Lectio Divina – Viernes III de Cuaresma

El testigo manifiesta su amor a Dios mediante el amor al prójimo

Invocación al Espíritu Santo:

Recibe, ¡oh Espíritu Santo!, la consagración perfecta y absoluta de todo mi ser, que te hago en este día para que te dignes ser en adelante, en cada uno de los instantes de mi vida, en cada una de mis acciones: mi director, mi Luz, mi Guía, mi Fuerza y todo el Amor de mi corazón.

Lectura. Marcos capítulo 12, versículos 28 al 34:

Uno de los escribas se acercó a Jesús y le preguntó: “¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?” Jesús le respondió: “El primero es: Escucha, Israel. El Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor, tú Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento mayor que estos”.

El escriba replicó: “Muy bien, Maestro. Tienes razón, cuando dices que el Señor es único y que no hay otro fuera de él, y amarlo con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios”.

Jesús, viendo que había hablado muy sensatamente, le dijo, “No estás lejos del Reino de Dios”. Y ya nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

Palabra del Señor. Gloria a ti, Señor Jesús.

(Se lee el texto dos o más veces, hasta que se comprenda).

Indicaciones para la lectura:

La pregunta del maestro de la ley, nace de la inquietud sentida por el pueblo de Israel. El gran número de normas que debía cumplir el pueblo impedía ver con claridad lo realmente importante. La respuesta de Jesús se caracteriza por la autoridad con que une el amor a Dios y el amor al prójimo.

Meditación:

Gracias a la pregunta del letrado sabemos a cuál de las numerosas normas que tenían los judíos -tenían más de seiscientas- le daba más importancia Jesús. La respuesta no se hace esperar y responde claramente: “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y a tu prójimo como a ti mismo”.

No sin razón el Papa Benedicto XVI recalca en sus mensajes para cuaresma la necesidad urgente de defender el derecho a la vida de los no nacidos, de los ancianos, de los enfermos y de todo hombre sobre esta tierra. Porque también ellos son nuestro prójimo y como tal debemos respetarlos y amarlos.

Por ello, vale la pena recordar que, antes de ir a comulgar se nos invita a dar la paz a los que tenemos al lado, como representantes de todos los que encontraremos a lo largo del día. Tomemos conciencia por tanto de que recibimos a Cristo, modelo de cómo hay que amar y darnos a nuestros hermanos. Modelo de cómo debemos entregarnos a los demás y ser pan partido para ellos.

La cuaresma consiste en seguir el camino de Cristo a su Pascua. Y ese camino es de entrega, de amor total.

El Santo Padre nos ha mencionado que tenemos que llenarnos completamente del amor de Dios. Esto se puede lograr, ya que San Pablo nos da un gran ejemplo cuando dice: “No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”. Es verdad. Todos los que están con Jesús y saben amarlo al igual que al prójimo, pueden parecerse a Jesús, que siempre nos muestra un gran ejemplo de amor al Padre y a los demás. Por eso, en este día, Cristo nos quiere invitar a acercarnos más al Reino de los cielos sabiendo amarle por medio del prójimo.

Oración:

Señor Jesús, Tú nos llamas confiar en tu infinito amor y a transmitirlo a los demás. Te pedimos que seas Tú el centro de nuestra vida, el motor que nos impulse a entregarnos a cada momento al servicio de nuestros hermanos. Bendito seas Señor por tu presencia entre nosotros. Que toda nuestra vida esté plenamente dedicada a Ti, que nuestro sentir se asemeje al tuyo, que nuestros pensamientos estén dedicados a ti, que toda nuestra vida esté plenamente dedicada a alabarte y bendecirte por los siglos de los siglos. Amén.

Contemplación:

El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña en el numeral 575: Muchas de las obras y de las palabras de Jesús han sido, pues un signo de contradicción para las autoridades religiosas de Jerusalén, aquéllas a las que el Evangelio de san Juan denomina con frecuencia los judíos, más incluso que a la generalidad del pueblo de Dios. Ciertamente, sus relaciones con los fariseos no fueron solamente polémicas. Fueron unos fariseos los que le previnieron del peligro que corrían. Jesús alaba a algunos de ellos y come varias veces en casa de fariseos, Jesús confirma doctrinas sostenidas por esta élite religiosa del pueblo de Dios: la resurrección de los muertos, las formas de piedad (limosna, ayuno y oración) y la costumbre de dirigirse a Dios como Padre, carácter central del mandamiento del amor a Dios y al prójimo.

