El evangelio de Marcos nos ofrece hoy el relato de la transfiguración del Señor. Jesús –cuenta el evangelista- se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. He aquí el escenario del «hecho» que tiene por testigos presenciales a sólo tres de sus discípulos, aquellos que Jesús eligió para la ocasión. Lo que esos testigos vieron no es del todo definible, ni expresable, pero lo presentan como una transfiguración (cambio de figura) sensible y esplendorosa (sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador).
El fenómeno deslumbrante va acompañado de la aparición de personajes de la Antigua Alianza como Elías y Moisés, que conversan con Jesús, y de una profunda sensación de bienestar que se apodera de los testigos: Maestro –le dijo Pedro a Jesús-, ¡Qué bien se está aquí! Hagamos tres chozas… la nube que les cubre les hace sentirse en presencia de la divinidad, y una voz que sale de la nube declara la identidad del Transfigurado y les invita a la escucha: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo.
De pronto, el escenario celeste se esfumó y volvieron de nuevo a la realidad terrestre y pedestre. Aunque la descripción del hecho está cargada de elementos simbólicos, no deja de aludirse a un hecho testificable. Y para ello contó con testigos que podían contar o narrar lo que habían visto. Precisamente porque pueden contarlo, Jesús les manda que no lo cuenten hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos. Antes sería inoportuno.
Lo cierto es que aquel suceso dejó una profunda huella en los testigos. Pedro, en una de sus cartas, dirá en un lenguaje más sobrio que el empleado por el evangelio que allí pudieron ver la grandeza del que se había hecho como un hombre cualquiera y pudieron oír la voz del Padre que le proclamaba su Hijo amado, aquel en el que había puesto toda su complacencia. Era la voz que confirmaba las voces de los profetas que conversaban con Jesús y que habían quedado plasmadas en las Escrituras Sagradas.
La transfiguración de Jesús se presenta ante todo como una teofanía, esto es, una manifestación de Dios Padre que da honra y gloria a ese hombre que merece y recibe el nombre de Hijo amado, su Hijo, porque lo es. Y por tratarse del Unigénito debe ser escuchado cuando nos trae noticias de parte de Dios, su Padre. No hay persona más autorizada en este mundo para hablarnos de él.
Para aquellos testigos cualificados, la transfiguración fue un momento realmente luminoso, un momento en el que pudieron asomarse al misterio de esa humanidad en la que habitaba la divinidad y se dejaba ver fugazmente en esa figura resplandeciente que tenían ante sí. La transfiguración no era todavía la resurrección, pero sí un anticipo y una prefiguración de la misma. En ella, los testigos cualificados podían ver un anticipo del cuerpo glorioso de su Maestro. A ella podrán acudir también para reforzar su fe en la resurrección.
Mientras tanto, lo que se manda es escuchar al que, por ser Hijo, tiene toda la autoridad para hablarnos del Padre y de sus planes para con nosotros: escuchar con ánimo de entender, pero sobre todo con la disposición de obedecer; escuchar para cumplir; escuchar para vivir en conformidad con lo mandado, o lo prohibido, o lo aconsejado, o lo recomendado; escuchar con ánimo de hijos que desean complacer a su Padre con sus palabras y con sus obras, con su entera vida.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística