Shalom!

Mª Luisa Paret

Dios está más allá de ser 1 y de ser 3

Es verdad que la Biblia dice que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, pero, en realidad, es el hombre el que está fabricando a cada instante un Dios a su medida. Es verdad que nunca podremos llegar a un concepto adecuado de lo que es Dios, pero no es menos cierto que muchas ideas de Dios pueden y deben ser superadas. Si ha cambiado nuestro conocimiento del mundo y del hombre, será lógico que cambie nuestra idea de Dios, dejando paso a un Dios-Espíritu, cada vez menos cosificado.

Decir que la Trinidad es un dogma o un misterio, no hace más comprensible la formulación trinitaria. La verdad es que hoy no nos dice casi nada, y menos aún las explicaciones que se han dado a través de los siglos. Todas las teologías surgieron de una elaboración racional que siempre se hace desde una filosofía, determinada por un tiempo y una cultura. También la primitiva teología cristiana se desarrolló en el marco de una cultura y una filosofía, la griega, que ninguno de nosotros entiende hoy.

Cada día se nos hace más difícil la comprensión del misterio, entre otras cosas porque no sabemos qué querían decir los que elaboraron el dogma. Aplicar hoy a las tres personas de la Trinidad la clásica definición de Boecio “individua sustantia, racionalis naturae”, es ridículo. No podemos aplicar a Dios la individualidad y la racionalidad propia del hombre. Dios no es un individuo, ni una sustancia, ni naturaleza racional.

La dificultad para hablar de Dios como tres personas, la encontra­mos en el mismo concepto de persona, que ha experimentado sucesivos cambios de sentido a través de la historia. Desde el «prosopon» griego, que era la máscara que se ponían en el teatro para que “resonara” la voz; pasando a significar el personaje que se representaba; al final terminó significando el individuo físico. El sentido moderno de persona, es el de yo individual, conciencia subjetiva, el núcleo íntimo del ser humano.

En la raíz del significado está la limitación. Existe la persona porque existe la diferencia y la separación. Esto es imposible aplicárselo a Dios. En los últimos años se está hablando del ámbito transpersonal. Creo que va a ser uno de los temas más apasionantes de los próximos decenios. Si el hombre está anhelando lo transpersonal, es ridículo seguir encasillando a Dios en un concepto personal, que supone límites.

Siempre que nos atrevemos a decir “Dios es…,” estamos expresando una idea, es decir, un ídolo. Ídolo no es solamente una escultura de dios. También es un ídolo cualquier concepto que le aplicamos. El ateo sincero está más cerca del verdadero Dios que los teólogos que creen haberlo atrapado en conceptos. Dios no es nada que podemos nombrar. El “soy el que soy” del AT, tiene más miga de lo que parece. Dios es solo verbo, pero un verbo que no se conjuga, porque no tiene tiempos ni modos.

Dios no se identifica con la creación, pero tampoco es nada separado de ella. De la misma manera que no podemos imaginar la Vida como algo separado del ser que está vivo, no podemos imaginar lo divino separado de todo ser creado que, por el mero hecho de existir, está traspasado de Dios. Tampoco podemos decir que está donde actúa, porque no puede actuar de manera causal a semejanza de las criaturas. La acción de Dios no podemos percibirla por los sentidos ni ser objeto de ciencia.

El Dios de Jesús no es el Dios de los buenos, de los piadosos, de los religiosos ni de los sabios, es también el Dios de los excluidos y marginados, de los enfermos y tarados; incluso de los irreligiosos inmorales y ateos. El evangelio no puede ser más claro: “las prostitutas y los pecadores os llevan la delantera en el Reino de Dios”. El Dios de Jesús no nos interesa porque no aporta nada a los “buenos” que ya lo tienen todo. En cambio, llena de esperanza a los “malos” que se sienten perdidos. «No tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos».

Para nosotros, es sobre todo la experiencia que Jesús tuvo de su Abba, lo que nos debe orientar en nuestra búsqueda. Jesús no se propuso inventar una nueva religión ni un nuevo Dios. Lo que intentó fue purificar la idea de Dios que tenía el pueblo judío en su época. Ese esfuerzo le costó la vida. Jesús en todo momento quiere dejar claro que su Dios es el mismo del AT. Eso sí, tan purificado y limpio de adherencias idolátricas, que da la impresión de ser una realidad completamente distinta.

La forma en que Jesús habla de Dios como amor, se inspira directamente en su experiencia personal. Naturalmen­te esa vivencia no hubiera sido posible sin hacer suyo el bagaje religioso heredado de la tradición bíblica. En ella se encuentran ya claros chispazos de lo que iba ser la revelación de Jesús. La experiencia básica de Jesús fue la presencia de Dios en su propio ser. Descubrió que Dios lo era todo para él y decidió corresponder siendo él mismo todo para los demás. Al llamar a Dios «Abba» abre un horizonte completamente nuevo en las relaciones con el absoluto. 

La base de toda experiencia religiosa reside en la condición de criaturas. El hombre se descubre sustentado por la permanente acción creadora de Dios. El modo finito de ser uno mismo, demuestra que no se da a sí mismo la existencia, por lo tanto, es más de Dios que de sí mismo. Sin Dios no sería posible la existencia. El reconoci­miento de nuestra limitación es el camino para llegar a la experiencia de Dios. Él es el único y sólido fundamento sin el cual, nada existe. Jesús descubre que el centro de su vida está en Dios. Pero eso no quiere decir que tenga que salir de sí para encontrarlo. Descubrir a Dios como fundamento es fuente de una insospechada humanidad.

Esta idea de Dios supone un salto sobre la idea del AT. Allí Dios era el Todopoderoso que hace un pacto al modo humano, y observa desde su atalaya a los hombres para ver si cumplen o no su “Alianza”, y reacciona en consecuencia. Si la cumplen, los ama y los premia, si no la cumplen, los reprueba y castiga. En Jesús Dios actúa de modo muy diferente. Él es don absoluto e incondicional. Él es agape y se da totalmente. Es el hombre el que tiene que reaccionar al descubrir lo que Dios es para él. La fidelidad de Dios es lo primero y el verdadero fundamento de una actitud humana.

Dios no puede ser un «tú» en el mismo sentido que lo es otro ser humano. Dios sería más bien la realidad que posibilita el encuentro con un tú; es decir, sería como ese tú ilimitado que se experimenta en todo encuentro humano con el otro. Pero a Dios nunca se le puede experimentar directa­mente como tal tú, sin el rodeo del encuentro con un tú humano. No se trata pues, de evitar a toda costa el vocabulario teísta sino exponer con suficiente claridad el carácter analógico de todo lenguaje sobre Dios.

Fray Marcos

Todos los días

Sospecho que incluso las personas más mentales y más escépticas, en algún momento, intuyen que hay algo más de lo que la mente es capaz de percibir. No solo porque la propia mente pueda quedar cuestionada al constatar la grandeza, belleza y armonía de la realidad, sino porque desde nuestro interior emerge, de manera inesperada, el anhelo que nos habita.

Tal anhelo, aun descuidado, silenciado, compensado e incluso expresamente bloqueado, no desaparece; continúa latente en nuestro interior, en forma de pregunta o de añoranza, listo a despertar en cuanto se le preste un poco de atención.

El anhelo es la expresión de nuestra propia profundidad, ese “lugar” indestructible y siempre disponible, que está con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo”. La mente religiosa ha situado ese “lugar” fuera de nosotros, en un dios separado. Al hacer así, nos ha distraído de nuestra verdad profunda, que fue proyectada y, en cierto sentido, quedó secuestrada, hasta terminar alienados de nosotros mismos.

Lo que está con nosotros “todos los días” no es una forma concreta, siempre impermanente, sino Aquello que se expresa en todas ellas y que constituye nuestra identidad. Por eso, no necesitamos ir lejos ni buscar algo exótico; es suficiente con acallar la mente, mirar en nuestro interior, oír el anhelo que nos habita… y permanecer en la certeza de ser.

Enrique Martínez Lozano

Lectura espiritual – Santísima Trinidad

LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Venida de la Trinidad al alma.

No solamente el Hijo, sino también el Padre y el Espíritu Santo vienen por la gracia al alma humana y habitan en ella, según aquello de San Juan: Vendremos a él, y haremos morada en él (Jn 14, 23).

El Padre viene por su poder, confortándonos. El que da fuerza al cansado (Is 40, 29), a lo que añade la Glosa; «fuerza de creer y de obrar».

El Hijo viene por su sabiduría, iluminándonos, porque es luz verdadera que alumbra a todo hombre (Jn 1, 9).

El Espíritu Santo viene por su bondad, inflamándonos en su amor.

El Espíritu Santo derrama en nosotros su bondad inflamándonos en su amor; porque el amor de Dios es la fuente de todo bien. Él se nos comunica de una manera soberana. Pero está lleno de suavidad en nosotros, cuando nos alegra con el gusto interno de su dulzura. Por eso, sobre las palabras del Salmo (104, 9): Suave es el Señor para con todos, agrega la Glosa: «pero principalmente para los que le gustan». Y San Bernardo añade: «El solo Consolador es nuestro huésped, el Dios de caridad, el cual, aunque nunca abandona a los justos para hacerlos merecer, con frecuencia se ausenta, sin embargo, y se abstiene de consolarlos; aquello es más agradable, esto es más útil. Se le tiene, en verdad, pero oculto, cuando aquella suavidad poseída no toca la sensibilidad del corazón. Y así como el pueblo israelita, cuando al principio el Señor le hizo llover el maná, decía admirado: ¿Manhú?, que quiere decir: ¿Qué es esto? (Ex 16, 15), así el alma devota se admira al experimentar en su interior la suavidad de la bondad divina, porque no la ha experimentado tal en las cosas creadas.» Por eso dice San Anselmo: «Pensad cuál sea aquel bien que contiene el placer de todos los bienes, y no experimentáis en las cosas creadas, pero que difiere como el Criador de la criatura.»

Además, la suavidad de esta bondad no se puede expresar con palabras, ni se enseña con la lengua sino con la gracia. Al vencedor daré yo maná escondido (Apoc 2, 17), porque no es descubierto por ningún lenguaje. Por lo cual dice San Bernardo: ¡Oh! que quien esté ansioso por saber qué es gustar del Verbo prepare, no su oído, sino el alma, porque no es la lengua la que lo enseña, sino la gracia.»

Todavía más, sobrepasa a toda inteligencia y a todo deseo, lo cual es mayor, porque sabemos muchas cosas que no expresamos; pero la suavidad de la bondad divina es tan grande que no sólo no podemos expresarla con palabras, sino que aun somos impotentes para buscarla. Por eso dice el Profeta: Me acordé de Dios, y me deleité (en lo cual está la suavidad), y me ejercité, y desmayó mi espíritu (Sal 76, 4.) Y San Bernardo nos explica que la inteligencia no puede comprenderlo sino cuando tiene la experiencia.

Así deben entenderse las palabras del profeta que dice: Maravillosas tus obras, y mi alma lo conoce mucho (Sal 138, 14), esto es, maravillosos son el poder del Padre, la sabiduría del Hijo, y la dulzura del Espíritu Santo, que hacen desfallecer el alma cuando intenta conocer la grandeza del poder, la profundidad de la sabiduría y la abundancia de la dulce suavidad.

(De Humanitate Christi.)

