Lectio Divina

LECTIO

Primera lectura: 1 Pedro 1,3-9

3 Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que por su gran misericordia, a través de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho renacer para una esperanza viva, 4 para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarchitable. Una herencia reservada en los cielos para vosotros, 5 a quienes el poder de Dios guarda mediante la fe para una salvación que ha de manifestarse en el momento final. 6 Por ello vivís alegres, aunque un poco afligidos ahora, es cierto, a causa de tantas pruebas. 7 Pero así la autenticidad de vuestra fe —más valiosa que el oro, que es caduco, aunque sea acrisolado por el fuego— será motivo de alabanza, gloria y honor el día en que se manifieste Jesucristo. 8 Todavía no lo habéis visto, pero lo amáis; sin verlo, creéis en él y os alegráis con un gozo inefable y radiante; 9 así alcanzaréis vuestra salvación, que es el objetivo de la fe.

El anuncio del apóstol al pueblo de Dios que vive en las pequeñas comunidades elegidas está inscrito en un admirable himno de bendición. En él se enlaza la revelación de la regeneración de la humanidad, llevada a cabo en la resurrección de Jesucristo, con el «todavía no» de la plena manifestación de la misma y del carácter del tiempo que transcurre entre el «ya» de la salvación y el «todavía no» de la manifestación de la misma. La «herencia reservada en los cielos» (v. 4) es la meta de la nueva esperanza. En virtud de ella, las personas que se han fortalecido por la fe perseveran haciendo el bien (cf 4,19) y, tanto en la alegría como en el dolor, dan un bello testimonio de Cristo.

La fe nos hace entrar en el ámbito del Dios omnipotente. El protege, consolida (cf. 5,9) y sostiene en la batalla a las personas encaminadas a la salvación, a la manifestación del Señor de la gloria (1,9). El nexo de continuidad y la distinción entre la regeneración ya acaecida y presente ahora como herencia en Cristo glorioso, y la manifestación que tendrá lugar cuando él se manifieste es lo que vertebra el tiempo de la fe. Su característica es la falta de visión, entretejida de esperanza en la caridad. Amar y creer sin ver es un camino que lleva a la purificación de la fe y del amor, y no sólo en el plano personal y comunitario. No se trata de un proceso indoloro. Lo podemos comparar con el del oro que, acrisolado por el fuego, queda libre de las escorias (cf v. 7). El Jesús de la gloria resplandecerá en la gloria del pueblo que el Padre reúne en él, y éste experimentará en plenitud la misericordia cuando sea alabanza, gloria y honor en Jesús glorificado. La tensión escatológica estructura en su raíz el camino de la fe en sus dinamismos, agudiza la nostalgia y la imploración de la manifestación, y persevera en la imploración y en la confianza.


Evangelio: Marcos 10,17-27

En aquel tiempo, 17 cuando iba a ponerse en camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó:

– Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?

18 Jesús le contestó:

-¿Por qué me llamas «bueno»? Sólo Dios es bueno. 19 Ya conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.

20 Él replicó:

-Maestro, todo eso lo he cumplido desde joven. 21 Jesús le miró fijamente con cariño y le dijo:

– Una cosa te falta: vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme.

22 Ante estas palabras, él frunció el ceño y se marchó todo triste, porque poseía muchos bienes.

23 Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos:

-¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!

24 Los discípulos se quedaron asombrados ante estas palabras. Pero Jesús insistió:

-Hijos míos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! 25 Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios.

26 Ellos se asombraron todavía más y decían entre sí:

– Entonces, ¿quién podrá salvarse?

27 Jesús les miró y les dijo:

– Para los hombres, es imposible, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible.

El diálogo entre Jesús y el rico, así como la reflexión sobre el alcance del mismo, aparece en los tres sinópticos; de ellos, es Marcos el que presenta más detalles. Dice que el rico se acerca corriendo a Jesús y se arrodilla ante él en señal de reverencia y respeto (v. 17). Al final nos proporciona algunos detalles sobre la reacción de Jesús a las palabras del rico: fija en él su mirada, le ama, le habla (v 21). Recoge también la reacción del rico: «frunció el ceño y se marchó todo triste» (v 22). Jesús va de camino hacia Jerusalén. La pregunta que le dirigen es seria. Centra el nexo entre el obrar orientado por la ley del Señor y la vida eterna (cf para un contexto diferente Lc 10,29), entre el reconocimiento de la bondad de Dios y la calidad de las relaciones interhumanas.

La escansión de los preceptos negativos del Decálogo, además del honor debido a los padres, está hecha de modo que haga resaltar que los mandamientos están ordenados para liberar de los obstáculos que nos impiden centrar en Dios el corazón y los afectos, que nos impiden tender a él, fin de todos y cada uno de los preceptos. Observar las «Diez palabras» es querer que Dios sea Dios en cada uno de los fieles y en el pueblo con el que ha estipulado la alianza. No hay que dejarse dominar por las riquezas, por los bienes, por las prerrogativas que les acompañan: poder, explotación, relaciones selectivas. No convertirse en esclavos de las pasiones, de los ídolos (1 Cor 8,36ss), es amar al Padre por encima de todas las cosas, y al prójimo en el amor al Padre.

Quien se limita a no transgredir los preceptos de la Torá no se deja guiar por ellos en la liberación de los obstáculos que nos impiden obedecer al Padre, que nos atrae a Cristo para ser en él testigos de su misericordia. Cuando Jesús reflexiona con los apóstoles sobre lo que ha pasado, más que poner de relieve la experiencia de la distancia subrayada por el proverbio entre el dicho y el hecho, entre las buenas aspiraciones y las rémoras de la vida, revela que la conversión del corazón, la fuente del orden en las relaciones humanas, sólo es posible a través de la docilidad a la iniciativa del Padre que -sólo él- engendra para la vida divina, que acoge en su vida. No se deja acoger en ella quien tiene el corazón ocupado por los bienes, unos bienes que no nos han sido dados para sustraernos al seguimiento de Cristo.


MEDITATIO

«Ven y sígueme», le dice Jesús al rico. «Elegidos para obedecer a Jesús y dejarnos rociar por su sangre», nos revela su apóstol. Jesús, a quien el Padre le pide obediencia, es quien nos alimenta con su sangre y nos pide que le sigamos para que se cumpla el designio del Padre. Ese designio, llevado a cabo en su persona, avanza ahora precisamente hacia el cumplimiento en su cuerpo místico, en la Iglesia peregrina sobre la tierra hasta su vuelta. Seguirle es caminar en él en medio de la comunidad de salvación vivificada por su Espíritu.

Querer seguir a Jesús de verdad es discernir el Camino por el que marcha el pueblo, dar nuestro asentimiento a los que han sido designados para certificar el rumbo y las exigencias concretas, aprender a trabajar y colaborar en el proyecto común, capacitarme para hacer converger en el bien común los dones de la naturaleza y de la gracia con los que me he enriquecido. Nadie vive para sí mismo y nadie muere para sí mismo. El seguimiento implica la fe en Cristo, «pastor» invisible de su grey (1 Pe 5,4), la docilidad para caminar juntos. Obedecerle es alimentarse con su sangre, que recibimos en la Iglesia, y perseverar con fidelidad en la participación en la misión común. La riqueza del creyente es Jesús. Lo que nos aparta de él o nos hace perezosos y desatentos para morar en él se convierte en un obstáculo que la fuerza de la fe permite superar.


ORATIO

Tu Palabra, Señor, es la verdad. Envía tu Espíritu para que me ilumine y pueda acogerla tal como tú la dices, para que pueda seguirte a tu modo y no al mío. Tú pides que te siga en tu cuerpo místico. La resistencia, explícita o escondida, que le opongo es grande. Todo me lleva a aislarme, a pensar en los intereses de mi salvación en unos contextos en los que parece que nadie se preocupa de ti, en ambientes donde los parámetros de las valoraciones y de las opciones son muy selectivos y muy interesados.

