Comentario – Lunes XIII de Tiempo Ordinario

Ayer mismo reflexionábamos sobre el pasaje paralelo del evangelio de san Lucas. Pero la versión de Mateo introduce alguna particularidad digna de ser reseñada. Según Mateo, el que se acerca a Jesús con disponibilidad de seguirle adondequiera que vaya es un letrado; suponemos que un letrado que, atraído por su enseñanza, desea convertirse en discípulo suyo. Se dirige a él como Maestro, expresándole su intención de seguirle sin condiciones: Te seguiré –le dice- a donde vayas.

Su disponibilidad es total: en su seguimiento está dispuesto a ir adonde el Maestro le lleve, más cerca o más lejos, quizá incluso hasta la pérdida de la propia vida. Su confianza en el Maestro recién descubierto parece firme. Pero ésta podía ser la misma firmeza de que daba muestras Simón Pedro cuando decía: Aunque todos te abandonen, yo no te dejaré.

Y Jesús le pone sobre aviso. No quiere junto a sí a seguidores inconscientes de las implicaciones del seguimiento: Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza. No le augura, por tanto, éxitos ni riquezas. No le puede asegurar siquiera un lugar donde reposar, salvo él mismo; porque el que no tiene donde reclinar la cabeza se dará a sí mismo como «lugar» de descanso: Venid a mí, todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré.

Jesús se ofrece, por tanto, como descanso de los que no tienen lugar donde reposar. No sabemos si ante este panorama que se le desvelaba, aquel letrado mantuvo sus propósitos iniciales de seguir a Jesús sin condiciones, como extendiendo un cheque en blanco.

El segundo interlocutor de la llamada ya no es un letrado, sino un discípulo que, invitado por Jesús al seguimiento, le dice: Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre. La llamada a uno que ya es discípulo y, por tanto, seguidor de Jesús, parece implicar un mayor grado de compromiso. Pero éste pone alguna condición, al menos temporal: Déjame primero. Hay, por consiguiente, una urgencia o prioridad que le retiene momentáneamente: la sepultura de su padre. Se trata de un deber de piedad filial que merecería ser tenido en cuenta; pero esta obligación del hijo para con su padre no deja de ser una atadura que impide, también momentáneamente, el seguimiento o la diligencia en el seguimiento.

La respuesta de Jesús, aún sonando dura y desconsiderada hacia tales deberes naturales, resalta la seriedad o gravedad de la llamada, haciendo de ella una ocasión casi irrepetible: Tú, sígueme –le dice-. Deja que los muertos entierren a sus muertos. Jesús parece instarle a levar anclas, a romper amarras, a liberarse incluso de ese entorno familiar que le tiene apresado y le impide ejecutar sus decisiones con libertad. Es como si le dijera: «Deja esos asuntos para otros; tú tienes cosas más importantes que hacer».

Tales cosas no pueden ser sino las relativas al Reino de los cielos, en comparación con las cuales, todo lo demás es añadidura, aunque se trate de algo tan sagrado como enterrar a los muertos o dar sepultura a los seres queridos. En la escala de valores hay que priorizar; y para Jesús, en ese momento, no hay nada más importante que el Reino de los cielos y su implantación en el mundo. Ante esta prioridad misional, cualquier otra ocupación pasa a ser añadidura, esto es, cosa secundaria.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística