El capítulo 5 de la segunda carta a los Corintios comenzaba afirmando la convicción de que a nuestra vida en este cuerpo mortal le seguirá una morada eterna en los cielos (con esa frase terminaba la segunda lectura del domingo pasado). Pablo sugiere ahora que esa vida definitiva con Cristo es, en realidad, nuestra existencia más auténtica (cf. Col 3,1-4), nuestra verdadera «patria». Por eso, «mientras habitamos en el cuerpo, estamos desterrados lejos del Señor».
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p style=»text-align:justify;»>La imagen de la existencia humana en este mundo como un destierro, que se desarrolla aquí (cf. Heb 11,14-16), hará fortuna en la espiritualidad cristiana, desde la carta a Diogneto («[Los cristianos] están en toda patria como en tierra extraña. […] Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo») hasta Teresa de Ávila («¡Ay, qué larga es esta vida! ¡Qué duros estos destierros!»). No me estoy refiriendo con ello a la concepción del cuerpo como «cárcel» del alma, idea de raigambre platónica que va más allá de lo afirmado por el apóstol.
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p style=»text-align:justify;»>Durante este exilio, continúa diciendo Pablo, «caminamos en fe y no en visión». Se contrapone, pues, el conocimiento imperfecto de Dios que tenemos mediante nuestra relación con él en esta vida (la «fe») con el conocimiento pleno que esperamos alcanzar un día, en el encuentro definitivo (cf. 1 Cor 13,12). Ese conocimiento pleno de Dios al que aspiramos se expresa con el término «visión» (cf. 1 Jn 3, 2), concepto que también tendrá gran éxito en la teología posterior, desde Ireneo de Lyon hasta Tomás de Aquino (la «visión beatífica»).
Pablo, que sigue utilizando el plural (de modestia o sociativo), desearía que se invirtiera esa situación: «… preferimos ser desterrados del cuerpo y vivir junto al Señor» (cf. Flp 1,23). Sin embargo, tener que permanecer en esta vida no es para él motivo de abatimiento, pues por dos veces afirma que este camino lo hacemos «de buen ánimo» (tharroûntes). Porque lo que importa es que «en destierro o en patria, nos esforzamos en agradarlo [al Señor]». Se da, por lo tanto, un giro de lo escatológico a lo «moral», en el sentido más radical del término: lo fundamental, en esta vida o en la otra, es vivir para Cristo, orientados a él.
Esto lleva a Pablo a insistir en el peso que tienen nuestras obras en esta vida: «Porque todos tenemos que comparecer ante el tribunal de Cristo para recibir cada cual por lo que haya hecho mientras tenía este cuerpo, sea el bien o el mal». De modo que la argumentación concluye aludiendo a la creencia en el juicio universal, creencia que hunde sus raíces en el Antiguo Testamento (con la novedad de que el juez será Jesús, pues se habla de «comparecer ante el tribunal de Cristo») y que Pablo ha expresado en diversos pasajes de sus cartas (Rom 2,6; 1Cor 3,8; Ef 6,8), en concordancia con lo que nos transmiten otros textos neotestamentarios (Mt 16,27; 25,31-46; Ap 20,12; 22,12).
José Luis Vázquez Pérez, S.J.