Numeral 2196: El apóstol san Pablo lo recuerda: el que ama al prójimo ha cumplido la ley. (…) La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es por tanto la ley en plenitud.

Oración final:

Señor Jesús, después de meditar a tu lado cómo puedo amarte a través de mi prójimo, te doy gracias por enseñarme a amar, sabiendo que no solo necesito amar a aquella persona que menos quiero, sino que también puedo amar al que lo necesita.

Propósito:

Hoy viviré la caridad con mi prójimo y rezaré un Padrenuestro por todos los que buscan ser amados por Dios para que Él los cuide.

Homilía – Viernes III de Cuaresma

El Señor no habla de un mandamiento principal sino de dos mandamientos que se relacionan mutuamente.

Frente a la multiplicidad de mandamientos que ocasionaban discusiones sobre cuál era el principal, Jesús contesta que no existe ningún mandamiento más importante que el amor a Dios y el amor al prójimo.

Dos mandamientos unidos en uno solo, porque el que ama a Dios verdaderamente de corazón, naturalmente va a expresar el amor que tiene a Dios en el amor a sus hermanos, y el que ama a su prójimo, en este acto de amar al prójimo ya está amando a Dios y cumpliendo con la Ley.

Es muy común escuchar decir que todas las religiones se basan en lo mismo.

Son muchos los que afirman que, en el fondo, todas las religiones se parecen.

Sin embargo, el mandamiento del amor es característico del cristianismo.

Un mandamiento que tiene una amplitud necesaria como para abarcar toda la ley, porque el que ama no hace nada contrario a la voluntad de Dios.

Un mandamiento que es una muestra de madurez en quien lo pone en práctica y un claro signo de confianza de parte de quien nos lo dejó.

El mandamiento del amor, es lo que distingue a un cristiano. Amar como Cristo nos amó, con la misma entrega, con la misma generosidad, y sin hacer distinción entre las personas.

En otras religiones podemos encontrar leyes y recomendaciones parecidas al amor. Pero cuando encontramos manifestaciones que tienen que ver con el rencor, cuando se encuentran justificativos para la venganza, la aceptación de la guerra santa, u otras cosas similares, vemos que se alejan del verdadero amor.

El cristiano por sobre todas las normas antepone el amor. Las normas son simplemente para ayudarnos a vivir como Dios quiere.

El amor cristiano es ese amor que intenta parecerse al amor de Cristo.

En este tiempo de cuaresma, examinemos hoy cómo estamos en el amor. Porque muchas veces vivimos un cristianismo donde prevalecen las fórmulas pero falta el amor, y entonces estamos viviendo un cristianismo sin Cristo.

Queremos llegar a la Pascua como hombres y mujeres nuevos, por eso intentemos identificarnos con Cristo en el amor.

Comentario – Viernes III de Cuaresma

Marcos 12, 28-34

Gracias a la pregunta de este buen letrado sabemos a cuál de las numerosas normas que tenían los judíos -más de seiscientas- le daba más importancia Jesús.

La respuesta es clara y sintética: «amarás al Señor tu Dios… amarás a tu prójimo como a ti mismo: no hay mandamiento mayor que estos».

Los dos mandamientos no se pueden separar. Toda la ley se condensa en una actitud muy positiva: amar. Amar a Dios. Amar a los demás. Esta vez la medida del amor al prójimo es muy cercana y difícil: «como a ti mismo». Porque a nosotros sí que nos queremos y nos toleramos. Pues así quiere Jesús que amemos a los demás.

  1. a) ¿Es actual la tentación de la idolatría? ¿podríamos estar faltando al primero y más importante mandamiento?

Sí, también para nosotros se ha repetido hoy el salmo: «yo soy el Señor, Dios tuyo… no tendrás un dios extraño, no adorarás un dios extranjero… ojalá me escuchase mi pueblo y caminase por mi camino». También a nosotros nos dice Jesús que «el Señor nuestro Dios es el único Señor» y que hay que amarle «con todo el corazón».