Me pides que vaya a tu encuentro en estos contextos y en estos ambientes, pero yo siento la tentación de aislarme de todo, de encerrarme en mí mismo y en la realización de mis proyectos de vida. Me encuentro habitado por la murmuración interna, por el juicio, por la severidad, por la condena. Hasta en la misma oración hablo de mí y no te escucho a ti, no fijo la mirada en tu rostro.

Tu Palabra me confirma que sólo en el crisol de la tribulación se libera la fe en ti de la tendencia a darse apoyos que la sostengan y que son diferentes a los que tú das a los que llevan a su cumplimiento tu pasión.

Convierte, pues, mi corazón y mi mente. Deseo amarte como tú quieres, permanecer en tu amor por el Padre y por la humanidad que él ama. Manténme en tu amor.


CONTEMPLATIO

Toda nuestra vida presente debe discurrir en la alabanza de Dios, porque en ella consistirá la alegría sempiterna de la vida futura, y nadie puede hacerse idóneo de la vida futura si no se ejercita ahora en esta alabanza. Ahora, alabamos a Dios, pero también le rogamos. Nuestra alabanza incluye la alegría, la oración, el gemido. Es que se nos ha prometido algo que todavía no poseemos, y, porque es veraz el que lo ha prometido, nos alegramos por la esperanza; mas, porque todavía no lo poseemos, gemimos por el deseo. Es cosa buena perseverar en este deseo hasta que llegue lo prometido; entonces cesará el gemido y subsistirá únicamente la alabanza.

Por razón de estos dos tiempos -uno, el presente, que se desarrolla en medio de las pruebas y tribulaciones de esta vida, y el otro, el futuro, en el que gozaremos de la seguridad y alegría perpetuas-, se ha instituido la celebración de un doble tiempo, el de antes y el de después de Pascua. El que precede a la Pascua significa las tribulaciones que en esta vida pasamos; el que celebramos ahora, después de Pascua, significa la felicidad que luego poseeremos. Por tanto, antes de Pascua celebramos lo mismo que ahora vivimos; después de Pascua celebramos y significamos lo que aún no poseemos. Por esto, en aquel primer tiempo nos ejercitamos en ayunos y oraciones; en el segundo, el que ahora celebramos, descansamos de los ayunos y lo empleamos todo en la alabanza. Esto significa el Aleluya que cantamos (Agustín de Hipona, Enarraciones sobre los salmos 148, 1 ss; en CCL 40, 2.165ss [edición española: Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1967, 4 vols.]; tomado de la Liturgia de las horas, volumen II, Coeditores Litúrgicos, Madrid 1993, pp. 736-737).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«A través de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho renacer» (cf. 1 Pe 1,3).

Lectio Divina – Lunes VIII de Tiempo Ordinario

LA IMAGEN DE DIOS EN EL HOMBRE

I. Crió Dios al hombre a su imagen (Gen 1, 27).

El hombre es en gran manera semejante a Dios en cuanto que la naturaleza intelectual puede imitar mucho a Dios. Pero en lo que más imita a Dios la naturaleza intelectual es en que Dios se conoce y se ama a sí mismo. Por consiguiente podemos considerar desde tres aspectos la imagen de Dios en el hombre:

Uno, en la aptitud natural que el hombre tiene para conocer y amar a Dios; y esta aptitud reside en la misma naturaleza del espíritu, que es común a todos los hombres.

Otro, en que el hombre conoce actual o habitualmente a Dios y lo ama, aunque de un modo imperfecto, y esta imagen surge de la conformidad que da la gracia.

Tercero, en que el hombre conoce a Dios en acto y le ama perfectamente; y ésta es la imagen según la semejanza que da la gloria. Por lo cual, sobre aquello: Sellada está, Señor, sobre nosotros la imagen de tu rostro (Sal 4, 7), distingue la Glosa tres clases de imagen: de creación, de restauración y de semejanza. La primera se encuentra en todos los hombres; la segunda, únicamente en los justos; la tercera, sólo en los bienaventurados.

(1ª, q. XCIII, a. 4)

II. La imagen de Dios está principalmente en nosotros, cuando en acto conocemos y amamos a Dios. Pues la criatura intelectual, se asemeja en gran manera a Dios por ser intelectual; ya que posee esa semejanza sobre las demás criaturas y esto incluye a todas las otras.

Por lo que hace al género de esta semejanza, más se asemeja Dios cuando lo conoce en acto que cuando lo conoce en hábito o en potencia, pues Dios es siempre inteligente en acto.

Y cuando conoce en acto, se asemeja en gran manera a Dios, por cuanto conoce al mismo Dios; y Dios conoce todas las otras cosas, conociéndose a sí mismo.

(Contra Gentiles, lib., III, cap. 23)

Así, pues, la imagen de la Trinidad se considera primaria y principalmente en el alma según sus actos, es decir, por el conocimiento que tenemos pensando, y del que formamos el verbo interno, del cual prorrumpimos en amor; secundariamente y como por consecuencia según sus potencias y principalmente según sus hábitos, esto en cuanto incluyen virtualmente los actos.

(1ª, q. XCIII, a. 7)

III. La imagen de Dios en el hombre puede estar tan borrosa que sea casi nula, como en los que no tienen uso de razón; o bien oscura y deforme, como en los pecadores; o clara y hermosa, como en los justos (San Agustín, De Trin., I. 14, c. 4).

(1ª, q. XCIII, a. 8, ad 3eum)

Meditaciones de Santo Tomás de Aquino. Fr. Z. MÉZARD OP

Homilía – Lunes VIII de Tiempo Ordinario

La gran pregunta

El Papa Juan Pablo II nos ha regalado un espléndido comentario al evangelio de hoy. Se halla en su Encícilica «Veritatis Splendor», a partir del número 8 y hasta el 18, de donde entresacamos los textos siguientes. No podemos perderlos. Escuchemos.

Desde la profundidad del corazón surge la pregunta que el joven rico dirige a Jesús de Nazaret: una pregunta esencial e ineludible para la vida de todo hombre, pues se refiere al bien moral que hay que practicar y a la vida eterna. El interlocutor de Jesús intuye que hay una conexión entre el bien moral y el pleno cumplimiento del propio destino. El es un israelita piadoso que ha crecido, diríamos, a la sombra de la Ley del Señor. Si plantea esta pregunta a Jesús, podemos imaginar que no lo hace porque ignora la respuesta contenida en la Ley. Es más probable que la fascinación por la persona de Jesús haya hecho que surgieran en él nuevos interrogantes en torno al bien moral. Siente la necesidad de confrontarse con aquel que había iniciado su predicación con este nuevo y decisivo anuncio: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 15).

Es necesario que el hombre de hoy se dirija nuevamente a Cristo para obtener de El la respuesta sobre lo que es bueno y lo que es malo. El es el Maestro, el Resucitado que tiene en sí mismo la vida y que está siempre presente en su Iglesia y en el mundo. Es El quien desvela a los fieles el libro de las Escrituras y, revelando plenamente la voluntad del Padre, enseña la verdad sobre el obrar moral. Fuente y culmen de la economía de la salvación, Alfa y Omega de la historia humana (cf. Ap 1, 8; 21, 6; 22, 13), Cristo revela la condición del hombre y su vocación integral. Por esto, «el hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo -y no sólo según pautas y medidas de su propio ser. que son inmediatas, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes-, debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en El con todo su ser. Debe apropiarse y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se realiza en él este hondo proceso, entonces da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo» .

