Onésimo (cuyo nombre significa «útil»), vivió en el siglo I y comienzos del II, en Frigia, región del Asia Menor, y antes de convertirse al cristianismo fue esclavo de un importante ciudadano de Colosas, capital de la comarca, llamado precisamente Filemón.
Era éste uno de los más destacados y fervorosos fieles de aquella comunidad; había convertido su casa en iglesia ya allí predicaba el apóstol san Pablo cuando pasaba por el lugar.
Un día Onésimo robó a su amo y, huyendo de la ciudad, tomó el camino de Roma. Llegado a la capital del Imperio, con recursos escasos, sin amigos a quienes acudir, recordó al apóstol de los gentiles al que había conocido en casa de Filemón. Estaba entonces el apóstol encarcelado y cargado de cadenas, pero en la prisión continuaba incansable su misión evangélica, consolando y llevando la luz de la gracia a aquellos desventurados que lo rodeaban. Y Onésimo, después de escuchar su palabra, arrepentido, confesó su delito y se convirtió.
Una vez bautizado, san Pablo lo envió de regreso a su antiguo señor, pero con una carta en la que le pedía no sólo el perdón de su delito, sino su liberación y que lo recibiera como a un amadísimo hermano, que había nacido a nueva vida en Jesucristo. Le dice en la mencionada carta: «Te ruego por mi hijo Onésimo, que he engendrado en mi prisión. El cual en otro tiempo fue inútil para ti, pero ahora es útil a ti y a mí. Te lo devuelvo; recíbelo, pues, como a mi corazón…
Si me consideras como un amigo, acógelo como a mí… Y si en algo te dañó o te debe, anótalo a mi cuenta… Yo lo pagaré»
Así, pues, por obra del apóstol, perdonó Filemón a su antiguo esclavo, le dio la libertad y volvió a enviarlo a Roma, para que lo asistiese en todo lo que pudiera. Quedo junto a aquel Onésimo, y entre otros menesteres, llevó, con Tíquico, la epístola que san Pablo dedicó a los colosenses. Tanto trabajó con la palabra y el ejemplo en aquella nueva y luminosa forma de vida, que san Pablo lo ordenó obispo de Éfeso. Probablemente sucedió en el cargo a san Timoteo (sucesor de san Juan Evangelista), y allí estaba cuando pasó san Ignacio de Antioquía, camino del martirio.
En su misión episcopal trabajó con el celo de los apóstoles y la fama de sus virtudes trascendió pronto los límites de su sede. De él hace gran elogio san Ignacio, obispo de Jerusalén, quien entre otras cosas dice: «Onésimo es inenarrable en su caridad».
En tiempos del emperador Domiciano, fue llevado preso a Roma, donde murió apedreado. Se cree que la lapidación tuvo lugar alrededor del año 109.