En nuestro caso no serán ídolos de madera o de piedra hechos por nuestras manos. Pero sí pueden ser otros valores que absolutizamos: el dinero, el éxito, el placer, la comodidad, las estructuras, nuestra propia persona.

Seguimos teniendo la tentación de pactar con Asiria o montar a caballo: de poner nuestra confianza en medios humanos, sin escarmentar por los fracasos que vamos teniendo ni por las veces que quedamos defraudados por haber recurrido a ellos. Cada uno sabrá, en el examen más exigente de la Cuaresma, cuáles son los ídolos en los que está poniendo demasiado interés, olvidándose de Dios.

  1. b) Haremos bien en escuchar las apasionadas palabras de Dios, asegurándonos que nos quiere curar, que está dispuesto a perdonarnos también este año, que nos sigue amando a pesar de nuestras distracciones.

Y en saber orientar nuestra vida según lo que Jesús nos ha dicho que es lo principal: el amor. Preguntémonos sinceramente si nuestra vida está organizada según este mandamiento: ¿amamos? ¿amamos a Dios y al prójimo? ¿o nos amamos sólo a nosotros mismos?

Tal vez hubiéramos preferido que Jesús contestase a aquel buen hombre diciéndonos que debemos rezar más, o bien ofrecer tales o cuales sacrificios.

Pero le dijo, y nos dice a nosotros, que lo que debemos hacer es amar. Y eso es lo que más nos cuesta en la vida. Se entiende, amar gratuitamente, sin pedir nada a cambio, entregando nuestro tiempo, interesándonos por los demás. Es una consigna que nos ocupa las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana.

Una vez más hemos de recordar que, antes de ir a comulgar con Cristo, se nos invita a dar la paz a los que tenemos al lado, como representantes de todos los que encontraremos a lo largo del día en nuestra vida. Comulgamos con un Cristo entregado por los demás, para que vayamos aprendiendo a amar: a entregarnos y a ser pan partido para los demás. La Cuaresma consiste en seguir el camino de Cristo a su Pascua: y ese camino es de entrega, de amor total.

«Que sepamos dominar nuestro egoísmo y secundar las inspiraciones que nos vienen del cielo» (oración)

«Rectos son los caminos del Señor, los justos andan por ellos» (1ª lectura)

«Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase por mi camino» (salmo)

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y amarás al prójimo como a ti mismo» (evangelio)

J. ALDAZABAL
Enséñame tus caminos 2

Ver con tus ojos, Señor

Limpia mis ojos, Señor,
pon tu mano sobre mi mirada
para que despierte de mi ceguera.
Confundo la verdad con mis propias verdades,
tu voluntad con mis oportunos caprichos.

Quiero ver, Señor,
con la misma profundidad de tus ojos,
para que aprenda a vivir
como canta el pájaro sin saber que canta
o como juega el niño sin saber que juega.

Que no me conforme con lo puramente externo
con descubrir que, cada día,
me regalas la luz que necesito;
con aquello que, siendo luminoso,
no llega a clarificar mi conciencia ni mi destino.
Que contemple las maravillas del mundo
pero que lo haga con ojos agradecidos,
porque, a veces, pienso que todo lo que me rodea
es obra exclusiva de la invención del hombre
o un producto de mi propia conquista.

Quiero ver, Señor,
con la misma profundidad de tus ojos,
para que aprenda a vivir
como canta el pájaro sin saber que canta
o como juega el niño sin saber que juega.

Que sepa descubrirte, Señor,
como lo más importante.
Que no me falle, hoy ni nunca,
la rujiada de la fe, que es capaz de llegar
adonde el ojo humano no alcanza,
una mirada profunda para sentirte
y reconocerte como «el Señor».
Ayúdame, Señor, a creer en ti,

a esperar en ti sin condiciones,
sin pruebas, sin exigencias.
Ayúdame, Señor,
a verte por encima de toda apariencia
y por encima de todos los engaños de mi fabricada ceguera.

Que vea, Señor,
con la misma profundidad de tus ojos,
para que aprenda a vivir
como canta el pájaro sin saber que canta
o como juega el niño sin saber que juega.

¡Enséñame a ver, Señor,
con la profundidad de tu mirada!

La misa del domingo

Hallándose en Jerusalén, un sábado el Señor pasó junto a un ciego de nacimiento que estaba pidiendo limosna. Así era conocido por los vecinos de la ciudad.