Si queremos, pues, penetrar en el núcleo de la moral evangélica y comprender su contenido profundo e inmutable, debemos escrutar cuidadosamente el sentido de la pregunta hecha por el joven rico del Evangelio y, más aún, el sentido de la respuesta de Jesús, dejándonos guiar por El. En efecto, Jesús, con delicada solicitud pedagógica, responde llevando al joven como de la mano, paso a paso, hacia la verdad plena.

«Uno sólo es el Bueno» (Mt. 19, 17)

Jesús dice: «¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la Vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). En las versiones de los evangelistas Marcos y Lucas la pregunta viene formulada así: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios» (Mc 10, 18; cf. Lc 18, 19).

Antes de responder a la pregunta, Jesús quiere que el joven se aclare a sí mismo el motivo por el que lo interpela. El «Maestro bueno» indica a su interlocutor -y a todos nosotros- que la respuesta a la pregunta, «¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» , sólo puede encontrarse dirigiendo la mente y el corazón a Aquel que «solo es el Bueno» : «Nadie es bueno sino sólo Dios» (Mc 10, 18; cf. Lc 18, 19). Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien, porque El es el Bien.

En efecto, interrogarse sobre el bien significa en último término dirigirse a Dios, que es plenitud de la bondad. Jesús muestra que la pregunta del joven es en realidad una pregunta religiosa y que la bondad, que atrae y al mismo tiempo vincula al hombre, tiene su fuente en Dios, más aún, es Dios mismo: Aquél que sólo es digno de ser amado «con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente» (cf. Mt 22, 37), Aquel que es la fuente de la felicidad del hombre. Jesús relaciona la cuestión de la acción moralmente buena con sus raíces religiosas, con el reconocimiento de Dios, única bondad, plenitud de la vida, término último del obrar humano, felicidad perfecta.

La Iglesia, iluminada por las palabras del Maestro, cree que el hombre, hecho a imagen del Creador, redimido con la sangre de Cristo y santificado por la presencia del Espíritu Santo, tiene como fin último de su vida ser «alabanza de la gloria» de Dios (cf. Ef 1, 12), haciendo así que cada una de sus acciones refleje su esplendor. «Conócete a ti misma, alma hermosa: tú eres la imagen de Dios -escribe san Ambrosio-. Conócete a ti mismo, hombre: tú eres la gloria de Dios (1 Cor 11, 7). Escucha de qué modo eres su gloria. Dice el profeta: Tu ciencia es misteriosa para mí(Sal 138, 6), es decir: tu majestad es más admirable en mi obra, tu sabiduría es exaltada en la mente del hombre. Mientras me considero a mí mismo, a quien tú escrutas en los secretos pensamientos y en los sentimientos íntimos, reconozco los misterios de tu ciencia. Por tanto, conócete a ti mismo, hombre, lo grande que eres y vigila sobre ti…» .

La afirmación de que «uno solo es el Bueno» nos remite así a la «primera tabla» de los mandamientos, que exige reconocer a Dios como Señor único y absoluto, y a darle culto solamente a El porque es infinitamente santo (cf. Ex 20, 2-11). El bien es pertenecer a Dios, obedecerle, caminar humildemente con El practicando la justicia y amando la piedad (cf. Miq 6, 8). Reconocer al Señor como Dios es el núcleo fundamental, el corazón de la Ley, del que derivan y al que se ordenan los preceptos particulares. Mediante la moral de los mandamientos se manifiesta la pertenencia del pueblo de Israel al Señor, porque Dios solo es Aquél que es bueno. Este es el testimonio de la Sagrada Escritura, cuyas páginas están penetradas por la viva percepción de la absoluta santidad de Dios: «Santo, santo, santo, Señor de los ejércitos» (Is 6, 3).

Pero si Dios es el Bien, ningún esfuerzo humano, ni siquiera la observancia más rigurosa de los mandamientos, logra «cumplir» la Ley, es decir, reconocer al Señor como Dios y tributarle la adoración que a El solo es debida (cf. Mt 4, 10). El «cumplimiento» puede lograrse sólo como un don de Dios: es el ofrecimiento de una participación en la Bondad divina que se revela y se comunica en Jesús, aquél que el joven rico llama con las palabras «Maestro bueno» (Mc 10, 17; Lc 18, 18). Lo que quizás en ese momento el joven logra solamente intuir será plenamente revelado al final por Jesús mismo con la invitación «ven, y sígueme» (Mt 19, 21).

«Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt. 19, 17) 

Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien porque El es el Bien. Pero Dios ya respondió a esta pregunta: lo hizo creando al hombre y ordenándolo a su fin con sabiduría y amor, mediante la ley inscrita en su corazón (cf. Rom 2, 15), la «ley natural» . Esta «no es más que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios dio esta luz y esta ley en la creación» . Después lo hizo en la historia de Israel, particularmente con las «diez palabras» , o sea, con los mandamientos del Sinaí, mediante los cuales El fundó el pueblo de la Alianza (cf. Ex 24) y lo llamó a ser su «propiedad personal entre todos los pueblos» , «una nación santa» (Ex 19, 5-6), que hiciera resplandecer su santidad entre todas las naciones (cf. Sab 18, 4; Ez 20, 41). La entrega del Decálogo es promesa y signo de la Alianza Nueva, cuando la ley será escrita nuevamente y de modo definitivo en el corazón del hombre (cf. Jer 31, 31-34), para sustituir la ley del pecado, que había desfigurado aquel corazón (cf. Jer 17, 1). Entonces será dado «un corazón nuevo» porque en él habitará «un espíritu nuevo» , el Espíritu de Dios (cf. Ez 36, 24-28).

Por esto, y tras precisar que «uno solo es el Bueno» , Jesús responde al joven [en la versión de san Mateo]: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). De este modo, se enuncia una estrecha relación entre la vida eterna y la obediencia a los mandamientos de Dios: los mandamientos indican al hombre el camino de la vida eterna y a ella conducen. Por boca del mismo Jesús, nuevo Moisés, los mandamientos del Decálogo son nuevamente dados a los hombres; El mismo los confirma definitivamente y nos los propone como camino y condición de salvación. El mandamiento se vincula con una promesa: en la Antigua Alianza el objeto de la promesa era la posesión de la tierra en la que el pueblo gozaría de una existencia libre y según justicia (cf. Dt 6, 20-25); en la Nueva Alianza el objeto de la promesa es el «reino de los cielos» , tal como lo afirma Jesús al comienzo del «Sermón de la Montaña» -discurso que contiene la formulación más amplia y completa de la Ley Nueva (cf. Mt 5-7)-, en clara conexión con el Decálogo entregado por Dios a Moisés en el monte Sinaí. A esta misma realidad del Reino se refiere la expresión «vida eterna» , que es participación en la vida misma de Dios; aquélla se realiza en toda su perfección sólo después de la muerte, pero, desde la fe, se convierte ya desde ahora en luz de la verdad, fuente de sentido para la vida, incipiente participación de una plenitud en el seguimiento de Cristo. En efecto, Jesús dice a sus discípulos después del encuentro con el joven rico: «Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna» (Mt 19, 29).

La respuesta de Jesús no le basta todavía al joven, que insiste preguntando al Maestro sobre los mandamientos que hay que observar: «»¿Cuáles?», le dice él» (Mt 19, 18). Le interpela sobre qué debe hacer en la vida para dar testimonio de la santidad de Dios. Tras haber dirigido la atención del joven hacia Dios, Jesús le recuerda los mandamientos del Decálogo que se refieren al prójimo: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre y amarás a tu prójimo como a ti mismo» .(Mt 19, 18-19).