Meditaciones de Santo Tomás de Aquino. Fr. Z. MÉZARD OP

Parábola del Padre, la Palabra y el Viento

«Id y haced discípulos de todos los pueblos»

La tendencia a interpretar las palabras de Jesús con conceptos tomados de filosofías paganas empezó en el cuarto evangelio, al asumir el término “logos” y otros conceptos de la filosofía de Filón y otras fuentes gnósticas. Más tarde se recurrió a los clásicos griegos, Platón y Aristóteles, y en Nicea, un grupo de teólogos creyó poder meterse en la esencia de Dios y proclamó el dogma de la Santísima Trinidad. Abandonaron el estilo de Jesús, pensaron que con la razón podían acceder a la intimidad de Dios y se equivocaron, porque de Dios solo conocemos lo que Él nos ha dicho de sí mismo.

Además, el dogma de la Santísima Trinidad resulta hoy muy poco interesante, y la razón es doble; por una parte, porque tanta erudición nos desborda, y por otra, porque no nos ayuda a vivir. No obstante, si trascendemos su formulación dogmática podremos descubrir la raíz evangélica que en él subyace, ya que en Jesús hemos descubierto que Dios es para nosotros Padre, Palabra y Viento.

Palabra. El punto de partida es siempre Jesús, porque el quicio fundamental de quienes nos llamamos cristianos es creer en Jesús visibilidad de Dios sin poner en duda su humanidad. Dios se nos da a conocer en Jesús y se comunica con nosotros a través de Jesús y, por tanto, creer en él es creer que, no solo sus dichos, sino toda su vida, son “Palabra de Dios”.

Padre. Porque cuando le escuchamos hablar de Dios —es decir, cuando Dios nos habla de sí mismo a través de Jesús— nos quedamos asombrados, porque no menciona ninguna de las cualidades maravillosas que siempre le habíamos atribuido, sino que nos habla de Abbá; “El Padre” que sale cada atardecer a esperar a su hijo perdido.

Viento. Y cuando le vemos dedicar su vida a enseñar y curar sin descanso, o lo vemos rodeado de multitudes que le siguen fascinadas, o escuchamos sus criterios poderosos de vida, o le vemos capaz de llegar hasta las últimas consecuencias por fidelidad a su misión… creemos que en Jesús sopla un viento irresistible, el “Viento de Dios” que impulsa a la humanidad y actúa en cada uno de nosotros.

Mirando a Jesús vemos pues que Dios es el Padre con quien podemos contar, la Palabra que nos guía por la vida y el Viento que nos alienta y nos ayuda a caminar; Padre, Palabra y Viento. Dios se comunica con nosotros —Palabra—, actúa en nosotros —Espíritu— y es nuestro Padre —Abbá—. Y esto significa que Dios no es un arcano insondable, sino un sembrador que esparce la semilla de la Palabra continuamente y nos alienta en nuestro caminar por la vida.

Y esto es magnífico, porque ese dogma incomprensible y aparentemente estéril que pensábamos que no nos interesaba nada, se convierte en algo importante para nosotros, porque este conocimiento de Dios orienta nuestra vida, nos permite caminar correctamente por ella y, en consecuencia, es fuente de seguridad y estímulo.

Miguel Ángel Munárriz Casajús

Homilía – Santísima Trinidad

La Gloria de la Trinidad en la Historia

El 9 de febrero del año 2000 el papa Juan Pablo II nos regaló una reflexión preciosa sobre la presencia del misterio trinitario en la historia. Ofrecemos un aparte de su enseñanza, aunque la numeración aquí presentada es nuestra.

Trataremos de ilustrar esta presencia de Dios en la historia, a la luz de la revelación trinitaria, que, aunque se realizó plenamente en el Nuevo Testamento, ya se halla anticipada y bosquejada en el Antiguo. Así pues, comenzaremos con el Padre, cuyas características ya se pueden entrever en la acción de Dios que interviene en la historia como padre tierno y solícito con respecto a los justos que acuden a él. Él es «padre de los huérfanos y defensor de las viudas» (Sal 68, 6); también es padre en relación con el pueblo rebelde y pecador.

Dos páginas proféticas de extraordinaria belleza e intensidad presentan un delicado soliloquio de Dios con respecto a sus «hijos descarriados» (Dt 32, 5). Dios manifiesta en él su presencia constante y amorosa en el entramado de la historia humana. En Jeremías el Señor exclama: «Yo soy para Israel un padre (…) ¿No es mi hijo predilecto, mi niño mimado? Pues cuantas veces trato de amenazarlo, me acuerdo de él; por eso se conmueven mis entrañas por él, y siento por él una profunda ternura» (Jr 31, 9. 20). La otra estupenda confesión de Dios se halla en Oseas: «Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. (…) Yo le enseñé a caminar, tomándolo por los brazos, pero no reconoció mis desvelos por curarlo. Los atraía con vínculos de bondad, con lazos de amor, y era para ellos como quien alza a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer. (…) Mi corazón está en mí trastornado, y se han conmovido mis entrañas» (Os 11, 1. 3-4. 8).

Junto a nosotros

Continúa enseñándonos el papa Juan Pablo II.

De los anteriores pasajes de la Biblia debemos sacar como conclusión que Dios Padre de ninguna manera es indiferente frente a nuestras vicisitudes. Más aún, llega incluso a enviar a su Hijo unigénito, precisamente en el centro de la historia, como lo atestigua el mismo Cristo en el diálogo nocturno con Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 16-17). El Hijo se inserta dentro del tiempo y del espacio como el centro vivo y vivificante que da sentido definitivo al flujo de la historia, salvándola de la dispersión y de la banalidad. Especialmente hacia la cruz de Cristo, fuente de salvación y de vida eterna, converge toda la humanidad con sus alegrías y sus lágrimas, con su atormentada historia de bien y mal: «Cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Con una frase lapidaria la carta a los Hebreos proclamará la presencia perenne de Cristo en la historia: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8).

