Homilía – Lunes VIII de Tiempo Ordinario

Un hombre viene corriendo y pregunta a Jesús: qué debe hacer para alcanzar la Vida eterna.

El hombre no lleva nombre. Ese hombre…, nos representa a todos nosotros.

En el fondo del alma, cualquiera de nosotros se ha preguntado en algún momento:

¿Qué debemos hacer para que no se nos escape la vida?

¿Qué debemos hacer para llegar a ser plenamente felices, y para siempre?

Y el Señor nos contesta a nosotros como al joven de hoy, que cumplamos los mandamientos. Esos mandamientos de Dios, que son una manifestación de su amor para encaminarnos hacia la plenitud de la vida.

Jesús remite al joven a algo que ya sabe, porque está inscrito en el corazón: el amor a los demás y por eso el Señor le recuerda solamente aquellos mandamientos que se refieren al prójimo.

Y lo hace así porque quiere que «lleguemos al cielo» y que lo hagamos viviendo nuestra vida de todos los días de cara a Dios.

Cuando el joven, le contesta al Señor, que eso ya lo había hecho siempre, Jesús le confirma que existe «algo más» para alcanzar mayor perfección y que todavía le falta: saber compartir con los demás todo lo que tiene y hacerse su discípulo.

Jesús le ofrece un maravilloso trueque: renunciar a toda aparente seguridad de este mundo, y confiar plenamente en la bondad y providencia de Dios.

Pero el joven no logra aceptar este intercambio…

Se retira entristecido y apenado.

Contrasta el entusiasmo y la alegría con que el hombre vino corriendo hacia Jesús, con la tristeza con que se aleja.

El enemigo más común de la alegría cristiana –que impide descubrir el gran tesoro del Evangelio-, es el apego al dinero y todo el mundo que lo rodea.

En el fondo, este hombre «no era libre».

Cuando nuestro corazón está apegado a las cosas del mundo, nos quita nuestra libertad y la posibilidad de entrar en el Reino de Dios.

Todos, en mayor o menor grado, tenemos el corazón apegado a algo. No siempre se trata de grandes riquezas, a veces nos aferramos «a lo poco» que tenemos y otras «a la ambición de tener más».

El Señor hoy nos mira a cada uno de nosotros con el mismo amor con que miró a este joven, y nos llama a nosotros como a Él a seguirlo, pero con un corazón desprendido de las cosas del mundo.