Por el contexto del coloquio y, especialmente, al comparar el texto de Mateo con las perícopas paralelas de Marcos y de Lucas, aparece que Jesús no pretende detallar todos y cada uno de los mandamientos necesarios para «entrar en la vida» sino, más bien, indicar al joven la «centralidad» del Decálogo respecto a cualquier otro precepto, como interpretación de lo que para el hombre significa «Yo soy el Señor tu Dios» . Sin embargo, no nos pueden pasar desapercibidos los mandamientos de la Ley que el Señor recuerda al joven: son determinados preceptos que pertenecen a la llamada «segunda tabla» del Decálogo, cuyo compendio (cf. Rom 13, 8-10) y fundamento es el mandamiento del amor al prójimo: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19, 19; cf. Mc 12, 31). En este precepto se expresa precisamente la singular dignidad de la persona humana, la cual es la «única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» . En efecto, los diversos mandamientos del Decálogo no son más que la refracción del único mandamiento que se refiere al bien de la persona, como compendio de los múltiples bienes que connotan su identidad de ser espiritual y corpóreo, en relación con Dios, con el prójimo y con el mundo material. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica, «los diez mandamientos pertenecen a la revelación de Dios. Nos enseñan al mismo tiempo la verdadera humanidad del hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto, indirectamente, los derechos fundamentales, inherentes a la naturaleza de la persona humana» .

Todo ello no significa que Cristo pretenda dar la precedencia al amor al prójimo o, más aún, separarlo del amor a Dios. Esto lo confirma su diálogo con el doctor de la Ley, el cual hace una pregunta muy parecida a la del joven. Jesús le remite a los dos mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo(cf. Lc 10, 25-27) y le invita a recordar que sólo su observancia lleva a la vida eterna: «Haz eso y vivirás» (Lc 10, 28). Es pues significativo que sea precisamente el segundo de estos mandamientos el que suscite la curiosidad y la pregunta del doctor de la ley: «¿Quién es mi prójimo?» (Lc 10, 29). El Maestro responde con la parábola del buen samaritano, la parábola-clave para la plena comprensión del mandamiento del amor al prójimo (cf. Lc 10, 30-37).

Los dos mandamientos, de los cuales «penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 40), están profundamente unidos entre sí y se compenetran recíprocamente. De su unidad inseparable da testimonio Jesús con sus palabras y su vida: su misión culmina en la Cruz que redime (cf. Jn 3, 14-15), signo de su amor indivisible al Padre y a la humanidad (cf. Jn 13, 1).

Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son explícitos en afirmar que sin el amor al prójimo, que se concreta en la observancia de los mandamientos, no es posible el auténtico amor a Dios. San Juan lo afirma con extraordinario vigor: «Si alguno dice:» Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4, 20). El evangelista se hace eco de la predicación moral de Cristo, expresada de modo admirable e inequívoco en la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 30-37) y en el «discurso» sobre el juicio final (cf. Mt 25, 3 1-46).

«Si quieres ser perfecto» (Mt. 19, 21) 

La respuesta sobre los mandamientos no satisface al joven, que de nuevo pregunta a Jesús: «» Todo eso lo he guardado;¿qué más me falta?»» (Mt 19, 20). No es fácil decir con la conciencia tranquila «todo eso lo he guardado» , si se comprende todo el alcance de las exigencias contenidas en la Ley de Dios. Sin embargo, aunque el joven rico sea capaz de dar una respuesta tal; aunque de verdad haya puesto en práctica el ideal moral con seriedad y generosidad desde la infancia, él sabe que aún está lejos de la meta; en efecto, ante la persona de Jesús se da cuenta de que todavía le falta algo. Jesús, en su última respuesta, se refiere a esa conciencia de que aún falta algo: comprendiendo la nostalgia de una plenitud que supere la interpretación legalista de los mandamientos, el Maestro bueno invita al joven a emprender el camino de la perfección: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21).

Al igual que el fragmento anterior, también éste debe ser leído e interpretado en el contexto de todo el mensaje moral del Evangelio y, especialmente, en el contexto del Sermón de la Montaña de las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-12), la primera de las cuales es precisamente la de los pobres, los «pobres de espíritu» , como precisa san Mateo (Mt 5, 3), esto es, los humildes. En este sentido, se puede decir que también las bienaventuranzas pueden ser encuadradas en el amplio espacio que se abre con la respuesta que da Jesús a la pregunta del joven «¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» . En efecto, cada bienaventuranza, desde su propia perspectiva, promete precisamente aquel «bien» que abre al hombre a la vida eterna; más aún, que es la misma vida eterna.

Las bienaventuranzas no tienen propiamente como objeto unas normas particulares de comportamiento, sino que se refieren a actitudes y disposiciones básicas de la existencia y, por consiguiente, no coinciden exactamente con los mandamientos. Por otra parte, no hay separación o discrepancia entre las bienaventuranzas y los mandamientos: ambos se refieren al bien, a la vida eterna. El Sermón de la Montaña comienza con el anuncio de las bienaventuranzas, pero hace también referencia a los mandamientos (cf. Mt 5, 20-48). Además, el Sermón muestra la apertura y orientación de los mandamientos con la perspectiva de la perfección que es propia de las bienaventuranzas. Estas son ante todo promesas de las que también se derivan, de forma indirecta, indicaciones normativas para la vida moral. En su profundidad original son una especie de autorretrato de Cristo y, precisamente por esto, son invitaciones a su seguimiento y a la comunión de vida con El.

No sabemos hasta qué punto el joven del Evangelio comprendió el contenido profundo y exigente de la primera respuesta dada por Jesús: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» ; sin embargo, es cierto que la afirmación manifestada por el joven de haber respetado todas las exigencias morales de los mandamientos constituye el terreno indispensable sobre el que puede brotar y madurar el deseo de la perfección, es decir, la realización de su significado mediante el seguimiento de Cristo. El coloquio de Jesús con el joven nos ayuda a comprender las condiciones para el crecimiento moral del hombre llamado a la perfección: el joven, que ha observado todos los mandamientos, se muestra incapaz de dar el paso siguiente sólo con sus fuerzas. Para hacerlo se necesita una libertad madura ( «si quieres» ) y el don divino de la gracia ( «ven, y sígueme» ).

La perfección exige aquella madurez en el darse a sí mismo, a que está llamada la libertad del hombre. Jesús indica al joven los mandamientos como la primera condición irrenunciable para conseguir la vida eterna; el abandono de todo lo que el joven posee y el seguimiento del Señor asumen, en cambio, el carácter de una propuesta: «Si quieres…» . La palabra de Jesús manifiesta la dinámica particular del crecimiento de la libertad hacia su madurez y, al mismo tiempo, atestigua la relación fundamental de la libertad con la ley divina. La libertad del hombre y la ley de Dios no se oponen, sino, al contrario, se reclaman mutuamente. El discípulo de Cristo sabe que la suya es una vocación a la libertad. «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Gál 5, 13), proclama con alegría y decisión el apóstol Pablo. Pero, a continuación, precisa: «No toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros» (ibid.). La firmeza con la cual el Apóstol se opone a quien confía la propia justificación a la Ley, no tiene nada que ver con la «liberación» del hombre con respecto a los preceptos, los cuales, en verdad, están al servicio del amor: «Pues el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás, y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Rom 13, 8-9). El mismo san Agustín, después de haber hablado de la observancia de los mandamientos como de la primera libertad imperfecta, prosigue así: «¿Por qué, preguntará alguno, no perfecta todavía? Porque» siento en mis miembros otra ley en conflicto con la ley de mi razón»… Libertad parcial, parcial esclavitud: la libertad no es aún completa, aún no es pura ni plena porque todavía no estamos en la eternidad. Conservamos en parte la debilidad y en parte hemos alcanzado la libertad. Todos nuestros pecados han sido borrados en el bautismo, pero ¿acaso ha desaparecido la debilidad después de que la iniquidad ha sido destruida? Si aquella hubiera desaparecido, se viviría sin pecado en la tierra. ¿Quién osará afirmar esto sino el soberbio, el indigno de la misericordia del liberador?… Mas, como nos ha quedado alguna debilidad, me atrevo a decir que, en la medida en que sirvamos a Dios, somos libres, mientras que en la medida en que sigamos la ley del pecado somos esclavos» .