Para descubrir debajo del flujo de los acontecimientos esta presencia secreta y eficaz, para intuir el reino de Dios, que ya se encuentra entre nosotros (cf. Lc 17, 21), es necesario ir más allá de la superficie de las fechas y los eventos históricos. Aquí entra en acción el Espíritu Santo. Aunque el Antiguo Testamento no presenta aún una revelación explícita de su persona, se le pueden «atribuir» ciertas iniciativas salvíficas. Es él quien mueve a los jueces de Israel (cf. Jc 3, 10), a David (cf. 1 S 16, 13), al rey Mesías (cf. Is 11, 1-2; 42, 1), pero sobre todo es él quien se derrama sobre los profetas, los cuales tienen la misión de revelar la gloria divina velada en la historia, el designio del Señor encerrado en nuestras vicisitudes. El profeta Isaías presenta una página de gran eficacia, que recogerá Cristo en su discurso programático en la sinagoga de Nazaret: «El Espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, pues Yahveh me ha ungido, me ha enviado a predicar la buena nueva a los pobres, a sanar los corazones quebrantados, a anunciar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad, y a promulgar el año de gracia de Yahveh» (Is 61, 1-2; cf. Lc 4, 18-19).

El Espíritu de Dios no sólo revela el sentido de la historia, sino que también da fuerza para colaborar en el proyecto divino que se realiza en ella. A la luz del Padre, del Hijo y del Espíritu, la historia deja de ser una sucesión de acontecimientos que se disuelven en el abismo de la muerte; se transforma en un terreno fecundado por la semilla de la eternidad, un camino que lleva a la meta sublime en la que «Dios será todo en todos» (1 Co 15, 28). El jubileo, que evoca «el año de gracia» anunciado por Isaías e inaugurado por Cristo, quiere ser la epifanía de esta semilla y de esta gloria, para que todos esperen, sostenidos por la presencia y la ayuda de Dios, en un mundo nuevo, más auténticamente cristiano y humano.

Así pues, cada uno de nosotros, al balbucear algo del misterio de la Trinidad operante en nuestra historia, debe hacer suyo el asombro adorante de san Gregorio Nacianceno, teólogo y poeta, cuando canta: «Gloria a Dios Padre y al Hijo, rey del universo. Gloria al Espíritu, digno de alabanza y todo santo. La Trinidad es un solo Dios, que creó y llenó todas las cosas…, vivificándolo todo con su Espíritu, para que cada criatura rinda homenaje a su Creador, causa única del vivir y del durar. La criatura racional, más que cualquier otra, lo debe celebrar siempre como gran Rey y Padre bueno» (Poemas dogmáticos, XXI, Hymnus alias: PG 37, 510-511).

 Fr. Nelson Medina, OP

Homilía – Santísima Trinidad

La Iglesia celebra hoy el misterio central de nuestra fe, el misterio de la Santísima Trinidad, fuente de todos los dones y gracias; el misterio de la vida íntima de Dios. Toda la liturgia de la Misa de este domingo nos invita a tratar con intimidad a cada una de las Tres Personas, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Esta fiesta fue establecida en 1334 por el papa Juan XXII y quedó fijada para el domingo después de la venida del Espíritu Santo. Cada vez que con fe y con devoción rezamos Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, estamos invocando a la Santísima Trinidad, verdadero y único Dios.

La Trinidad constituye el misterio supremo de nuestra fe. Y misterio es una verdad de la que no podemos saberlo todo.

En el caso de la Santísima Trinidad, sabemos lo que Dios mismo a través de las Sagradas Escrituras y de Jesucristo, nos ha revelado.

Este misterio que no podemos comprender totalmente, sí podemos vivirlo, ya san Pablo, se despedía de las comunidades cristianas diciendo:

La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo, esté siempre con ustedes.

El misterio de la Santísima Trinidad, estaba presente ya en tiempos de los apóstoles. Pero ¿vive fecundamente en nosotros?

En el Evangelio de hoy, Jesús al despedirse de sus discípulos, los envía, les da la misión universal de hacer discípulos y bautizar «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

La misión fue cumplida por los discípulos y aún hoy lo está siendo por nosotros. Todos nosotros hemos sido bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», en el nombre de la Trinidad. Adoramos entonces a Dios uno y Trino como consecuencia de nuestra fe bautismal. De modo que al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna divinidad, adoramos a tres personas distintas, de única naturaleza, iguales en su dignidad según se reza en el prefacio de la misa de este domingo:

«En verdad es justo,… darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno.

Que con tu Único Hijo y el Espíritu Santo, eres un solo Dios, un solo Señor; no una sola Persona, sino tres Personas en una sola naturaleza.

Y lo que creemos de tu gloria, porque tú lo revelaste, lo afirmamos también de tu Hijo y también del Espíritu Santo, sin diferencia ni distinción».

De modo que, al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna divinidad, adoramos tres Personas distintas, de única naturaleza e iguales en su dignidad.

Siempre es provechoso esforzarse en profundizar el contenido de la antigua tradición, de la doctrina y la fe de la Iglesia Católica, tal como el Señor nos la entregó, tal como la predicaron los Apóstoles y la conservaron los Santos Padres.

El cristianismo está colmado de misterios, pero el misterio fundamental, el más central, el misterio de los misterios es el de la Santísima Trinidad.

Todos los demás misterios sacan de él su alimento y todos, sin excepción alguna, desembocan nuevamente ahí.

En todos los misterios del cristianismo, llámese como se quieran, está girando el misterio del amor trinitario y todo lo que encierran los misterios es el amor infinito de la Santísima Trinidad a los hombres.