Los discípulos, al enterarse de que aquel mendigo había nacido ciego, movidos por la curiosidad le preguntan al Señor: «¿Quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?». La pregunta revela la antigua creencia judía de que el mal físico o las desgracias padecidas (ver Lc 13,1-4) eran un castigo divino por los pecados cometidos por la misma persona o por sus progenitores. El origen del padecimiento humano es la culpa. La creencia de que el padecimiento de los hijos se debía en algunas ocasiones al pecado de sus padres se mantenía firmemente arraigada en el pueblo aún cuando varios profetas habían ya anunciado la anulación de este “castigo por solidaridad” (ver Is 31, 29.30; Ez 18, 2-32).

«Ni éste pecó ni sus padres», es la respuesta contundente del Señor. La ceguera, el mal físico sufrido por aquél hombre, no era consecuencia de pecado alguno y por lo mismo no debía tomarse como un castigo divino, y menos aún como una especie de purificación de un supuesto “karma” de una vida pasada, una estricta justicia por la que debía pagar en esta vida el mal que habría cometido en otra anterior. Y es que los defensores de la preexistencia de las almas y de su continua reencarnación concluyen que si nació ciego sólo pudo pecar en una vida anterior, sin considerar que los mismos rabinos enseñaban que la persona podía pecar ya en el seno materno, antes de nacer. Con su respuesta el Señor rechaza la concepción popular, expresada en la pregunta que le hacen sus discípulos, por ser equivocada.

Entonces, si no es por algún pecado, propio o ajeno, ¿por qué nació ciego? La respuesta del Señor es totalmente inesperada: es «para que se manifies­ten en él las obras de Dios». Con ello el Señor descubre un gran misterio: la limitación física de aquél ciego de nacimiento, aún cuando la sufra injustamente en cuanto que nos es consecuencia directa del pecado propio o de sus padres, Dios la permite para que se haga patente en él la intervención divina a través de un milagro, que el Señor Jesús estaba a punto de realizar.

Para los evangelistas los milagros no eran tan sólo “hechos extraordinarios que escapan a las leyes de la naturaleza”, sino que eran sobre todo “signos” que invitaban a ir más allá de la materialidad del milagro para descubrir en ellos, con la luz de la fe, la liberación y reconciliación ofrecida por el Señor Jesús a todo ser humano. En este sentido, la “obra de Dios” realizada en aquél ciego de nacimiento no es tan sólo un milagro espectacular, sino el signo de una realidad mucho más profunda e incluso universal: Jesucristo es aquél que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (ver Jn1,9) con una luz que va más allá de la luz física, con una luz que disipa las tinieblas de la mente y del corazón, las tinieblas en las que está envuelto el hombre por su lejanía de Dios, por su pecado. Él ha venido al mundo a hacer accesible esa luz a todo hombre. De esta realidad invisible la curación de este ciego de nacimiento será un signo visible.

Para realizar este signo el Señor «escupió en el suelo, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado)”».

La saliva era considerada en la antigüedad como remedio curativo para la vista. En otras ocasiones el Señor usa también la saliva para realizar alguna curación milagrosa (ver Mc 7,33; 8,23). Con el barro, al que también se le atribuían propiedades curativas, se hacía un emplasto, por ejemplo, para inflamaciones en los ojos. Así, pues, nada hay de extraño en este proceder del Señor.

Sin embargo, resulta evidente que no es la propiedad curativa de estos elementos lo que devolverá la vista al ciego, sino la fe en el Señor que le manda luego a lavarse en la piscina de Siloé. El evangelista explica que Siloé «significa Enviado».

La piscina tomaba el nombre de un canal subterráneo, excavado en la roca, que recogía las aguas de una fuente externa de la ciudad de Jerusalén para introducirlas al interior de la misma, conduciéndolas a esta piscina. De allí que al canal se le había dado el nombre de “el que envía” el agua, y al agua de la piscina “el [líquido] enviado”.