Quien «vive según la carne» siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de cualquier modo, como una restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el amor y «vive según el Espíritu» (Gál 5, 16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia interior -una verdadera y propia «necesidad» , y no ya una constricción- de no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley sino de vivirlas en su «plenitud» . Es un camino todavía incierto y frágil mientras estemos en la tierra, pero que la gracia hace posible al darnos la plena «libertad de los hijos de Dios» (cf. Rom 8, 21) y, consiguientemente, la capacidad de poder responder en la vida moral a la sublime vocación de ser «hijos en el Hijo» .

Esta vocación al amor perfecto no está reservada de modo exclusivo a una élite de personas. La invitación, «anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres» , junto con la promesa «tendrás un tesoro en los cielos» , se dirige a todos, porque es una radicalización del mandamiento del amor al prójimo. De la misma manera, la siguiente invitación «ven y sígueme» es la nueva forma concreta del mandamiento del amor a Dios. Los mandamientos y la invitación de Jesús al joven rico están al servicio de una única e indivisible caridad, que espontáneamente tiende a la perfección, cuya medida es Dios mismo: «Vosotros pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). En el evangelio de Lucas, Jesús precisa ulteriormente el sentido de esta perfección: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36).

Fr. Nelson Medina, OP

Comentario – Lunes VIII de Tiempo Ordinario

RECIBIR LA HERENCIA

1 Pedro 1, 3-9. Esperanza, pruebas, reminiscencias bautismales…: todos estos temas, que integran el contenido de la epístola, aparecen ya en el himno con que se inicia, al estilo de las cartas helenistas. El autor se dirige a los «extranjeros de la Dispersión» (TOB). En consecuencia con el resto de la carta, esa expresión señala a cristianos procedentes del paganismo, más que a los que provienen del mundo judío; como nuevo Israel, se encuentran desterrados, a la espera de la revelación de Cristo Jesús, peregrinos en marcha hacia la plenitud de los tiempos.
En el bautismo fueron engendrados a una esperanza fundada en la resurrección de Jesucristo. Están destinados a una herencia que ni la muerte ni el pecado ni el tiempo pueden destruir. Esa herencia es Dios mismo, es la entrada en la vida, donde Cristo precedió a los creyentes, que lo aman a pesar de no haberlo visto.

«Esperanza viva», tan real que ni siquiera la prueba, la adversidad, puede salirse con la suya. Las persecuciones de las que habla la epístola no parecen ser persecuciones oficiales (el clima de la carta es de tranquilidad); es posible que se trate más bien del ostracismo de que eran víctimas los cristianos, tanto por parte de los judíos como de los paganos.

Al salmo 110, de estructura alfabética, generalmente se le suele clasificar como himno; recoge los hechos importantes realizados por Yahvé en favor de su pueblo. Este salmo, como muchos de los salmos acrósticos, contiene también algunos principios sapienciales.

Marcos 10, 17-27. Mientras que los fariseos habían querido tender una trampa a Jesús (ver 10, 2), la actitud del joven rico está teñida de religiosidad. Se arrodilla ante Jesús y le llama «Maestro bueno»; pero ¿quién es bueno, sino sólo Dios? Antes de preguntar a Jesús, el hombre se hinca de rodillas ante el Dios único, el de la Alianza.

Jesús recuerda al joven los principales artículos de la ley mosaica. El joven los ha cumplido desde pequeño, pero se mantiene disponible para más, disponible para el Reino. Por eso, Jesús le ama y le llama; él que cumplió escrupulosamente los mandamientos es invitado a alcanzar la estatura de los discípulos. Jesús le pide en concreto quitar el «escándalo» que le impide pasar más adelante: sus riquezas.

¡Pero aquel hombre se marchó muy triste! ¿Cuál es exactamente su situación? Oyó el llamamiento de Jesús y, al mismo tiempo, midió su incapacidad para seguirle. Sólo le falta una cosa: concienciarse de que Dios puede realizar lo que él es incapaz de hacer ahora. En efecto, acoger el Reino con la actitud propia de un niño es también reconocer la propia impotencia y dejar actuar al Espíritu de Dios.

Jesús prosigue su marcha hacia Jerusalén. Aquel día le aborda un hombre que, con su buena voluntad y su sinceridad religiosa, guarda un cierto parecido con nosotros. No es más rico que otros. Sabe que el dinero no hace la felicidad, aunque sí contribuye a ella. Lo que él va buscando es otra cosa: quisiera «heredar la vida eterna». Jesús le mira cariñosamente. «Una cosa te falta». Estupefacción: ¿qué le puede faltar a un hombre que ya lo tiene todo? «Vende lo que tienes». El hombre se marcha desconcertado. Es muy difícil emprender el camino del desierto sin llevar consigo equipaje alguno y sin disponer de una seguridad.

«Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja». Esta es una de tantas historias curiosas como hay en el evangelio. Erase una vez un rico que quería entrar por la puerta del Reino… Es la misma historia, igual de curiosa que aquella. Los discípulos se quedan estupefactos: «Entonces, ¿quién puede salvarse?». Jesús les mira, y a nosotros también, y dice: «Es imposible para los hombres, no para Dios».

Es imposible para los hombres. Entonces, ¿qué es lo que hay que hacer? El hombre que se arrodilló a los pies de Jesús venía cumpliendo todos los mandamientos desde que era pequeño. Pues bien, por mucho que hubiera practicado la fe durante toda su vida, ¡no tenía derecho alguno sobre Dios! «Un cosa te falta: vende lo que tienes». Dios no puede entregarse si las manos que se tienden hacia él no están vacías, si no son unas manos de pobre. No sirve para nada capitalizar virtudes o méritos; lo importante es amar. Manos colmadas no aman. Amar siempre será entregarse al otro y decirle: mira, estoy desnudo, a menos que me cubras con el manto de tu ternura; mira, tengo frío, a no ser que me des el calor de tu amistad; mira, carezco de recursos, a no ser que compartas conmigo lo que tienes.

Hermanos, tenéis que vivir en la lógica de la fe. Fe que no se traduce en vida no es más que una palabra hueca. Pero, sobre todo, hay que presentarse con las manos vacías, como niños que, después de haberlo intentado todo para encajar las piezas de su juego de construcciones, sin conseguirlo, acuden a su padre en busca de ayuda: «Mira, no se sostiene…» Y Dios depositará en vuestras manos la herencia eterna; en vuestras manos desnudas recibiréis la salvación, que es el resultado último de la fe.

«Anda, vende lo que tienes…

y luego sígueme»

Presentémonos ante Dios, hermanos,
con las manos vacías,
y recibiremos mucho más
de cuanto podemos atrevernos a esperar.

—Nadie puede servir a dos señores.
Concédenos, Señor,

fiarnos únicamente de tu gracia.

—Nuestras manos desean retener.


Haz, Señor, que se abran para compartir.

—Nuestro corazón se complace en la certeza.
Conviértenos, Señor,

y haz que tu palabra sea nuestra única seguridad.

—Tratamos de acumular méritos y más méritos.
Invítanos, Señor, a arriesgarlo todo,
seducidos por tu ternura.

Tú nos has mirado, Señor,

y tu amor ha escudriñado nuestro corazón
como una espada afilada.
¡Que tu gracia sea nuestra herencia!
Creemos, Señor, que cuando tú nos dices:
«Ven y sígueme»,
se crea ya la comunión eterna.

