Remozar las virtudes teologales

1.- Coherederos con Cristo.- «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8, 14). La filiación divina es, sin duda, el don más excelso que Cristo nos ha conseguido con su muerte redentora en la Cruz. El hombre que había sido arrojado del Paraíso después del pecado original, vuelve de nuevo a la casa paterna. Con razón establece el Apóstol el paralelismo entre Adán y Jesucristo, entre la desobediencia de nuestro primer padre y la obediencia de nuestro Redentor. Por Adán nos vino la vida terrena, pero por Cristo nos viene la vida celestial. Por el primer hombre entró la muerte en el mundo, por el nuevo Adán entró la resurrección.

No obstante, nos aclara San Pablo que sólo quienes se dejan llevar del Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Poco antes ha dicho que estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente, pues si vivimos según la carne caminamos hacia la muerte. Ahora, por el contrario, estamos en deuda con el Espíritu y por eso hemos de dar muerte a las obras del cuerpo, para que de ese modo vivamos la nueva vida que Cristo nos ha conseguido con su muerte.

Hay que dejarse llevar por el Espíritu, hay que estar atento a sus mociones y seguirlas con prontitud y docilidad. De lo contrario retrasaremos nuestro paso hacia Dios, frenaremos nuestra marcha hacia la santidad. Pidamos luces y fortaleza, para ver lo que el Espíritu nos indica y para llevarlo a cabo, cueste lo que cueste.

Un impulso interior nos hace gritar ¡Abba!, Padre. Así se expresa San Pablo, manifestando seguramente su experiencia personal. Sin duda que para él era tal la fuerza íntima del Espíritu que en ocasiones siente deseos de gritar, un ardor incontenible de expresar de alguna forma sus más hondos sentimientos. Es la fuerza del Espíritu, y al mismo tiempo la misma convicción personal, que le muestran de modo incontrovertible, su condición de hijo de Dios.

Si somos hijos de Dios, continúa diciendo el autor inspirado, somos también herederos, herederos de Dios -recalca- y coherederos con Cristo. Un día recibiremos la misma herencia del Primogénito, participaremos de su gloria divina. Pero nos advierte que para ello es preciso sufrir con Cristo. Sólo participará en el botín quien haya saboreado el duro regusto de la batalla. Emprendamos, por tanto, una vez más la lucha contra el enemigo, reemprendamos de nuevo el propósito de ser fieles al Señor en cada encrucijada, fácil o difícil, que se nos presente. Suframos cuanto sea preciso con Cristo, para que podamos ser también glorificados con él.

2.- Confidencia suprema.- Un monte es de nuevo el escenario propicio para el encuentro del hombre con Dios… En el silencio de las alturas es más fácil escuchar la palabra inefable del Señor, en la luz de las cumbres es más asequible contemplar la grandeza divina, sentir su grandiosa majestad. En esta ocasión que nos relata el evangelio, Jesús se despide de los suyos y antes de marchar les recuerda que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Esto supuesto, los envía a todo el mundo para que hagan discípulos de entre todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Podríamos afirmar que en ese momento la revelación de los divinos misterios llega a su plenitud: se desvanecen los celajes que durante milenios habían cubierto los secretos de Dios. Su Corazón movido por su infinito amor se abre a todos los hombres, su más íntima confidencia, su misterioso y sorprendente modo de ser, su inefable esencia una y trina: Una sola Naturaleza y tres divinas Personas, distintas entre sí e iguales al mismo tiempo en grandeza y soberanía.

Ante este rasgo de confianza suprema por parte de Dios, nos corresponde a los hombres un acatamiento rendido, un acto de fe profunda y comprometida para con este Dios y Señor nuestro, único y verdadero, muy por encima de nuestra corta capacidad de conocimiento y de amor. Creer firmemente en él, esperar también contra toda esperanza su ayuda y su perdón. Tratar sobre todo de amarle y servirle con todas las fuerzas de nuestro ser.

Hoy es un buen día para remozar las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. Fomentar además nuestro trato en intimidad y confianza con las tres divinas Personas. Con el Padre que hizo el cielo y la tierra. Con el Hijo que dio su vida por nosotros y se nos ha quedado cercano y asequible en la Eucaristía. Con el Espíritu Santo que en todo momento nos impulsa hacia Dios, la Luz que alegra nuestra vida entera.

Antonio García-Moreno