Es evidente que para San Juan esta agua es símbolo de Cristo, el Enviado del Padre que devuelve la vista al ciego de nacimiento. A decir de San Juan Crisóstomo: «el que sana en ella [la piscina] es Cristo». Jesucristo sana, cura la ceguera, realiza este signo porque Él es el Enviado del Padre, enviado para hacer sus obras (Jn 9,4), enviado para curar de la ceguera no sólo a este hombre sino a todo hombre: «Para un juicio he venido yo a este mundo; para que los que no ven vean». Él es quien uniendo la saliva (símbolo de su naturaleza divina) y el barro (símbolo de su naturaleza humana) ha venido a iluminar al hombre que ha caído en tinieblas y a hacer de él un hijo de la luz (2ª. lectura).

Luego de lavarse aquél ciego «volvió con vista». Semejante milagro no podía pasar desapercibido. Al ciego, a quien tantos habían visto mendigar durante años, ahora podía ver. La sorpresa era general, despertando la típica curiosidad quienes lo conocían: “¿Eres tú, el ciego de nacimiento que mendigaba? ¿Cómo es que ahora puedes ver? ¿Qué ha pasado?”. Él cuenta lo sucedido: «Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé, y empecé a ver». Esa es su tremenda historia.

De inmediato es llevado ante los fariseos. Luego de escuchar su testimonio, las opiniones de los fariseos se dividen. Algunos juzgaban por zanjado el tema sentenciando que «este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado». En efecto, ese día era sábado, y el sábado estaba mandado descansar. Estaba prohibido todo tipo de trabajo, y estaba prohibido incluso hacer el emplasto que el Señor hizo. Así que un grupo de fariseos consideraba que toda curación milagrosa que Jesús realizara en sábado era una violación del precepto del descanso, un pecado gravísimo, y por eso estaban al acecho para ver si curaba en sábado y tener de qué acusarle (ver Mt 12,10; Mc 3,2). Otro grupo de fariseos, en cambio, argumentaba sensatamente: «¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?». Ante tal signo, ¿no había que abrirse a la posibilidad de que quien lo había curado efectivamente fuese el Enviado de Dios?

En el interrogatorio queda evidente la cerrazón mental de algunos fariseos ante la evidencia y contundencia del signo realizado. La ceguera que produce en ellos va muy unida al amor propio, produce un invencible apego a las propias ideas equivocadas y una incapacidad o “ceguera total” para reconocer la realidad tal y como aparece ante sus ojos. El subjetivismo es absoluto. A aquel grupo de fariseos ciegos porque se niegan a abrir la mente a lo objetivo, no les queda sino buscar imponer su visión y finalmente destruir cualquier evidencia que contradiga sus ideas, como sucederá con la decisión de dar muerte no sólo a Jesús sino también a Lázaro (ver Jn 12,11).

La ceguera o cerrazón de aquellos fariseos no da lugar a reconsideraciones: «nosotros sabemos que ese hombre es un pecador». En su ceguera arrastran a otros, prohibiendo que reconozcan a Jesús como el Enviado divino, amenazando con expulsar de la sinagoga a quienes lo sigan. El prejuicio y el orgullo les impide abrirse a la luz, por tanto, permanecen en sus tinieblas. Sin embargo, ante sus presiones, el hombre curado insiste: «Si es un pecador, no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo». La verdad es esa.

Finalmente, luego de tanto preguntarle y repreguntarle, con tono irónico el ciego curado les pregunta: «¿También ustedes quieren hacerse discípulos suyos?» La furia se despierta en los fariseos, que no atinan sino a insultarlo, y declaran no saber de dónde procede Jesús. Ante tanta cerrazón y terquedad, brilla el razonamiento sensato y lúcido, carente de prejuicios: «Pues eso es lo raro: que ustedes no saben de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que da culto a Dios y hace su voluntad. Ja­más se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de naci­miento; si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder». En resumen, Jesús es el Enviado de Dios. Ante la evidencia incontestable no les queda ya otro recurso que echarlo fuera, expulsarlo de la sinagoga.

Luego de la primera iluminación vendrá otra de mucho mayor trascendencia. Culminado el durísimo interrogatorio y expulsado de la sinagoga el Señor Jesús sale al encuentro del ciego curado y se apresta a abrirle también los ojos de la fe a quien ante tanto ataque ha permanecido fiel a la verdad: «“¿Crees tú en el Hijo del hombre?”. Él contestó: “¿Y quién es, Señor, para que crea en Él?”. Jesús le dijo: “Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es”. El dijo: “Creo, Señor”. Y se postró delante de Él».