Marcel Bastin
Dios cada día 3 – Tiempo Ordinario

Homilía – Lunes VIII de Tiempo Ordinario

Un hombre viene corriendo y pregunta a Jesús: qué debe hacer para alcanzar la Vida eterna.

El hombre no lleva nombre. Ese hombre…, nos representa a todos nosotros.

En el fondo del alma, cualquiera de nosotros se ha preguntado en algún momento:

¿Qué debemos hacer para que no se nos escape la vida?

¿Qué debemos hacer para llegar a ser plenamente felices, y para siempre?

Y el Señor nos contesta a nosotros como al joven de hoy, que cumplamos los mandamientos. Esos mandamientos de Dios, que son una manifestación de su amor para encaminarnos hacia la plenitud de la vida.

Jesús remite al joven a algo que ya sabe, porque está inscrito en el corazón: el amor a los demás y por eso el Señor le recuerda solamente aquellos mandamientos que se refieren al prójimo.

Y lo hace así porque quiere que «lleguemos al cielo» y que lo hagamos viviendo nuestra vida de todos los días de cara a Dios.

Cuando el joven, le contesta al Señor, que eso ya lo había hecho siempre, Jesús le confirma que existe «algo más» para alcanzar mayor perfección y que todavía le falta: saber compartir con los demás todo lo que tiene y hacerse su discípulo.

Jesús le ofrece un maravilloso trueque: renunciar a toda aparente seguridad de este mundo, y confiar plenamente en la bondad y providencia de Dios.

Pero el joven no logra aceptar este intercambio…

Se retira entristecido y apenado.

Contrasta el entusiasmo y la alegría con que el hombre vino corriendo hacia Jesús, con la tristeza con que se aleja.

El enemigo más común de la alegría cristiana –que impide descubrir el gran tesoro del Evangelio-, es el apego al dinero y todo el mundo que lo rodea.

En el fondo, este hombre «no era libre».

Cuando nuestro corazón está apegado a las cosas del mundo, nos quita nuestra libertad y la posibilidad de entrar en el Reino de Dios.

Todos, en mayor o menor grado, tenemos el corazón apegado a algo. No siempre se trata de grandes riquezas, a veces nos aferramos «a lo poco» que tenemos y otras «a la ambición de tener más».

El Señor hoy nos mira a cada uno de nosotros con el mismo amor con que miró a este joven, y nos llama a nosotros como a Él a seguirlo, pero con un corazón desprendido de las cosas del mundo.

Tomad, esto es mi cuerpo

Las lecturas enmarcan la celebración del Corpus en el contexto de la Alianza.

La primera lectura (Ex 24, 3-8) relata la ratificación de la primera alianza en el escenario de un rito solemne. Dios ha establecido un pacto con el pueblo de Israel en el Sinaí, que es comunicado al pueblo por Moisés. El pueblo acepta ante Dios las condiciones (“haremos todo lo que ha dicho el Señor y le obedeceremos”). Luego, un sacrificio de comunión ratifica la alianza. Por eso, se sacrifican unos novillos y con su sangre se rocía al pueblo, acompañando el gesto de estas palabras: “esta es la sangre de la alianza que el Señor ha concertado con vosotros”. En este contexto, no se puede olvidar que la fiesta de la pascua es clave para actualizar tanto la alianza del Sinaí como las cláusulas de la ley que lleva asociada.

La segunda lectura de la carta a los Hebreos (9, 11-15) supone un tránsito desde la primera a la nueva alianza de la mano de Jesucristo. Este paso es fundamental para entender la obra salvadora del Hijo de Dios y, desde luego, para comprender el significado de la eucaristía.

En efecto, en la segunda lectura, la carta a los Hebreos habla, como hace la del Éxodo, de sacrificio y de sangre. Hay, por tanto, relación entre ambas. La razón es obvia, el autor de la carta a los Hebreos explica la renovación de la antigua alianza (primera lectura) y su ratificación ritual-celebrativa por parte de Jesucristo. Este hecho, en verdad, supone algo nuevo dentro de la continuidad que, por eso mismo, conlleva: a) una alianza nueva (la promesa de una herencia eterna); b) un nuevo mediador (Jesucristo, el mediador de la alianza nueva) y sacerdote (Jesucristo, Sumo sacerdote); c) una víctima nueva (no se trata de animales sino de la entrega personal de Jesucristo) y, finalmente, d) una ratificación de la nueva alianza en la sangre del que es mediador-sacerdote y víctima al mismo tiempo.

Esta transición de lo antiguo a lo nuevo es central en la economía salvífica. A partir de lo antiguo viene lo nuevo. Con todo, es lo nuevo (Jesucristo) lo que da sentido a todo el proceso.

En esta dinámica hemos de entender el Evangelio de Marcos (14, 12-16. 22-26). El relato nos ubica en el contexto de la preparación y la celebración de la pascua judía. Jesús (que va a inaugurar con su muerte y resurrección una nueva pascua y alianza), en el día del sacrificio de los corderos pascuales, da indicaciones a sus discípulos en orden a la celebración de la cena pascual. En el transcurso de la misma lega a los suyos la eucaristía, con la entrega simbólica de su cuerpo y de su sangre en el pan (“Esto es mi cuerpo”) y el vino que comparte con los discípulos. Las palabras sobre el vino conectan con la lógica de las lecturas de hoy (“Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos”). Palabras que vinculan alianza-pascua-sangre, pero en la dirección de la plenitud que aporta lo novedoso: nueva alianza, nueva pascua, nueva sangre.

Tras lo dicho, conviene dejar de manifiesto en la solemnidad de hoy que la presencia prometida de Cristo en el pan y en el vino forma parte de un proyecto salvífico que va desarrollándose y creciendo en el tiempo. Ese proyecto posee el formato de la alianza. Una alianza que significa cercanía, comunión entre Dios y el pueblo. Esta comunión se expresa en la Ley que orienta la vida del pueblo. Esta alianza tiene igualmente su celebración ritual, singularmente en la Pascua, que actualiza la comunión salvadora de la que nace la alianza. En el momento clave del plan de Dios, Jesucristo (Hijo de Dios humanado) lleva a su cumplimiento pleno la alianza. Él, con su entrega-sacrificio personal a favor de la humanidad, establece una comunión salvadora inigualable entre Dios y el nuevo pueblo de Dios (la Iglesia). La ley del Amor es la que ha de orientar ahora la vida de la Iglesia y la eucaristía es la celebración ritual que actualiza esta nueva alianza (de ahí si condición de sacramento central en la economía salvífica cristiana). En ella se da una singular presencia y cercanía de Cristo que, según lo expresado, hay que leer en el contexto del misterio de la salvación.

Así pues, desde la perspectiva dibujada por las lecturas, la presencia de Cristo en la eucaristía mira al todo de la historia de la salvación. Junto a esto, y teniendo en cuenta lo que señalábamos en la introducción, esa presencia acontece en el conjunto de la celebración (no solo en un momento). Eso sí, luego, y en el interior de esta celebración, la presencia somática es el lugar de la máxima densificación de esa presencia que, además, hace posible la resolución de la celebración conforme a su sentido: la comunión.

Por tanto, presencia eucarística de Cristo significa comunión salvífica con Dios en la nueva alianza establecida por el Señor. Esa presencia eucarística alude tanto a la persona como a la acción de Jesucristo y, en este sentido, hace suya la totalidad del misterio de nuestra salvación. Presencia eucarística de Cristo significa también la actualización del ser de la Iglesia (cuerpo de Cristo), puesto que la Iglesia, fiel al mandado recibido, se recibe a sí misma al celebrar la eucaristía en la que acoge a su Señor.