Cuántas veces nos hace notar la Sagrada Escritura, que Cristo pasó por el mundo bendiciéndolo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Los apóstoles, los evangelistas heredaron de Cristo esta actitud. Desde ese tiempo existió en toda la cristiandad el amor a la señal de la cruz.

En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, comenzamos todas nuestras oraciones, comenzamos la Santa Misa y la celebración de todos los sacramentos y actos de la Iglesia.

Al persignarnos hacemos una señal de la cruz pequeña sobre la frente, la boca y en el pecho sobre el corazón, ¿qué están indicando?

La cruz sobre la frente se refiere al Padre que está sobre todo; la cruz en la boca, indica al Hijo, la Palabra eterna del Padre, brotada desde el seno del Padre celestial desde toda eternidad; la cruz sobre el corazón simboliza al Espíritu Santo.

¿Qué encierra este triple signo?

El reconocimiento del misterio creador más central del cristianismo.

La cruz es el símbolo del Redentor y de la Redención. ¿A quién se lo debemos?

Al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo; a las tres personas, pero a cada una de modo diferente.

Tal vez convenga preguntarnos hoy, si hemos conservado el amor a la cruz, si nos avergonzamos tal vez de signarnos, si signamos a nuestros hijos.

Pensemos que cada vez que hacemos la señal de la cruz, estamos reconociendo y confesando la realidad de la Santísima Trinidad.

La hacemos en el nombre del Padre: el Padre es siempre lo primero, lo supremo, origen de todo.

En el nombre del Padre y del Hijo: el Hijo procede del Padre y ha venido al mundo.

Y En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: el Espíritu Santo es enviado por el Padre y el Hijo.

Así fue una vez la fe: inamovible, profunda y vital en la Santísima Trinidad. Este símbolo fue creado entonces, y nosotros lo hemos recibido, pero tal vez hemos olvidado su contenido.

¿Quién puede devolvernos esa fe viva?

El Espíritu Santo. Él viene a nuestra alma en forma de lenguas de fuego o de un viento impetuoso o en la suave y silenciosa brisa, entra en nuestra alma para lanzar de ella toda mediocridad, para aclarar toda incomprensión y para que nuestra alma se eleve al Dios eterno, y encuentre allí un lugar de reposo absoluto

Este misterio fundamental de nuestra fe, nunca será captado por nuestra capacidad creada de comprensión.

Nunca lo podremos captar aquí en la tierra, valiéndonos de nuestros sentidos naturales, nunca lo podremos captar con la inteligencia humana.

Cuando pasemos a la eternidad, podremos contemplar a Dios directamente, gozar de Él, pero nunca penetrar su misterio.

Hoy vamos a pedir a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, más fe. Queremos repetir cada vez con más fe: Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo. Creo en el Espíritu Santo. Y pedirle que nuestra vida sea real testimonio de la grandeza del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Que nuestra Madre María, que tal vez como nosotros, no comprendió pero sí vivió ese misterio como Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa de Dios Espíritu Santo, nos ayude a vivir a nosotros este misterio.

Lectio Divina – Santísima Trinidad

LECTIO

Primera lectura: Deuteronomio 4,32-34.39ss

Moisés habló al pueblo y le dijo: 32 Pregunta, si no, a los tiempos pasados que te han precedido desde el día en que Dios creó al hombre en la tierra: ¿Se ha visto jamás algo tan grande o se ha oído cosa semejante desde un extremo a otro del cielo? 33 ¿Qué pueblo ha oído la voz de Dios en medio del fuego, como la has oído tú, y ha quedado con vida? 34 ¿Ha habido un dios que haya ido a buscarse un pueblo en medio de otro con tantas pruebas, milagros y prodigios en combate, con mano fuerte y brazo poderoso, con portentosas hazañas, como hizo por vosotros el Señor, vuestro Dios, en Egipto ante vuestros propios ojos?

39 Reconoce, pues, hoy y convéncete de que el Señor es Dios allá arriba en los cielos y aquí abajo en la tierra y de que no hay otro. 40 Guarda sus leyes y mandamientos que yo te prescribo hoy para que seas feliz tú y tus hijos después de ti y prolongues tus días en la tierra que el Señor, tu Dios, te da para siempre.

El pueblo elegido, para mantenerse en los momentos difíciles, apela continuamente a la historia de su pasado (= fe histórica), que se convierte en un «lugar teológico». En efecto, si Dios ha sido siempre fiel en el pasado, lo será también en el futuro. Por eso, el deuteronomista invita al pueblo, sobre la base de la experiencia pasada, a compararse con otros pueblos: ningún otro pueblo de la tierra ha tenido una experiencia de Dios como Israel. Para confirmar lo que dice, recuerda dos episodios prodigiosos: la teofanía de Dios en el Horeb y la liberación de la esclavitud de Egipto. El autor sagrado no describe estas teofanías de manera detallada, se contenta con traerlas a la memoria (c f. Ex 19,1-19; 20,18-21; Dt 5).

El Señor, siempre cercano a su pueblo y fuente de vida, se ha mostrado fiel y capaz de mantener sus promesas en todas las circunstancias. De ahí que el pueblo elegido deba tener confianza en el Señor y ser fiel a la alianza prometida. Sólo así tendrá asegurada su propia existencia también para el futuro, viviendo en libertad y en paz y sintiéndose elegido por Dios. En caso contrario, Dios se alejará y entonces el pueblo experimentará la muerte (vv. 39ss).

A la luz de esta experiencia histórica, los justos y los guías de Israel tuvieron confianza, incluso en los momentos más críticos de su historia, en que no perderían el ánimo ni abandonarían la observancia de la Ley. Esto es evidente durante el exilio de Babilonia y en tiempos de los Macabeos, cuando tuvieron la fuerza necesaria para proclamar: «Dios grande y único, tu juicio es justo», aunque al mismo tiempo tuvieron que confesar: «Señor, perdona las culpas de nuestros padres, porque tú eres benigno y rico en misericordia».

Segunda lectura: Romanos 8,14-17

Hermanos: 14 Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. 15 Pues bien, vosotros no habéis recibido un Espíritu que os haga esclavos, de nuevo bajo el temor, sino que habéis recibido un Espíritu que os hace hijos adoptivos y nos permite clamar: «Abba», es decir, «Padre». 16 Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios. 17 Y si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo, toda vez que, si ahora padecemos con él, seremos también glorificados con él.

El capítulo 8 de la carta a los Romanos ha sido comparado al Te Deum de la historia de la salvación, y los vv. 14-17 han sido considerados como la cúspide de todo el capítulo. Dios, dador de vida, une a él vitalmente, por medio del Espíritu, a todo creyente haciéndole hijo suyo. Para Pablo, esta novedad cristiana de la filiación-comunión con Dios será plena sólo cuando, en la era escatológica, todo bautizado, por obra del Espíritu Santo, se identifique perfectamente con la figura de Cristo resucitado. En efecto, el espíritu de la Ley antigua era un espíritu de esclavitud, mientras que el espíritu de Cristo es el espíritu de la libertad y de la adopción, porque el Espíritu habita en el corazón de los creyentes. Y el fruto más hermoso del Espíritu es la filiación divina, que empieza en los fieles con el bautismo y alcanza su madurez completa en el camino de fe que conduce a la tierra prometida.

Entonces no sólo Cristo, sino todos los creyentes en él gozarán de esta plenitud. Ahora bien, el signo más manifiesto de esta prerrogativa cristiana es el hecho de que, ya desde ahora, pueden dirigirse los fieles a Dios con el bello nombre de «Abba-Padre», una expresión aramea familiar que significa «papá» y que ningún judío se atrevía nunca a pronunciar. Sólo el Espíritu ha podido inspirar a los cristianos una expresión tan audaz, que manifiesta la seguridad y la alegría de todos los que son movidos por el Espíritu de Jesús.

En todo caso, es el Espíritu quien hace a los creyentes conscientes de esta magnífica realidad, pero sobre todo es su causa. Ser hijos de Dios significa poseer ya una prenda de la vida eterna, significa ser «herederos» de los bienes de la vida de Dios y «coherederos» con Cristo, primogénito de los resucitados. No obstante, para obtener todo esto se exige una condición: participar en los sufrimientos de Cristo y completar lo que falta a su pasión. 

Evangelio: Mateo 28,16-20

16 Los once discípulos fueron a Galilea, al monte donde Jesús les había citado. 17 Al verlo, lo adoraron; ellos, que habían dudado. 18 Jesús se acercó y se dirigió a ellos con estas palabras:

-Dios me ha dado autoridad plena sobre cielo y tierra. 19 Poneos, pues, en camino, haced discípulos a todos los pueblos y bautizadlos para consagrarlos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, 20 enseñándoles a poner por obra todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de este mundo.

El final del evangelio de Mateo, expresado en términos teológicos personales, es el epílogo no sólo de las apariciones postpascuales, sino de todo su evangelio. El Jesús que se aparece a los discípulos en el monte es el «Señor» de la Iglesia, objeto de adoración y de plegaria por parte de los suyos, aunque no siempre con una fe plena (v. 17). Ahora bien, Jesús es asimismo el juez escatológico: está sentado ya desde ahora a la diestra del Padre para evangelizar a todas las gentes (cf. 24,14). En esta misión implica a sus discípulos, que deberán proseguir su obra. Esta obra consiste en «hacer discípulos» a todos los pueblos, bautizándolos y enseñándoles todas las cosas mandadas por Jesús, o sea, evangelizándolos (vv 18-20).

La fórmula trinitaria del bautismo representa una sorpresa en Mateo, pero le confiere al final de este evangelio un aspecto solemne y una síntesis teológica. El Dios de Jesús es único por su naturaleza, pero trino por las Personas. Al proclamar este misterio, el creyente adora la unidad de Dios y la Trinidad de las Personas. En esto consiste la salvación: en creer en este admirable misterio y en ser bautizado en el nombre del Dios uno y trino. Profesar esta fe en la Trinidad significa aceptar el amor del Padre, vivir por medio de la gracia del Hijo y abrirse al don del Espíritu.

Para acabar, las últimas palabras de Jesús constituyen una magna promesa: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de este mundo» (v 20). A buen seguro, este mundo tendrá un final que coincidirá con la parusía, pero todos los días que los cristianos viven esperando están colmados ya de una presencia: la Shekhinah divina mora allí donde dos o más se reúnen en el nombre de Jesús (cf. 18,20), como presencia discreta y silenciosa que acompaña a cada momento de la vida de los creyentes.


MEDITATIO

Si la escuela de la catequesis estuviera orientada bíblica y teológicamente, el misterio de la Trinidad, con todas sus explicaciones y aplicaciones adaptadas-a-la-vida, debería ocupar un puesto fundamental. Por consiguiente, sería menester enseñar que la Trinidad, mediante la fe-esperanza-caridad, arraiga propiamente en la memoria-intelecto-voluntad, porque la fe infusa es «verdaderamente» una participación en el conocimiento que Dios-Padre tiene de sí mismo (= el Hijo), y la caridad infusa es «verdaderamente» una participación en el amor del Padre y del Hijo (= el Espíritu Santo). Por eso debe explicarse que el bautizado, con la fe, conoce a Dios «como» Dios se conoce a sí mismo y, con la caridad, ama a Dios «como» Dios se ama a sí mismo: y ese conocimiento-amor reproducen y son propiamente semejantes a los de la Trinidad. Son humano-divinos: humanos, porque son expresados por nuestra persona, pero también divinos, porque son más y mejor obra del Espíritu Santo, que pone en acción las tres virtudes teologales. De suerte que se debe decir que el bautizado está estructurado «trinitariamente», hasta el punto de que es imposible expresar con palabras la intimidad que la fe-esperanza-caridad crean en nosotros con el Padre-Hijo-Espíritu Santo. Alguien que entiende de esto ha dicho que la Trinidad es más presente a nosotros que nuestro yo a nosotros mismos.


ORATIO

A mí, que he sido bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que tantas veces al día me hago la señal de la cruz, cómo me gustaría nombrar con la devoción y con el afecto del corazón a estas santas Personas y no hacer como los jugadores cuando entran en el campo.

La señal de la cruz es un sacramental que, por así decirlo, debe consagrar todo lo que hacemos, todo lo que pensamos, todo lo que decimos al Padre-Hijo-Espíritu Santo. Jesús me asegura: «Si alguien me ama, también mi Padre le amará, y vendremos a él y estableceremos nuestra morada en él». Cómo quisiera tratar con más respeto-garbo-delicadeza a estos huéspedes míos, con todas las atenciones que reservamos a los huéspedes de consideración. Pablo me recuerda: «Si alguien falta el respeto al templo de Dios, que sois vosotros, Dios le apartará», y me exhorta de este modo: «Honrad y tratad con elegancia al Dios que lleváis en vuestro cuerpo». Cómo quisiera comprender que una cosa es vestir, adornar, alimentar el cuerpo con mentalidad «mundana», y otra cosa completamente distinta es hacerlo con mentalidad «de fe»: éstame hace superar el envoltorio donde el templo del Espíritu está siempre radiante, ya sea bello o feo, esté sano o enfermo, sea viejo o joven, rico o pobre.


CONTEMPLATIO

Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayúdame a olvidarme de mí por completo para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si ya mi alma estuviera en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de ti, oh mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu misterio. Pacífica mi alma, haz en ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo; que yo no te deje en ella nunca a solas; que yo esté allí enteramente, completamente despierta en mi fe, toda adoración, completamente entregada a tu acción creadora.

Oh mi Cristo amado, crucificado por amor, yo quisiera ser una esposa para tu corazón; quisiera cubrirte de gloria, quisiera amarte… hasta morir. Pero siento mí impotencia y te pido que me revistas de ti mismo, que identifiques mi alma con todos los movimientos de tu alma, que me sumerjas, que me invadas, que me sustituyas, a fin de que mi vida no sea más que una irradiación de tu vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.

Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios, quiero pasar mi vida escuchándote, quiero convertirme totalmente en deseo de saber para aprender todo de ti; y después, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero fijarte siempre y permanecer bajo tu gran luz; oh mi Astro amado, fascíname para que ya no pueda salir de tu resplandor.

Oh Fuego que consume, Espíritu de amor, ven a mí a fin de que se produzca en mi alma como una encarnación del Verbo; que yo le sea una humanidad añadida en la que él renueve todo su misterio. Y tú, Padre, inclínate sobre tu pobre y pequeña criatura, cúbrela con tu sombra, no veas en ella más que al Bienamado en el que has puesto todas tus complacencias.

Oh mis «Tres», mi Todo, mi Beatitud, Soledad infinita, Inmensidad en que me pierdo, yo me entrego a ti como una presa, entiérrate en mí para que yo me entierre en ti, esperando ir a contemplar en tu luz el abismo de tu grandeza (Isabel de la Trinidad, «Oración a la Santísima Trinidad», en A. Hamman, Compendio de la oración cristiana, Edicep, Valencia 1990, p. 204).


ACTIO

Repite y medita hoy el gesto de la señal de la cruz: 

«En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

Lo esencial del credo

A lo largo de los siglos, los teólogos cristianos han elaborado profundos estudios sobre la Trinidad. Sin embargo, bastantes cristianos de nuestros días no logran captar qué tienen que ver con su vida esas admirables doctrinas.

Al parecer, hoy necesitamos oír hablar de Dios con palabras humildes y sencillas, que toquen nuestro pobre corazón, confuso y desalentado, y reconforten nuestra fe vacilante. Necesitamos, tal vez, recuperar lo esencial de nuestro Credo para aprender a vivirlo con alegría nueva.

«Creo en Dios Padre, creador del cielo y de la tierra». No estamos solos ante nuestros problemas y conflictos. No vivimos olvidados. Dios es nuestro «Padre» querido. Así lo llamaba Jesús y así lo llamamos nosotros. Él es el origen y la meta de nuestra vida. Nos ha creado a todos solo por amor, y nos espera a todos con corazón de Padre al final de nuestra peregrinación por este mundo.

Su nombre es hoy olvidado y negado por muchos. Las nuevas generaciones se van alejando de él, y los creyentes no sabemos contagiarles nuestra fe, pero Dios nos sigue mirando a todos con amor. Aunque vivamos llenos de dudas, no hemos de perder la fe en este Dios, Creador y Padre, pues habríamos perdido nuestra última esperanza.

«Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor». Es el gran regalo que Dios ha hecho al mundo. Él nos ha contado cómo es el Padre. Para nosotros, Jesús nunca será un hombre más. Mirándolo a él vemos al Padre: en sus gestos captamos su ternura y comprensión. En él podemos sentir a Dios humano, cercano, amigo.

Este Jesús, el Hijo amado de Dios, nos ha animado a construir una vida más fraterna y dichosa para todos. Es lo que más quiere el Padre. Nos ha indicado, además, el camino a seguir: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo». Si olvidamos a Jesús, ¿quién ocupará su vacío?, ¿quién nos podrá ofrecer su luz y su esperanza?

«Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida». Este misterio de Dios no es algo lejano. Está presente en el fondo de cada uno de nosotros. Lo podemos captar como Espíritu que alienta nuestras vidas, como Amor que nos lleva hacia los que sufren. Este Espíritu es lo mejor que hay dentro de nosotros.

Es una gracia grande caminar por la vida bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. No lo hemos de olvidar.

José Antonio Pagola

Santísima Trinidad

1.- Una de las cosas que asombran de la piedad litúrgica judía, es su repetitivo sentido de la alabanza. Baruj… es una expresión que se repite una y mil veces. Significa: Él es bendito o, de otra manera, bendito seas. En esta venerada religión, cuando muere el padre de familia, su hijo mayor, recita junto al cadáver, antes de enterrarlo, el Kadish. Se trata de una oración de alabanza a Dios. Por lo que he leído, y por la pequeña experiencia que tengo de trato con los que decimos son nuestros hermanos mayores, resultan ser momentos de gran emoción. Me he encontrado con algún joven que me ha dicho: no soy practicante, pero cuando mi padre murió, le dije el Kadish y es cosa que nunca he olvidado.

2.- Os he dicho esto, mis queridos jóvenes lectores, para orientar esta reflexión. A menudo, respecto a Dios, tenemos la idea de que es un ser que manda, prohíbe y dirige, a lo sumo, también alguien al que se puede acudir a pedir cosas. No seré yo quien lo niegue, pero si uno tiene únicamente una tal opinión, es muy pobre su pensamiento. Volviendo a los judíos. En sus plegarias, lo comprobaréis en los salmos, que también son oraciones nuestras, se acude con frecuencia a recordarle las maravillas realizadas con su pueblo. Asombrados por tal proceder, se le habla de las realidades cotidianas, de los acontecimientos. Se le recuerda su amor, para atraer su benevolencia. Y de aquí sacarán los rabinos muchas consecuencias doctrinales, pero lo importante e indispensable es lo primero.

Los cristianos que, como os decía antes, también hacemos nuestros sus libros sagrados, a los que llamamos Antiguo Testamento, recibimos la herencia de las intuiciones reveladas de sus profetas, pero les añadimos las confidencias del Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo. Este sí que es predilecto hermano mayor nuestro. Y es aquí a donde quería llegar y desde donde quería que partiera mi mensaje.

3.- Seguramente que os habréis encontrado algún día, que habéis conocido a una persona que os interesaba y le habéis manifestado vuestra admiración. Si habéis sabido hacerlo y él era de calidad humana, vuestra actitud la habrá recibido con simpatía y hasta os habrá querido introducir el la “rebotica de sus interioridades”. Os puede haber enseñado los trofeos que guarda de cuando era joven, o sus colecciones de sellos, de monedas, o de cromos. Os habrá mostrado una antigüedad que conserva y que no se atreve a enseñar más que a los íntimos, ¡quien sabe cuantas cosas habréis visto que nunca hubierais imaginado podríais contemplar en toda la vida! Al salir de la casa del que ya os sentís amigo, pues él mismo os ha llamado así, os sentís fascinados, deseosos de contarlo a los amigos de confianza, ocultándolo a los ignorantes, que tal vez lo escucharían con sorna. Yo no sé si os ha pasado algo como lo que os he contado, pero seguramente habréis entendido el ejemplo.

4.- A los hombres escogidos, nos ha pasado algo semejante. Hemos entrado en la intimidad de Dios. En lo más sublime de la Trascendencia. Una tal situación, dicen que la buscan posiciones orientales, mediante ejercicios de superación, dominio, ayunos, compasión, oraciones monótonamente repetidas. Seguramente que ya habéis imaginado que pienso en ámbitos budistas, sin quererlos definir con exactitud. Pues bien, sin despreciar tales prácticas ascéticas, nosotros los cristianos, podemos penetrar en la intimidad de lo Trascendente, de Dios, mediante la oración a Jesucristo y la recepción de los sacramentos.

Desde esta intimidad, descubrimos muchas cosas de Dios y tratamos de recordarlas, aunque lo importante sea conservar su amistad. Os pondré de nuevo un ejemplo. Ayer mismo conocí a un señor ilustre. Se refirió en un momento determinado de la conversación, a sus publicaciones, a las academias de las que era miembro correspondiente, a los honores recibidos. A final, cuando le pedí que me diera sus referencias, me contestó: mira no te voy a poner nada de lo que te he contado, te escribo mi dirección y basta. Allí me podrás encontrar y allí te ayudaré si me necesitas.

Acabo sucintamente con el título, con aquello que es lo más importante. La Trascendencia es Dios. Quiero decir, un ser personal, comunicable. En sus encuentros con nosotros, nos ha enseñado que es “abba” o sea Padre, o mejor, papá, o papaíto. También es Hijo, que resulta que a nuestra humanidad le ha tocado la suerte de tenerlo como compañero, acampó entre nosotros, dice el evangelio de San Juan, También es Espíritu, y un espíritu inquieto y generoso, que no ha querido existir alejado, que no está aburrido, que es fundamentalmente amor, vigor, luz, vida.

5.- Pienso y deseo que a Dios le haya complacido lo que he descrito de Él. Me tocó estudiar estas cuestiones, pero de otra manera, cuando cursé la carrera eclesiástica. Recuerdo muchas cosas, otras las olvidé. No importa demasiado, es algo así como un enamorado que puede ignorar el número del DNI de su amada, o el dibujo de su huella dactilar, o su historial clínico. Lo que le importa es saber entenderse, gozar del atractivo de su figura corporal, enriquecerse con su simpatía, gozar de su amor, tener bellos e interesantes proyectos mutuos.

Si celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad, es que somos confidentes de Dios. Esto es asombroso, fascinante, deslumbrante, despampanante. Tonto el que lo lea, lo entienda, y no salga corriendo a gozar de felicidad.

Pedrojosé Ynaraja