Aquél hombre había realizado un itinerario que lo llevó gradualmente a descubrir la identidad de Aquél que lo había curado, a confesar su fe en Él como profeta y finalmente a postrarse ante Él para adorarlo como el Hijo enviado del Padre.

Sobre el significado de la curación del ciego de nacimiento

Las lecturas de este Domingo giran en torno al tema de la luz y, en el Evangelio, el ciego curado e “iluminado” por el Señor Jesús se convierte en imagen de todos los bautizados, quienes arrancados de las tinieblas del pecado y de la muerte han llegado a ser «hijos de la luz» (2ª. lectura). En efecto, por el sacramento del Bautismo, que se conoce con el nombre de iluminación, los bautizados son “iluminados” con la luz de Cristo, de modo que «“tras haber sido iluminado” (Heb 10,32), se convierte en “hijo de la luz” (1 Tes 5,5), y en “luz” él mismo (Ef 5,8)» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1216). Cuando esta Luz resplandece en el interior del hombre, éste se convierte en luz, se convierte en testigo de la Verdad que viene de Dios.

El pasaje evangélico del cuarto Domingo de Cuaresma muestra el camino que lleva al descubrimiento de esta Luz, al descubrimiento de Cristo. Ya en los primeros siglos del cristianismo los catecúmenos, a lo largo del itinerario que los preparaba para el Bautismo, experimentaban con la lectura y explicación del pasaje de la curación del ciego de nacimiento una anticipación del momento en que los ojos de su espíritu se abrirían a la luz de la fe mediante las aguas bautismales, entrando así a formar parte de la comunidad de la Iglesia.

La catequesis sobre el significado bautismal y el alcance de este evangelio es también actual e incluso indispensable para aquellos que, ya “iluminados” por Cristo con el Bautismo, pueden recaer en las tinieblas del pecado y por tanto siempre tienen necesidad de ser iluminados nuevamente por la luz del Señor, para redescubrir su vocación y misión de “hijos de la luz” y producir frutos de bondad, de justicia y de verdad en el mundo presente (2ª. lectura). En realidad, en el contexto de la Cuaresma todos los creyentes, vencidas las tinieblas del pecado, están llamados a hallar en Cristo Jesús «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), a adherirse más conscientemente a Él y a seguirlo con renovado empeño por el camino que, pasando por la cruz, lleva a la luz que no conoce ocaso alguno.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Todos nacimos ciegos. Me refiero ciertamente no a una ceguera física, sino a otra “ceguera”, más profunda, más radical, aquella que es fruto del pecado: la ceguera que nos incapacita para ver a Dios y ver la realidad creada, especialmente a la misma criatura humana, como Dios la ve.

A esta “ceguera” hace referencia San Pablo cuando dice: «habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció» (Rom 1,21). La palabra con que en la Escritura se designa este oscurecimiento de la mente y corazón es escotosis, que deriva del griego skotos, oscuridad, tinieblas. La escotosis es la ceguera en la que vive aquél que dice que ve, incluso con mucha claridad, cuando en realidad se encuentra en la más espantosa oscuridad.

Por la escotosis el hombre no sólo se hace incapaz de “ver” a Dios, sino que al mismo tiempo se vuelve ciego a su propia realidad, engañándose de múltiples formas. Si ha sido creado por Dios, ¿cómo puede el ser humano entenderse sin Dios? ¿Cómo puede conocerse de verdad si desconoce a Dios? Sin conocer la verdad sobre Dios, tampoco puede el hombre conocerse cabalmente a sí mismo, es imposible que comprenda quién es, de dónde viene, a dónde va, cuál es el sentido de su vida, su misión en el mundo. Es como un aviador accidentado en medio del desierto, perdido, solo, incomunicado, sin brújula, sin GPS, sin un mapa o instrumento que le indique dónde se encuentra y hacia dónde debe ir para poder sobrevivir: caminará desorientado, su sed se hará cada vez más intensa, empezará a desvariar por el calor, creerá que puede saciar su sed en oasis que tan sólo son espejismos. Si nadie lo rescata, finalmente morirá en su desventura.