La solemnidad del Corpus, pues, ha de ser una ocasión para subrayar la amplitud de la presencia de Cristo en la eucaristía que, ciertamente, se densifica en las especies del pan y del vino, pero que sólo se puede entender en un horizonte más extenso. Palabra clave de esta presencia es alianza, que bien podríamos traducir por comunión. Con este nombre se designa también la resolución de la celebración; es decir, cuando los fieles se alimentan del pan que da la vida al mundo. Esta comunión hace posible que el receptor sea transformado en Aquel a quien recibe, finalidad de la celebración.

El nombre comunión designa, igualmente, la alianza, la Iglesia y la salvación. Comunión, asimismo, es el hilo conductor que ha de guiar la vida misionera de la Iglesia y de los fieles en el mundo; un mundo roto por las divisiones, las guerras, las injusticias. Esta misión, por consiguiente, es sostenida por la presencia de Cristo en la eucaristía y se prolonga en la acción de los cristianos al terminar la misa. De este modo, la misión transparenta que “Cristo está con su Iglesia hasta el final del mundo” y que la entraña de esta misión es eucarística.

Algunas preguntas: ¿somos conscientes de la amplitud y la profundidad de la presencia eucarística de Cristo? ¿Nos damos cuenta de que la transformación del pan y del vino en la eucaristía tiene como finalidad la transformación posterior de los comulgantes y de la Iglesia en Cristo? ¿Somos capaces de ver la relación entre la eucaristía y la misión eclesial? ¿La misión pastoral que desarrollamos está vinculada con la eucaristía?

Fr. Vicente Botella Cubells O.P.

Mc 14, 12-16. 22-26 (evangelio Cuerpo y Sangre de Cristo)

1ª) ¡La Pascua es un banquete festivo que celebra la libertad de un pueblo!

¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?… Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad y prepararon la cena de Pascua. Sabemos que la Pascua celebra la liberación de un pueblo en su totalidad. El banquete pascual establecía una misteriosa comunión de todo el pueblo entre sí y de todo el pueblo con su Dios que le liberó de Egipto. Observemos que la liturgia insiste una y otra vez en la realidad del banquete de comunión que expresa, crea y dinamiza la solidaridad de vida y de destino de todo el pueblo. Este marco pascual nos invita a profundizar en este sentido especial de la Eucaristía. Si en todos los banquetes de comunión celebrados en el templo el participante en el culto tiene conciencia de la presencia cercana de su Dios, con mucha más intensidad vive la experiencia de esta cercanía en el banquete de los banquetes sagrados que era la Pascua. Jesús eligió sabiamente este marco para entregarnos el Pan y el Vino de la nueva y eterna Pascua. En adelante en la celebración de su Pascua promete una presencia del todo singular. El «recuerdo actualizante» de todo lo que es y nos dio proporcionará la ocasión de reavivar la seguridad de su presencia y la urgencia de vivir en solidaridad.

2ª) ¡Este pan soy yo mismo!

Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: Tomad, esto es mi cuerpo. Marcos nos ha transmitido la fórmula más primitiva de la institución de la Eucaristía. Debemos leer las palabras de Jesús en su lengua materna (el arameo) porque expresan más profundamente la realidad que allí se estaba ofreciendo a los hombres. Jesús dijo en realidad: esto que ahora tengo entre mis manos en adelante seré yo mismo en totalidad. Yo mismo transformado o presencializado en el Pan. No es una parte de su ser lo que se nos entrega sino la totalidad del ser humano y divino de Jesús. Esta es la única explicación adecuada habida cuenta del sentido de los términos utilizados por el Maestro. En adelante cuando los creyentes celebren su «memoria» en el sacramento habrán de participar en la gozosa experiencia de encontrarse personalmente con Él. La teología reflexionará profundamente sobre cómo entender estas palabras de Jesús. El resultado es que ahí, en el Pan, está todo Jesús donándose en comunión de vida para todos. Más todavía: el significado primero de estas palabras en Marcos expresan intensa-mente el sentido de comunión y reunión. Unas palabras que leemos en la Didajé explicarían adecuadamente este pensamiento: «como este fragmento estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino» (IX,4). 

3ª) ¡Esta es mi sangre de la nueva alianza!

Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Si la alianza que se estableció en el tiempo de las figuras expresaba ya una profunda comunión entre los pactantes de la misma y la sangre era el signo visible de esta alianza, cuanto más la nueva alianza sellada con una Sangre mejor y de más valor como es la de Jesús mismo. El sello es tan indeleble como lo es la donación de Jesús por la humanidad. La participación en su Pan y en su Vino (Sangre) crea entre los participantes una seguridad indestructible en su comunión como nuevo pueblo de Dios. Ningún creyente (adecuadamente dispuesto) queda excluido de esta participación. La participación en la misma Sangre nos hermana a todos, nos iguala y debería romper todo tipo de barreras económi-cas, sociales o culturales. Ya Jesús, en su vida terrena, había practicado lo que hoy se llama la «comensalía abierta», es decir, que comían con él todo tipo de gentes: pecadores, personas marginadas (que eran muchas en su tiempo) y personas de bien como eran sus amigos. Una mesa grande y abierta. Y esta práctica la urge ahora en nuestro mundo. Es necesario encontrar en la participación eucarística la apertura a todos, la solidaridad comprometida.

4ª) ¡Celebradlo en memoria mía hasta que vuelva!

Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el Reino de Dios. La Eucaristía es el banquete que se celebra entre el ya y el todavía no de la salvación definitiva. Jesús quiere que celebremos la Eucaristía anunciando su Muerte y proclamando su Resurrección hasta que vuelva. Quiere que en la celebración eucarística hagamos realidad la experiencia de su promesa al despedirse de nosotros: Sabed que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo (Mt 28,20). Eso significan las palabras «hacedlo en mi memoria». Celebrar la memoria de Jesús no es un recuerdo neutro, sino una presencia que urge a caminar. Este es el quehacer de la Iglesia en este «ínterim» entre su primera y su segunda venida. Y este es el testimonio ante el mundo al que evangeliza: un testimonio de esperanza firme, de comunión auténtica, de solidaridad gozosa y generosa. Los que participamos de un mismo Pan y de un mismo destino debemos ser un signo creíble para nuestro mundo tan dividido por intereses complejos y poco solidarios.

Fr. Gerardo Sánchez Mielgo

Heb 9, 11-15 (2ª lectura Cuerpo y Sangre de Cristo)

1ª) ¡Su templo es más grande y más perfecto!

Cristo ha venido como Sumo Sacerdote de los bienes definitivos. Su templo es más grande y más perfecto: no hecho por manos de hombre. La interpretación del templo que realiza el autor de la carta a los Hebreos es totalmente nueva porque se fundamenta en la obra realizada por Jesús. Estas palabras se iluminan con aquellas otras que encontramos en el evangelio de Juan a propósito de la expulsión de los vendedores del templo: Destruid este templo, y en tres días yo lo levantaré de nuevo… El templo del que hablaba Jesús era su propio cuerpo. Por eso cuando resucitó, los discípulos recordaron lo que había dicho aquel día, y creyeron en la Escritura y en las palabras que él había pronunciado (Jn 2,19-22). Los judíos entienden el templo como el lugar de encuentro del pueblo con su Dios y donde se consume el sacrificio de comunión durante el cual los participantes tienen conciencia de que Dios se hace presente para entrar en comunión con ellos. Jesús Resucitado (Viviente) es el nuevo templo (el verdadero templo) en el que se hará plena la comunión y el encuentro de Dios con los hombres. Y es un encuentro personal, real y vivo. En el sacramento del Pan encontramos al Jesús Viviente que proporciona la más plena comunión personal.

2ª) ¡Nos ha conseguido la liberación eterna!

Ha entrado en el santuario con su propia sangre una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna. El Acontecimiento pascual de Jesús se realizó de una vez para siempre. Jesús, en la cruz, derriba todos los muros de separación creando un hombre nuevo. Esta reconciliación se realiza de una vez para siempre, pero se perpetúa en el santuario donde mora: en el cielo como Mediador ante el Padre y en el Pan como presencia inalterable. Ahí nos espera el amigo y confidente. Así nos lo dijo él mismo en la Ultima Cena: Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. En adelante ya no os llamaré siervos, porque el siervo no está al tanto de los secretos de su amo. A vosotros os llamo desde ahora amigos, porque os he dado a conocer todo lo que oí a mi Padre (Jn 15,14-15). Sigue ofreciendo al creyente su amistad que se manifiesta en la comunicación de su intimidad. Recordemos ahora lo que significaba en los palacios del antiguo oriente el grupo de los amigos del rey a diferencia de la masa de sus servidores: tienen acceso a todos sus secretos, están en su presencia, comen con él y mantienen un trato de confianza. Son los privilegiados del rey que participan libremente de su amistad. Hoy como ayer, esta oferta de Jesús a sus discípulos sigue vigente y viva. Así lo ha experimentado muchos hombres y mujeres a lo largo de los siglos.

3ª) ¡Jesús, el Mediador, nos lleva al verdadero culto de Dios!

La sangre de Cristo, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios y nos podrá purificar y llevarnos al culto de Dios vivo. Por eso él es Mediador de una alianza nueva: en ella ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la primera alianza; y así los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna. La presencia de Jesús en el sacramento del Pan y del Vino son las «arras» (como el Espíritu) de la seguridad de nuestra esperanza. La participación en el Pan establece una corriente vital entre Jesús y los suyos; una comunión de personas y de destino. Nos había dicho Jesús mismo en el discurso sobre el Pan Viviente: El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él (Jn 6,54-56). Comulgar en la misma vida es participar en el mismo destino: la resurrección y la vida. La Eucaristía es el alimento de los peregrinos en la tierra alentados por la esperanza que urge el compromiso de solidaridad real con todos (de verdad y con obras, como nos recuerda la 1Jn). Los que participan de un mismo Pan inmortal son empujados, suave pero firmemente, a compartir los bienes visibles y perecederos. Esto es un signo y una consecuencia de la comunión en la misma vida. La Eucaristía alimenta y da certezas al hombre en su esperanza personal y comunitaria. A todos nos espera el mismo destino en comunión: la resurrección.

Fr. Gerardo Sánchez Mielgo

Ex 24, 3-8 (1ª lectura Cuerpo y Sangre de Cristo)

1ª) ¡Oferta de Dios y respuesta del pueblo!

Moisés bajó y contó al pueblo todo lo que había dicho el Señor y todos sus mandatos; y el pueblo contestó a una: Haremos todo lo que dice el Señor. Lo esencial de la alianza no es el rito de sangre que la ratifica, sino expresión de la voluntad salvadora de Dios y su oferta gratuita comprometiéndose como soberano a proteger y defender a su pueblo que es su vasallo y la respuesta de este pueblo que acepta libremente su oferta. La alianza busca una comunicación personal y dirigida por una elección y una respuesta libre, fiel y coherente en la realización de sus cláusulas. El centro de la alianza es el reconocimiento de la soberanía de Dios, de su gratuidad, de su amor por su pueblo y la contrapartida que el pueblo debe realizar: aceptar la oferta, agradecerla y poner manos a la obra. Todos los ritos que la acompañan tienen como finalidad visualizar este compromiso por ambas partes. Recuérdese el rito de la alianza con Abraham (Gn 15).

2ª) ¡Las palabras de la alianza autentificadas por un sacrificio de comunión!

Moisés puso por escrito todas las palabras del Señor… Mandó ofrecer al Señor un sacrificio de comunión. La palabra de Dios es expresión de su voluntad salvadora y la ha comunicado a los hombres para establecer con ellos un diálogo vivo y salvador. Este encuentro en las palabras de Dios que son expresión humana de la única Palabra que tiene (el Logos), misteriosamente establece lazos vivos de comunión y comunicación. El encuentro con la Palabra establece un lazo de comunión con Dios muy profundo. Y esta comunión por la Palabra queda visualizada y ratificada por el sacrificio de comunión. Pero este sería vacío sin aquella comunión personal. Ambos elementos garantizan la comunión de Dios con el hombre y del hombre con su Dios. Y es una comunión vital. Recuérdese el sentido que en el Oriente se da a un banquete: quienes participan juntos en un mismo banquete se hermanan porque ese alimento se convierte en sangre en todos ellos y, por tanto, de alguna manera se establece un lazo indeleble, pues la sangre es el lazo que les une a todos.

3ª) ¿Alianza y comunión!

Esta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros, sobre estos mandamientos. La alianza que establece Dios con el hombre no es de igual a igual sino de superior a inferior (porque no podía ser de otro modo). Es una alianza que conlleva el compromiso del superior para defender y proteger al inferior y este, por su parte, se compromete a obedecer, respetarle y no traicionar la alianza de vasallaje. La alianza eleva al inferior a la categoría de «amigo» del superior que le concede ese privilegio. El resultado es una oferta de amistad y de comunión lo más cercana y profunda que se pueda dar. Es una oferta gratuita y ha de ser garantizada por ambas partes. Dios da su palabra y la cumple; por su parte el hombre ha de hacer lo propio. Y el sello de ese profundo compromiso se visualiza en la sangre. En la sangre está la vida. Son vidas lo que se comprometen en la alianza y, en consecuencia, una comunión vital y no pasajera. Los mandamientos son la respuesta concreta a este compromiso.

Fr. Gerardo Sánchez Mielgo

Comentario al evangelio – Lunes VIII de Tiempo Ordinario

¿Qué haré para heredar la vida eterna? ¿Qué puedo hacer para ser mejor, para ofrecer a los demás la mejor versión de mis mismo/a? Es la pregunta que un joven le dirige al Señor en el Evangelio de hoy. La respuesta de Jesús es sencilla: “vende”. Vende porque tu corazón puede estar lleno de muchas cosas que te impiden acoger mejor al Señor y necesitas hacerle hueco para que pueda instalarse con más comodidad.

Cuando llega el buen tiempo, cambias tu ropero guardando la ropa de invierno y recolocando la de verano. Al hacer esta operación, aprovechas para llevar a la parroquia o a un punto de recogida aquellas prendas que ya están viejas o pasadas de moda. Te desprendes y tiras cosas porque tienes mucho y no te cabe en el armario.

En la vida espiritual sucede lo mismo. Demasiados ídolos quieren ocupar el centro de tu corazón. Seguramente eres bueno o buena, como el joven del evangelio de hoy: no matas, ni extorsionas, ni has secuestrado a nadie, pero algunos diosecillos como pueden ser el orgullo, la imagen, el poder, la apariencia, etc., no dejan que el Señor pueda ser tu auténtico Señor. No puedes cristificarte más porque no hay sitio en tu interior. Dile hoy a Jesús que te ayude a desprenderte de los ídolos que te estorban. Él siempre te mira con cariño, como al joven del Evangelio de hoy, pero te quiere más suyo/a y para ello necesita más espacio en tu corazón.

El apóstol San Pedro, en la primera lectura de hoy, nos recuerda que Dios: “nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva”. Y el salmo 110 en la antífona que hoy rezamos nos dice por qué lo hace: “el Señor recuerda siempre su alianza”; es decir, no nos abandona, no se cansa de apostar por nosotros, de ofrecernos su gracia para que sigamos creciendo.

Despréndete de todo aquello que en tu interior ocupa demasiado espacio y no deja sitio al Señor para que habite más en ti. ¡Vende!

Juan Lozano, cmf