¿Quién nos librará de esta ceguera que es la escotosis? ¿Quién devolverá la luz a nuestra mente y corazón? ¡Cristo es «la luz del mundo» (Jn 9,4), «la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9)! Sí, para esto ha venido Él: para liberarnos de las tinieblas que inundan nuestra mente y corazón, para devolvernos la vista, para mostrarnos la verdad sobre Dios y sobre el hombre: «Cristo, el nuevo Adán, en la revelación misma del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre su altísima vocación» (Gaudium et spes, 22). ¡Déjate iluminar por Él y tendrás la luz de la vida, y tú mismo te convertirás en luz para muchos!

Comentario al evangelio – Viernes III de Cuaresma

El mandamiento del amor no es una “norma” moral. La pregunta del escriba refleja una inquietud “técnica”, común entre los especialistas de la ley de tiempos de Jesús: la maraña de normas y prescripciones producía contradicciones y conflictos que requerían una especial competencia jurídica. Pero Jesús no responde “técnicamente”. Su respuesta, que empieza citando el “escucha Israel” de Ex 6, 4-5, tiene el carácter de una revelación: Dios nos revela quién es Él, y quién es para su pueblo. Esa revelación implica una participación en la misma vida divina: si Dios se nos da y nos salva por puro amor, nuestra respuesta significa vivir y participar de la misma vida de Dios y esto no puede no reflejarse en las relaciones con los demás.

La aparente simplificación que Jesús hace de toda la antigua ley y sus prescripciones completa y perfecciona la revelación del Dios único del Antiguo Testamento. Si en él la relación con Dios, objeto de los primeros tres mandamientos, se proyectaba en los otros siete en el deber de hacer el bien a los más próximos (padre y familiares, el cuarto mandamiento) y el de abstenerse de hacer el mal a todos los demás (los restantes mandamientos), ahora resulta que los próximos no son sólo los familiares y más allegados, sino todos los seres humanos sin excepción, pues todos somos hijos de un Dios que en Jesucristo se nos revela como Padre. Jesús reafirma el amor a Dios como el fundamento de toda la ley, y universaliza el cuarto mandamiento, pues todos somos hermanos y miembros de una misma familia, en torno al Hijo, Jesús. La respuesta del escriba expresa la sorpresa del que ha descubierto por fin una verdad que, pese a haberle sido tan cercana, había estado como oculta para él: es la reacción del que, en efecto, ha acogido una revelación de lo alto, del que, por fin, ha escuchado lo que Dios dice por boca de Jesús. Al menos por esta vez, el fariseo se convierte para nosotros en ejemplo de apertura: no podemos considerar que ya “nos sabemos” el Evangelio. Cada vez que suena la Palabra de Dios tiene lugar una revelación a la que tenemos que estar abiertos, dejándonos sorprender por la perenne novedad de Jesucristo, por la inesperada cercanía del Reino. 

Ciudad Redonda

Meditación – Viernes III de Cuaresma

Hoy es viernes III de Cuaresma.

La lectura de hoy es del evangelio Marcos (Mc 12, 28b-34):

En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó:
«¿Qué mandamiento es el primero de todos?».
Respondió Jesús:
«El primero es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es este: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay mandamiento mayor que estos».
El escriba replicó:
«Muy bien, Maestro, sin duda tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios».
Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo:
«No estás lejos del reino de Dios».
Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

En clara relación con la profecía de Oseas, San Marcos nos presenta la pregunta, quizá pregunta-trampa (en la versión de San Mateo) de un escriba, es decir un teólogo, a Jesús respecto al Mandamiento más importante de la Ley de Dios. Y Jesús le responde con las palabras de la Escritura en los libros del Deuteronomio y Levítico, aunque añade significativamente en la primera parte “con toda tu mente”, es decir, con todas tus potencialidades intelectuales, amén del sincero afecto del corazón a Quien nos ha dado la vida y la fe.

Amar a Dios implica conocerlo a través de la Palabra. Cuando Jesús proclama las citas bíblicas, las hace suyas como Hijo de Dios y hermano de los hombres. La segunda parte del Mandamiento está indisolublemente unido a la primera e implica la dimensión horizontal del Amor que es y nos profesa. Esta declaración impresiona al escriba que descubre algo que ya sabía intelectualmente: el verdadero corazón de la Ley e implícitamente a Jesús como el Mesías.

La evidencia de nuestra fe en Dios es el amor al prójimo. Así nos lo dice la Carta de San Juan. Con el amor al prójimo no caben “triquiñuelas” porque hay que implicarse, incluso mancharse las manos como afirmaría expresivamente Martín Descalzo y así lo hizo el protagonista de la parábola del Buen Samaritano.

Este texto es muy propicio para orar en silencio, y desde la profunda intimidad del corazón repetir las palabras de Jesús al escriba, hacerlas nuestras y pedir con toda humildad que todo ese amor recibido lo comparta con mis próximos, aunque me duela, me moleste o no termine de comprenderlos.

“En el amor a Dios puede haber engaños. Puede alguien decir que ama a Dios cuando lo único que siente es un calorcillo que le gusta en su corazón. Puede alguien decir que ama a Dios y lo que ama es la tranquilidad espiritual que ese supuesto amor le da. Amar al prójimo, en cambio, no admite triquiñuelas. se le ama o no se le ama. Se le sirve o se le utiliza. Se demuestra con obras o es sólo una palabra bonita. San Juan seguía diciéndolo de manera tajante: «Si uno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano pasa necesidad, le cierra sus entrañas, ¿Cómo puede estar en él el amor de Dios?» Es cierto: «El prójimo -la frase es de Cabodevilla- es nuestro lugar de cita con Dios.» Sólo en el prójimo nos encontramos con El y todo lo demás son juegos de palabras».

(José Luis Martín Descalzo, “Razones para vivir”)

D. Carlos José Romero Mensaque, O.P.

San Patricio

San Patricio nació en Escocia, en la segunda mitad del siglo IV. Su padre fue oficial del ejército romano: su madre pertenecía a la familia de san Martín de Tours. Tenía dieciséis años cuando fue apresado por unos piratas que lo vendieron en Irlanda, donde aprendió el celta -lengua de la que se habría de servir para su apostolado-, y conoció los horrores de la esclavitud.

Pudo escapar a Francia y se refugió en el monasterio de Marmoutier, junto a su pariente san Martín de Tours, donde empezó el estudio de las Sagradas Escrituras y se preparó -durante casi treinta años- para su misión de apostolado. A la muerte del apóstol de las Galias, completó su educación bajo la dirección de otro santo, Germán Auxerre. Después practicó la vida monástica en la isla de Lerins y posteriormente llegó a Roma, donde recibió su ordenación sacerdotal. Por último, el papa Celestino I -quien le cambió su primitivo nombre de Succat por el de Patricio que significa «noble» – lo envió a Irlanda a predicar.

Tenía casi cincuenta años cuando desembarcó en la isla, durante el verano de 433. Los druidas lo recibieron como a un enemigo, pero él no se desalentó y pronto un grupo de nativos empezó a reunirse en torno de él. Al primer irlandés que convirtió le puso el nombre de Benigno, y éste con el tiempo llegó a ser su sucesor en el obispado de Meath.

Patricio recorrió el país, organizó parroquias, ordenó sacerdotes, formó comunidades, creó escuelas. Cuando murió, cercano a los ochenta años, todos los habitantes eran fervorosos cristianos; tanto, que Irlanda mereció ser llamada isla de los Santos.

Muchos de los acontecimientos, vicisitudes y detalles de su vida los conocemos por el mismo Patricio, quien escribió un libro llamado Confesiones. Por él sabemos que no le faltaron sufrimientos y persecuciones. Los sacerdotes de los ídolos fueron siempre sus adversarios. Más de diez veces lo tomaron prisionero y en muchas otras peligró su vida; pero en todas salió con bien, conquistando el título de invulnerable.

Cuéntase que un día se encontró con Ossián, el gran poeta pagano, quien era ya un anciano venerable, y del diálogo que sostuvieron se revela la estimación recíproca que se profesaron. Por su santidad y sus hazañas, san Patricio, el apóstol de Irlanda, ha sido comparado con los grandes profetas del Antiguo Testamento.

Murió el 17 de marzo del año 461, en un monasterio de Saball. Fue sepultado en la iglesia catedral de la ciudad de Down. Durante el reinado de Enrique VIII, dicha iglesia fue destruida por el marqués de Dorset, virrey de Irlanda. Hoy Irlanda celebra su fiesta nacional.